2/11/2018, 12:36
Tras el largo viaje hasta Tsuchi no Kuni, el trío de la Espiral había llegado por fin a Peñasco. Pese a su nombre, el pueblo no estaba situado en ningún saliente de roca ni en una pared montañosa, sino en un pequeño claro entre varias colinas repletas de árboles a la que se podía acceder desde dos senderos; uno, aquel por el que los ninjas acababan de llegar. Y otro, un escarpado camino que se adentraba todavía más en las Montañas de la Tierra. Desde un punto de vista militar, parecía el lugar idóneo para erigir una fortaleza protegida entre los bosques y las colinas; pero era de suponer que, simplemente, los aldeanos habían llegado primero.
Peñasco no era una aldea especialmente grande. Mientras se aproximaban, los shinobi podrían ver que consistía en varios grupos de casas bajas, construidas con piedra y tejados de madera y paja, una explanada que hacía las veces de plaza y lugar de reunión, una taberna, unos establos y una herrería. La mayoría del pueblo subsiste de la minería y la cría de recios caballos.
Ya estaba atardeciendo, y cuando los ninjas por fin pisaran la primera de las pocas calles de Peñasco, un detalle simple pero inevitablemente llamativo se haría evidente; no había una sola alma por allí. Un vistazo rápido revelaría que todas las casas parecían estar cerradas, así como la herrería y el establo. Sin embargo, un tenue murmullo se escuchaba a lo lejos: parecía provenir de la plaza. Si decidían acercarse, se toparían de camino con un bulto harapiento y maloliente —Nabi sentiría incluso náuseas—; el borracho del pueblo, tirado junto a la puerta cerrada de la taberna y probablemente esperando a que volviese a abrir. El tipo apenas repararía en ellos, revolviéndose en sus propios harapos al oírles acercarse y murmurando algo ininteligible.
Cuando llegaran a la plaza, verían que era ahí donde estaba concentrada la gente de Peñasco. Una gran hoguera ardía en el centro, y frente a ella se encontraban un tipo vestido con túnica negra, y otro que —a juzgar por su indumentaria— parecía ser Tōjen Bonizatsu, el alguacil. Junto a ellos, una mujer y una chica de la edad de los ninjas lloraban desconsoladamente. El resto del pueblo se había congregado frente a la hoguera, a una distancia de varios pasos del sacerdote, el alguacil y las dos féminas de luto.
Era de presumir que en aquella hoguera se estaba quemando el cuerpo de la niña asesinada.