31/12/2017, 00:24
—Yo... Esto, pues... La verdad, no sabría decirte —respondió Daruu, titubeante.
—Te pegan loz cuerdvoz. Pelo neggo, midada integigente —intervino Kuro.
—¡No! Cuervos no —replicó, con tanta convicción que Ayame se sobresaltó en su lugar.
—¿Pod qué?
—Cuervos no.
Ayame estuvo tentada de preguntarle a qué se debía tanta aversión a los cuervos, pero el cuerpo de Kuro se dobló de repente para sortear un obstáculo en el camino y se vio obligada a sujetarse con más fuerza a Daruu.
Y así continuaron el turbulento viaje, entre brincos y bamboleos que les revolvían continuamente las entrañas dentro de sus cuerpos. Para Ayame, que lo que más ansiaba en ese momento era algo de calma, el viaje se hizo eterno. Y cuando el bosque comenzó a despejarse y en el horizonte comenzaron a dibujarse las aguas del enorme lago y los rascacielos comenzaban a perforar los cielos encapotados de Amegakure, el alivio invadió su pecho...
Para ser inmediatamente eclipsado por el terror.
Llegaron a las puertas de la aldea en apenas un parpadeo, y aunque se vieron frenados por las pertinentes explicaciones a los chūnin encargados de la vigilancia de las entradas y salidas (y que se habían visto genuinamente sorprendidos al no haber recibido informe alguno de la salida del grupo al no haber usado los medios convencionales, a excepción de Ayame), en cuestión de unos pocos minutos más llegaron a las puertas de la torre de la Arashikage.
Zetsuo fue el primero en bajarse del can de un salto.
—Kiroe, Ayame y yo debemos informar a Yui-sama sobre lo sucedido.
«Lo sabía...» Pensó Ayame, con el corazón en un puño. Con el corazón en un puño y cabizbaja, bajó del lomo de Kuro y, tras darle las gracias por haberlos traído hasta allí, se volvió hacia su padre.
—Vosotros, muchachos, deberíais ir al Hospital de Amegakure a que revisaran vuestro estado —añadió, señalando al trío formado por Daruu, Mogura y Kaido. Se interrumpió durante unos segundos, pero tenía los labios fruncidos, con el deseo de querer decir algo más, y al final terminó por inclinar la cabeza. Un gesto que parecía
pesarle una tonelada en sus hombros rígidos como la roca—. Y... gracias.
Volvió a reincorporarse de inmediato. Y, con el sentimiento de un reo condenado a la horca, Ayame apenas tuvo tiempo de dirigir a sus compañeros una última mirada cargada de angustia antes de que Zetsuo la tomara del hombro y la condujera al interior de la torre.
Kōri y Karoi se habían quedado con las ganas de acompañar a los dos adultos, pero se habían visto relegados a un segundo plano. El Hielo se mantenía con los brazos cruzados, con sus ojos de escarcha clavados en la entrada de la torre como si anhelara el poder de la mirada de Daruu para poder otear el interior, pero Karoi se volvió hacia los tres jóvenes.
—Y bien, pequeñajos, ¿qué vais a hacer ahora?
—Te pegan loz cuerdvoz. Pelo neggo, midada integigente —intervino Kuro.
—¡No! Cuervos no —replicó, con tanta convicción que Ayame se sobresaltó en su lugar.
—¿Pod qué?
—Cuervos no.
Ayame estuvo tentada de preguntarle a qué se debía tanta aversión a los cuervos, pero el cuerpo de Kuro se dobló de repente para sortear un obstáculo en el camino y se vio obligada a sujetarse con más fuerza a Daruu.
Y así continuaron el turbulento viaje, entre brincos y bamboleos que les revolvían continuamente las entrañas dentro de sus cuerpos. Para Ayame, que lo que más ansiaba en ese momento era algo de calma, el viaje se hizo eterno. Y cuando el bosque comenzó a despejarse y en el horizonte comenzaron a dibujarse las aguas del enorme lago y los rascacielos comenzaban a perforar los cielos encapotados de Amegakure, el alivio invadió su pecho...
Para ser inmediatamente eclipsado por el terror.
Llegaron a las puertas de la aldea en apenas un parpadeo, y aunque se vieron frenados por las pertinentes explicaciones a los chūnin encargados de la vigilancia de las entradas y salidas (y que se habían visto genuinamente sorprendidos al no haber recibido informe alguno de la salida del grupo al no haber usado los medios convencionales, a excepción de Ayame), en cuestión de unos pocos minutos más llegaron a las puertas de la torre de la Arashikage.
Zetsuo fue el primero en bajarse del can de un salto.
—Kiroe, Ayame y yo debemos informar a Yui-sama sobre lo sucedido.
«Lo sabía...» Pensó Ayame, con el corazón en un puño. Con el corazón en un puño y cabizbaja, bajó del lomo de Kuro y, tras darle las gracias por haberlos traído hasta allí, se volvió hacia su padre.
—Vosotros, muchachos, deberíais ir al Hospital de Amegakure a que revisaran vuestro estado —añadió, señalando al trío formado por Daruu, Mogura y Kaido. Se interrumpió durante unos segundos, pero tenía los labios fruncidos, con el deseo de querer decir algo más, y al final terminó por inclinar la cabeza. Un gesto que parecía
pesarle una tonelada en sus hombros rígidos como la roca—. Y... gracias.
Volvió a reincorporarse de inmediato. Y, con el sentimiento de un reo condenado a la horca, Ayame apenas tuvo tiempo de dirigir a sus compañeros una última mirada cargada de angustia antes de que Zetsuo la tomara del hombro y la condujera al interior de la torre.
Kōri y Karoi se habían quedado con las ganas de acompañar a los dos adultos, pero se habían visto relegados a un segundo plano. El Hielo se mantenía con los brazos cruzados, con sus ojos de escarcha clavados en la entrada de la torre como si anhelara el poder de la mirada de Daruu para poder otear el interior, pero Karoi se volvió hacia los tres jóvenes.
—Y bien, pequeñajos, ¿qué vais a hacer ahora?