19/12/2017, 11:35
El silencio cayó sobre ella como una pesada maza, pero Ayame mantuvo su postura con los labios apretados, inclinando su torso tanto como su columna le permitía en una muestra de profundo arrepentimiento. Y al final, tras varios segundos de contener la respiración, alguien carraspeó:
—Para empezar, podrías tratar de decir bien mi nombre. Es Kaaaido no Koido.
Dada la gravedad del asunto, Ayame intentaba mantenerse lo más seria y formal posible. Pero las palabras de El Tiburón consiguieron arrancarle una inevitable sonrisa. Alzó la cabeza, lo justo para ver, con aquel gesto socarrón tan suyo, como sacudía una mano en el aire restándole importancia a todo el asunto.
—Lo intentaré... Kaido-san.
—En fin, bienvenida a tu casa, uhmm ¿prima?
Ayame sintió que las palabras morían en el pesado nudo que había atenazado su garganta. Kaido y ella sólo se habían cruzado un par de veces, y ella siempre se había mostrado recelosa y temerosa hacia él. Le había ocultado su naturaleza como Hōzuki temiendo que él fuera uno de aquellos Kajitsu e, ironías de la vida, él había acudido ahora a rescatarla de ellos. Y, para colmo, era él quien le estaba dando la bienvenida y ahora la llamaba "prima".
La sonrisa tembló en sus labios.
—Gracias... —murmuró, profundamente conmovida.
Mogura no pronunció palabra, pero asintió con vehemencia a las palabras de Kaido. Mientras tanto, Daruu se había cruzado de brazos y observaba con prudencia y Zetsuo se adelantó.
—Habría hecho lo que hiciera falta por mi familia —le dijo, cuando pasó junto a ella como un flecha.
Pero Ayame había contenido la respiración, y le miró de reojo mientras se alejaba por el pasillo. Trataba de ocultarlo, pero Ayame le conocía demasiado bien. Y podía sentirlo en aquella sensación de electricidad estática que le dejó cuando pasó a su lado, y podía verlo en sus puños apretados, y también lo veía en sus músculos tensos.
«Está enfadado conmigo.» Comprendió, decaída. Pero al ver aquellas escalofriantes cicatrices que habían quedado marcadas en su brazo desnudo, no podía culparle. No después de lo que había hecho. Tendría que trabajar por ganarse su perdón.
Fue entonces cuando sintió una mano en el hombro:
—Eh, Ayame. Yo también tengo uno —Daruu se estaba señalando su propio brazo, donde un pequeño agujero en su camiseta dejaba a la vista los restos de una herida similar a la que ella tenía en el pecho.
Ayame jadeó. Sabía y era consciente de que Daruu estaba intentando bromear con ella, restarle importancia al asunto, pero aquella nueva herida le hizo palidecer. Y cuando giró la cabeza hacia Kiroe e inspeccionó su cuerpo, se dio cuenta de que ella también lucía una similar en la pierna. Kōri, afortunadamente, sólo parecía estar terriblemente cansado, Y, por lo que había escuchado anteriormente, Mogura había estado al borde entre la vida y la muerte. Los únicos que parecían haber resultado ilesos eran Kaido y Karoi, pero ni siquiera podía asegurarlo, conociendo su capacidad para utilizar el Suika.
Hasta aquel momento no se había parado a pensar con detenimiento las consecuencias de sus actos. Pero ahora lo veía, tan claro como el agua. Todos habían resultado heridos. Y todas aquellas heridas estaban contaminadas con su culpa.
En un súbito arrebato, se arrojó contra Daruu y le abrazó con fuerza, hundiendo el rostro en su hombro.
—¡Lo siento, lo siento, lo siento, lo siento!
Una mano se cerró en torno a su hombro, fría como el hielo, y a aquella le acompañó una voz igual de gélida.
—Ayame, tenemos que irnos.
Ella se separó de Daruu casi a desgana, pero asintió y retomó en silencio el camino que, junto a los demás, debería llevarles al fin al exterior. Y mientras ascendía por la cascada de hielo siguió pensando. Pensado en cómo se había dejado engañar por una carta falseada. Pensando en cómo la habían derrotado en combate y la habían arrastrado, inconsciente, a aquella madriguera. Pensando en cómo se había dejado engañar por las melosas palabras de Reigetsu, que como una planta carnívora prometían de un dulce néctar que en realidad escondían una prisión eterna. Pero el cuerpo de Reigetsu ahora yacía inerte, varios metros más abajo, y no volvería a cerrar sus fauces sobre ella. Había tenido suerte. Demasiada suerte. Suerte de que hubiese habido gente que quisiera ir a por ella, de que llegaran incluso a arriesgar su vida por ella, de no cejar en su empeño pese a la obstinación que mostró contra ellos.
Tenía que cambiar aquello, pensaba, con los labios fruncidos. La sola idea le pesaba una tonelada, pero tenía que alzar la cabeza, tenía que hacerle frente a la situación. Tenía que volverse fuerte para que aquello no volviera a suceder. Y empezaría por no volver a ocultar su luna.
«Nadie ha dicho nada de ella.» Reparó, con una débil sonrisa. A nadie le importaba, porque no era algo malo ni algo bueno. Era simplemente una marca con la que había nacido. Y simplemente había servido de excusa con la que un grupo de matones pudo aprovecharse de su debilidad para meterse con ella.
El ascenso fue lento, principalmente porque Mogura y Ayame tropezaron un par de veces en el trascurso. Pero la luz anaranjada del exterior se filtró a través de los cristales de hielo, creando hermosas iridiscencias que bailaron en el aire a su alrededor, y en cuestión de minutos salieron al fin.
Tal y como habían previsto, se encontraban en la cima del acantilado, a tiempo de contemplar los últimos minutos de la luz del día agonizando en el horizonte de aquel océano sin fin. Aunque seguía lloviendo como siempre lo hacía en el País de la Tormenta, la tempestad que habían sufrido por la mañana parecía haber remitido. Ahora los siete se sostenían sobre una masa de agua que se deslizaba entre las rocas para ir a caer por el agujero por el que acababan de salir, aunque hasta que no se derritiera la técnica de Kōri no volvería a formarse cascada alguna.
Ayame respiró aliviada al sentir la lluvia, la brisa del mar y el aire del exterior. Estiró los brazos por detrás de la espalda, como si pretendiera crecerlos así varios centímetros más, y cuando miró hacia abajo vio varias siluetas oscuras.
—¡Delfines! —exclamó, con la alegría de una niña, al tiempo que se acercaba al borde rápidamente para poder ver mejor.
Un pequeño grupo de delfines nadaba de forma grácil entre las olas, cerca del acantilado, sorteando con gracia las rocas y dejando entrever de vez en cuando sus aletas en la superficie. De un momento para otro, uno de los delfines saltó por encima de las olas. Pero no era un delfín corriente, pues en lugar de gris, su color era blanco como la nieve. Con una delicada pirueta, el delfín giró en el aire sobre sí mismo y se sumergió para desaparecer.
—Para empezar, podrías tratar de decir bien mi nombre. Es Kaaaido no Koido.
Dada la gravedad del asunto, Ayame intentaba mantenerse lo más seria y formal posible. Pero las palabras de El Tiburón consiguieron arrancarle una inevitable sonrisa. Alzó la cabeza, lo justo para ver, con aquel gesto socarrón tan suyo, como sacudía una mano en el aire restándole importancia a todo el asunto.
—Lo intentaré... Kaido-san.
—En fin, bienvenida a tu casa, uhmm ¿prima?
Ayame sintió que las palabras morían en el pesado nudo que había atenazado su garganta. Kaido y ella sólo se habían cruzado un par de veces, y ella siempre se había mostrado recelosa y temerosa hacia él. Le había ocultado su naturaleza como Hōzuki temiendo que él fuera uno de aquellos Kajitsu e, ironías de la vida, él había acudido ahora a rescatarla de ellos. Y, para colmo, era él quien le estaba dando la bienvenida y ahora la llamaba "prima".
La sonrisa tembló en sus labios.
—Gracias... —murmuró, profundamente conmovida.
Mogura no pronunció palabra, pero asintió con vehemencia a las palabras de Kaido. Mientras tanto, Daruu se había cruzado de brazos y observaba con prudencia y Zetsuo se adelantó.
—Habría hecho lo que hiciera falta por mi familia —le dijo, cuando pasó junto a ella como un flecha.
Pero Ayame había contenido la respiración, y le miró de reojo mientras se alejaba por el pasillo. Trataba de ocultarlo, pero Ayame le conocía demasiado bien. Y podía sentirlo en aquella sensación de electricidad estática que le dejó cuando pasó a su lado, y podía verlo en sus puños apretados, y también lo veía en sus músculos tensos.
«Está enfadado conmigo.» Comprendió, decaída. Pero al ver aquellas escalofriantes cicatrices que habían quedado marcadas en su brazo desnudo, no podía culparle. No después de lo que había hecho. Tendría que trabajar por ganarse su perdón.
Fue entonces cuando sintió una mano en el hombro:
—Eh, Ayame. Yo también tengo uno —Daruu se estaba señalando su propio brazo, donde un pequeño agujero en su camiseta dejaba a la vista los restos de una herida similar a la que ella tenía en el pecho.
Ayame jadeó. Sabía y era consciente de que Daruu estaba intentando bromear con ella, restarle importancia al asunto, pero aquella nueva herida le hizo palidecer. Y cuando giró la cabeza hacia Kiroe e inspeccionó su cuerpo, se dio cuenta de que ella también lucía una similar en la pierna. Kōri, afortunadamente, sólo parecía estar terriblemente cansado, Y, por lo que había escuchado anteriormente, Mogura había estado al borde entre la vida y la muerte. Los únicos que parecían haber resultado ilesos eran Kaido y Karoi, pero ni siquiera podía asegurarlo, conociendo su capacidad para utilizar el Suika.
Hasta aquel momento no se había parado a pensar con detenimiento las consecuencias de sus actos. Pero ahora lo veía, tan claro como el agua. Todos habían resultado heridos. Y todas aquellas heridas estaban contaminadas con su culpa.
En un súbito arrebato, se arrojó contra Daruu y le abrazó con fuerza, hundiendo el rostro en su hombro.
—¡Lo siento, lo siento, lo siento, lo siento!
Una mano se cerró en torno a su hombro, fría como el hielo, y a aquella le acompañó una voz igual de gélida.
—Ayame, tenemos que irnos.
Ella se separó de Daruu casi a desgana, pero asintió y retomó en silencio el camino que, junto a los demás, debería llevarles al fin al exterior. Y mientras ascendía por la cascada de hielo siguió pensando. Pensado en cómo se había dejado engañar por una carta falseada. Pensando en cómo la habían derrotado en combate y la habían arrastrado, inconsciente, a aquella madriguera. Pensando en cómo se había dejado engañar por las melosas palabras de Reigetsu, que como una planta carnívora prometían de un dulce néctar que en realidad escondían una prisión eterna. Pero el cuerpo de Reigetsu ahora yacía inerte, varios metros más abajo, y no volvería a cerrar sus fauces sobre ella. Había tenido suerte. Demasiada suerte. Suerte de que hubiese habido gente que quisiera ir a por ella, de que llegaran incluso a arriesgar su vida por ella, de no cejar en su empeño pese a la obstinación que mostró contra ellos.
Tenía que cambiar aquello, pensaba, con los labios fruncidos. La sola idea le pesaba una tonelada, pero tenía que alzar la cabeza, tenía que hacerle frente a la situación. Tenía que volverse fuerte para que aquello no volviera a suceder. Y empezaría por no volver a ocultar su luna.
«Nadie ha dicho nada de ella.» Reparó, con una débil sonrisa. A nadie le importaba, porque no era algo malo ni algo bueno. Era simplemente una marca con la que había nacido. Y simplemente había servido de excusa con la que un grupo de matones pudo aprovecharse de su debilidad para meterse con ella.
El ascenso fue lento, principalmente porque Mogura y Ayame tropezaron un par de veces en el trascurso. Pero la luz anaranjada del exterior se filtró a través de los cristales de hielo, creando hermosas iridiscencias que bailaron en el aire a su alrededor, y en cuestión de minutos salieron al fin.
Tal y como habían previsto, se encontraban en la cima del acantilado, a tiempo de contemplar los últimos minutos de la luz del día agonizando en el horizonte de aquel océano sin fin. Aunque seguía lloviendo como siempre lo hacía en el País de la Tormenta, la tempestad que habían sufrido por la mañana parecía haber remitido. Ahora los siete se sostenían sobre una masa de agua que se deslizaba entre las rocas para ir a caer por el agujero por el que acababan de salir, aunque hasta que no se derritiera la técnica de Kōri no volvería a formarse cascada alguna.
Ayame respiró aliviada al sentir la lluvia, la brisa del mar y el aire del exterior. Estiró los brazos por detrás de la espalda, como si pretendiera crecerlos así varios centímetros más, y cuando miró hacia abajo vio varias siluetas oscuras.
—¡Delfines! —exclamó, con la alegría de una niña, al tiempo que se acercaba al borde rápidamente para poder ver mejor.
Un pequeño grupo de delfines nadaba de forma grácil entre las olas, cerca del acantilado, sorteando con gracia las rocas y dejando entrever de vez en cuando sus aletas en la superficie. De un momento para otro, uno de los delfines saltó por encima de las olas. Pero no era un delfín corriente, pues en lugar de gris, su color era blanco como la nieve. Con una delicada pirueta, el delfín giró en el aire sobre sí mismo y se sumergió para desaparecer.