4/12/2020, 16:02
Eran las tres menos cuarto de un Mizuyōbi cualquiera, para casi todo el mundo, menos para Tsukiyama Daigo y Sagiso Ranko. Los muchachos caminaban hacia el Dojo de la Tortuga Ciega, una de las sedes de la academia más apartadas, si es que en Kusagakure había algo a lo que se le pudiera llamar academia. La Academia, como tal, era más una institución que un sitio en concreto. Muchos dojos, como este, dedicaban su esfuerzo en educar al menor número de alumnos posible.
Se les había indicado que el dojo estaba en la parte norte de la villa. Este, en concreto, estaba muy, muy al norte, tras atravesar el bosque, al filo de los acantilados. Hacía un día particularmente gris, impropio de Kusagakure, pero no extravagante, bien entrado el invierno. El viento del mar venía frío, y el aire bufaba con la fuerza de Fūjin.
Aunque habían tenido que pedir indicaciones, una vez se despejó el terreno de árboles y escucharon las olas romper contra las rocas, allá abajo, el dojo se les reveló sin que tuvieran que prestarle atención. Pues el pintoresco edificio de madera tenía por tejado una concha de tortuga gigante. Uno podría haber asegurado que le faltaba unas gafas de sol para que hiciese honor al nombre.
—¡¡VAMOS!! ¡¡ENTRENAMIENTO DE MÁXIMO ESFUERZO!! —Los gritos del sensei de la academia surcaron el viento sin problemas en aquella despejada y llana protuberancia hacia el mar. Debía de ser alguien muy severo, o alguien muy emocionado. Una de las dos.
La entrada al dojo estaba precedida de unas escaleras de madera. Una en cada lado, dos alumnas balanceaban las piernas, sentadas, mientras comentaban tranquilamente cosas normales. Normales.
¿Normales?
—¿Sabes? Kūmi ya lanzó su línea de botines.
—¡No! ¿De verdad? ¡Moku Kūmi! ¡Te las verás conmigo! ¡Seré mejor diseñadora que tú, ya lo verás! —Diseñadora. Pues se había equivocado de academia.
Daigo y Ranko no llegarían a llamar a la puerta. Los gritos cesarían apenas comenzaron a acercarse. Y la puerta se abrió de golpe. Allí, un señor encorvado con una barba larga y puntiaguda y unas cejas también extraordinariamente en caída —que les recordaron a las de Senju Yubiwa, otrora miembro de la aldea— les recibió con una sonrisa. Vestía una túnica blanca y de un color púrpura muy claro, de estilo oriental, con broches dorados en el centro; calzaba unas botas marrones y las mangas de la chaqueta parecían tan largas que apenas podían verle la punta de los dedos. Se frotó las manos y les devolvió una mirada ausente. Ojos blancos, que parecían ver más allá de ellos. Habían encontrado al ciego. Ya no le hacían falta las gafas de sol al dojo.
—Sagiso Ranko, Tsukiyama Daigo —dijo, con voz calmada—. Bienvenidos. Llegáis a punto para la demostración. Enseñadle a estos zoquetes de mis alumnos cómo se lucha de verdad. ¡Máximo esfuerzo! —Sin más explicación, y sin darles un nombre por el que referirse a él, el tipo se dio la vuelta y caminó hacia el centro de la sala, sorteando los... trémulos cuerpos... de sus alumnos. Eran al menos seis, todos magullados y balbuceando—. ¡Vamos, vamos, volved a las sillas! ¡Estos chicos os van a demostrar cómo se pelea! —Señaló al fondo de la clase. Unas cuantas sillas estaban dispuestas pegadas a la pared. Los niños se levantaron; algunos se arrastraron, hacia sus asientos. Y les miraron con pena. Con mucha pena. Como si se estuvieran... ¿compadeciendo?
—Cuidado, por favor... —susurró uno de los niños al pasar a su lado.
El maestro les hizo una reverencia. Aunque no estaba mirándoles a ellos, sino a una pared que tenían al lado. Por lo visto, no se ubicaba muy bien.
—Adelante. Demostradle al viejo Zaofu que todavía quedan buenos luchadores en esta aldea de perdedores, ¡ñejejejeje! —El ciego adoptó una pose de combate algo extraña, una mano adelantada hacia adelante, la otra con el codo retraído hacia atrás. Mostrándoles las palmas de las manos. Bueno, a ellos no, a la pared que tenían al lado.
Pero Daigo sintió algo, muy dentro de sí. Algo que le perturbó enormemente. ¿Dónde había visto...?
Se les había indicado que el dojo estaba en la parte norte de la villa. Este, en concreto, estaba muy, muy al norte, tras atravesar el bosque, al filo de los acantilados. Hacía un día particularmente gris, impropio de Kusagakure, pero no extravagante, bien entrado el invierno. El viento del mar venía frío, y el aire bufaba con la fuerza de Fūjin.
Aunque habían tenido que pedir indicaciones, una vez se despejó el terreno de árboles y escucharon las olas romper contra las rocas, allá abajo, el dojo se les reveló sin que tuvieran que prestarle atención. Pues el pintoresco edificio de madera tenía por tejado una concha de tortuga gigante. Uno podría haber asegurado que le faltaba unas gafas de sol para que hiciese honor al nombre.
—¡¡VAMOS!! ¡¡ENTRENAMIENTO DE MÁXIMO ESFUERZO!! —Los gritos del sensei de la academia surcaron el viento sin problemas en aquella despejada y llana protuberancia hacia el mar. Debía de ser alguien muy severo, o alguien muy emocionado. Una de las dos.
La entrada al dojo estaba precedida de unas escaleras de madera. Una en cada lado, dos alumnas balanceaban las piernas, sentadas, mientras comentaban tranquilamente cosas normales. Normales.
¿Normales?
—¿Sabes? Kūmi ya lanzó su línea de botines.
—¡No! ¿De verdad? ¡Moku Kūmi! ¡Te las verás conmigo! ¡Seré mejor diseñadora que tú, ya lo verás! —Diseñadora. Pues se había equivocado de academia.
Daigo y Ranko no llegarían a llamar a la puerta. Los gritos cesarían apenas comenzaron a acercarse. Y la puerta se abrió de golpe. Allí, un señor encorvado con una barba larga y puntiaguda y unas cejas también extraordinariamente en caída —que les recordaron a las de Senju Yubiwa, otrora miembro de la aldea— les recibió con una sonrisa. Vestía una túnica blanca y de un color púrpura muy claro, de estilo oriental, con broches dorados en el centro; calzaba unas botas marrones y las mangas de la chaqueta parecían tan largas que apenas podían verle la punta de los dedos. Se frotó las manos y les devolvió una mirada ausente. Ojos blancos, que parecían ver más allá de ellos. Habían encontrado al ciego. Ya no le hacían falta las gafas de sol al dojo.
—Sagiso Ranko, Tsukiyama Daigo —dijo, con voz calmada—. Bienvenidos. Llegáis a punto para la demostración. Enseñadle a estos zoquetes de mis alumnos cómo se lucha de verdad. ¡Máximo esfuerzo! —Sin más explicación, y sin darles un nombre por el que referirse a él, el tipo se dio la vuelta y caminó hacia el centro de la sala, sorteando los... trémulos cuerpos... de sus alumnos. Eran al menos seis, todos magullados y balbuceando—. ¡Vamos, vamos, volved a las sillas! ¡Estos chicos os van a demostrar cómo se pelea! —Señaló al fondo de la clase. Unas cuantas sillas estaban dispuestas pegadas a la pared. Los niños se levantaron; algunos se arrastraron, hacia sus asientos. Y les miraron con pena. Con mucha pena. Como si se estuvieran... ¿compadeciendo?
—Cuidado, por favor... —susurró uno de los niños al pasar a su lado.
El maestro les hizo una reverencia. Aunque no estaba mirándoles a ellos, sino a una pared que tenían al lado. Por lo visto, no se ubicaba muy bien.
—Adelante. Demostradle al viejo Zaofu que todavía quedan buenos luchadores en esta aldea de perdedores, ¡ñejejejeje! —El ciego adoptó una pose de combate algo extraña, una mano adelantada hacia adelante, la otra con el codo retraído hacia atrás. Mostrándoles las palmas de las manos. Bueno, a ellos no, a la pared que tenían al lado.
Pero Daigo sintió algo, muy dentro de sí. Algo que le perturbó enormemente. ¿Dónde había visto...?
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