16/02/2019, 17:44
Abatido, Hanabi resopló y comenzó a caminar.
—Oh, vamos... ¡no me dejes así! Al menos Eri-san no me dijo que no. ¿Vas a dejar que ella te gane, Datsue? —chantajeó—. Quiero probar hasta donde llega la fuerza que atisbé en el examen de chuunin.
Y así, Datsue y Hanabi se dirigieron a casa de Aiko, ante las ya no tan incrédulas miradas de los habitantes de Uzushiogakure que, para bien o para mal, ya se habían acostumbrado un poco a ver a Sarutobi Hanabi caminando como si nada por entre las callejuelas de la villa. Cruzaron una plaza con una fuente que Datsue no había visto jamás, dieron un par de giros y pasaron por detrás del Edificio del Uzukage. Justo un par de calles detrás, había otra plaza, con tres casitas pequeñas. Allí, brillando como un lucero a la luz del atardecer, estaba la casa blanca de Aiko, la del centro.
El Uzukage se adelantó y llamó a la puerta. Datsue estaba detrás de él cuando alguien la abrió desde dentro.
—Aiko-san... sí. Sí, aquí está él. Por favor, ten paciencia, sé que es mucho que asimilar pero... Ya. Ya lo sé, pero él se muere de ganas por verte. No, yo no me puedo quedar. Vale, Aiko. Si tienes algún problema ya sabes dónde estoy.
Hanabi se dio la vuelta y caminó hacia Datsue.
—Bueno, Datsue-kun. Ya sabes, tengo mucho trabajo. —Le guiñó un ojo. Y estalló en una nube de humo.
Y allí estaba ella. Watasashi Aiko, la mujer de la que se había enamorado perdidamente y que, para bien o para mal, había cambiado el destino de Oonindo. Estaba algo cambiada. El pelo había seguido creciendo dentro del sello, así que lo llevaba muy largo, por debajo de la espalda. Casi parecía mezclarse a la perfección con las Uzumaki de la villa. Vestía un vestido blanco, largo. No le pegaba para nada.
Pero era la ropa que le habían puesto en casa, claro.
—Oh, vamos... ¡no me dejes así! Al menos Eri-san no me dijo que no. ¿Vas a dejar que ella te gane, Datsue? —chantajeó—. Quiero probar hasta donde llega la fuerza que atisbé en el examen de chuunin.
Y así, Datsue y Hanabi se dirigieron a casa de Aiko, ante las ya no tan incrédulas miradas de los habitantes de Uzushiogakure que, para bien o para mal, ya se habían acostumbrado un poco a ver a Sarutobi Hanabi caminando como si nada por entre las callejuelas de la villa. Cruzaron una plaza con una fuente que Datsue no había visto jamás, dieron un par de giros y pasaron por detrás del Edificio del Uzukage. Justo un par de calles detrás, había otra plaza, con tres casitas pequeñas. Allí, brillando como un lucero a la luz del atardecer, estaba la casa blanca de Aiko, la del centro.
El Uzukage se adelantó y llamó a la puerta. Datsue estaba detrás de él cuando alguien la abrió desde dentro.
—Aiko-san... sí. Sí, aquí está él. Por favor, ten paciencia, sé que es mucho que asimilar pero... Ya. Ya lo sé, pero él se muere de ganas por verte. No, yo no me puedo quedar. Vale, Aiko. Si tienes algún problema ya sabes dónde estoy.
Hanabi se dio la vuelta y caminó hacia Datsue.
—Bueno, Datsue-kun. Ya sabes, tengo mucho trabajo. —Le guiñó un ojo. Y estalló en una nube de humo.
Y allí estaba ella. Watasashi Aiko, la mujer de la que se había enamorado perdidamente y que, para bien o para mal, había cambiado el destino de Oonindo. Estaba algo cambiada. El pelo había seguido creciendo dentro del sello, así que lo llevaba muy largo, por debajo de la espalda. Casi parecía mezclarse a la perfección con las Uzumaki de la villa. Vestía un vestido blanco, largo. No le pegaba para nada.
Pero era la ropa que le habían puesto en casa, claro.