23/10/2020, 20:41
Hanabi aceptó la invitación de Shanise de buena gana. No tenía pensado quedarse todo el día allí, pero un zumito rápido no hacía daño.
—¡Claro! Hay que mantener la tradición —dijo, sin darle importancia a las dudas de Ayame. Todos los que estaban allí habían pasado por esa fase, de una u otra manera.
La caminata al centro de Tanzaku fue tranquila y anodina. El férreo y constante patrullaje por parte de los samuráis de Kaito Shōkai habían convertido la capital en una ciudad de lo más limpia y segura. Si antaño no era extraño encontrarse de bruces con algún tipo de fechoría, un borracho tirado en el suelo o alguna disputa entre jóvenes y no tan jóvenes ya pasados de copas a la luz del día, ahora lo más que te podías encontrar era con los gritos de algún vendedor anunciando el precio de su mercancía en el mercado.
El mundo cambiaba. A veces para mejor.
Cuando Hanabi pidió una bebida junto a Katsudon —el Akimichi pidió también un pan untado en aceite con jamón para acompañar—, se dio cuenta que la ya tradicional reunión informal tras la formal también había cambiado. No solo se trataba de que no hubiese representación por parte de Kusagakure. Era más que eso. Ahora en su mano ya no reposaba una copa de kimada cuyo alcohol había sido consumido parcialmente por las llamas, sino un zumo. Tampoco tenía a su lado una enérgica Yui capaz de ventilarse de un trago una copa entera y al segundo siguiente ponerse a cantar a viva voz la canción de Amenokami. En su lugar tenía a una Shanise mucho más serena y tranquila, con una Ayame que, como la primera flor del cerezo en primavera, transmitía por su sola presencia, el cambio generacional.
El mundo cambiaba. A veces no para mejor. Ni para peor. Simplemente cambiaba.
—¡Claro! Hay que mantener la tradición —dijo, sin darle importancia a las dudas de Ayame. Todos los que estaban allí habían pasado por esa fase, de una u otra manera.
La caminata al centro de Tanzaku fue tranquila y anodina. El férreo y constante patrullaje por parte de los samuráis de Kaito Shōkai habían convertido la capital en una ciudad de lo más limpia y segura. Si antaño no era extraño encontrarse de bruces con algún tipo de fechoría, un borracho tirado en el suelo o alguna disputa entre jóvenes y no tan jóvenes ya pasados de copas a la luz del día, ahora lo más que te podías encontrar era con los gritos de algún vendedor anunciando el precio de su mercancía en el mercado.
El mundo cambiaba. A veces para mejor.
Cuando Hanabi pidió una bebida junto a Katsudon —el Akimichi pidió también un pan untado en aceite con jamón para acompañar—, se dio cuenta que la ya tradicional reunión informal tras la formal también había cambiado. No solo se trataba de que no hubiese representación por parte de Kusagakure. Era más que eso. Ahora en su mano ya no reposaba una copa de kimada cuyo alcohol había sido consumido parcialmente por las llamas, sino un zumo. Tampoco tenía a su lado una enérgica Yui capaz de ventilarse de un trago una copa entera y al segundo siguiente ponerse a cantar a viva voz la canción de Amenokami. En su lugar tenía a una Shanise mucho más serena y tranquila, con una Ayame que, como la primera flor del cerezo en primavera, transmitía por su sola presencia, el cambio generacional.
El mundo cambiaba. A veces no para mejor. Ni para peor. Simplemente cambiaba.