2/11/2018, 15:24
—No debiste hacer eso, porque ahora… ahora tendré que vengarme. Y ya has visto que mis venganzas son temibles y despiadadas.
Y Eri no supo qué hacer después.
Los tres cautos llegaron por fin a Peñasco, Datsue, que lo único que hacía era quejarse, se encontraba alejado de Eri, o mejor dicho, ella de él, pues no parecía muy feliz tras lo vivido durante aquel viaje. Aunque a veces se descubría a sí misma haciéndole burla a sus espaldas.
El pueblo en sí estaba situado en un pequeño claro, y no parecía excesivamente grande. Las casas parecían pequeñas, y podía ver ciertos lugares que parecían importantes como una plaza, taberna, unos establos y, como no, una herrería. Eri contemplaba todos los lugares sin separarse demasiado de sus compañeros, y divisó que al parecer todo estaba cerrado.
Lo único que escuchaba era un pequeño murmullo que parecía provenir de la plaza, y Eri, que parecía liderar al pequeño grupo, encaminó sus pasos hacia allí, pasando por el lugar donde estaba tirado un borracho —tuvo que poner la mano sobre su nariz para evitar intoxicarse por el nauseabundo olor—. Una vez llegaron a la plaza, presenciaron una escena que sin duda podían haber preferido no mirar: la tristeza inundaba el lugar, pues, en el centro, había una gran hogera con algo quemándose en ella, y por el objeto en cuestión, parecía un cuerpo, un cuerpo pequeño.
Eri ahogó un grito de sorpresa, y se mantuvo al margen mientras observaba lo que ocurría: vio al alguacil, al sacerdote y a dos mujeres cercanas a la hoguera —presuponía que serían familiares— así que echó una mirada a sus compañeros y aguardó en silencio.
Lo mejor sería esperar a que el alguacil terminase con el evento para preguntar.
Y Eri no supo qué hacer después.
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Los tres cautos llegaron por fin a Peñasco, Datsue, que lo único que hacía era quejarse, se encontraba alejado de Eri, o mejor dicho, ella de él, pues no parecía muy feliz tras lo vivido durante aquel viaje. Aunque a veces se descubría a sí misma haciéndole burla a sus espaldas.
El pueblo en sí estaba situado en un pequeño claro, y no parecía excesivamente grande. Las casas parecían pequeñas, y podía ver ciertos lugares que parecían importantes como una plaza, taberna, unos establos y, como no, una herrería. Eri contemplaba todos los lugares sin separarse demasiado de sus compañeros, y divisó que al parecer todo estaba cerrado.
Lo único que escuchaba era un pequeño murmullo que parecía provenir de la plaza, y Eri, que parecía liderar al pequeño grupo, encaminó sus pasos hacia allí, pasando por el lugar donde estaba tirado un borracho —tuvo que poner la mano sobre su nariz para evitar intoxicarse por el nauseabundo olor—. Una vez llegaron a la plaza, presenciaron una escena que sin duda podían haber preferido no mirar: la tristeza inundaba el lugar, pues, en el centro, había una gran hogera con algo quemándose en ella, y por el objeto en cuestión, parecía un cuerpo, un cuerpo pequeño.
Eri ahogó un grito de sorpresa, y se mantuvo al margen mientras observaba lo que ocurría: vio al alguacil, al sacerdote y a dos mujeres cercanas a la hoguera —presuponía que serían familiares— así que echó una mirada a sus compañeros y aguardó en silencio.
Lo mejor sería esperar a que el alguacil terminase con el evento para preguntar.