24/03/2021, 22:44
Y justo antes de que el ceremonial Estadio de Bambú terminara de echárseles encima, un último pensamiento cruzó la mente de Sagiso Ranko y Tsukiyama Daigo antes de que sus vidas se vieran apagadas como la llama de una vela soplada: Iban a llegar tarde a su cita con Violeta.
Humo, polvo, caos y destrucción. Los habitantes de Kusagakure contemplaban horrorizados la caída de uno de los monumentos de su aldea. No terminaban de comprender qué era lo que había pasado. Ni lo que estaba por suceder. El terror les hizo chillar, les hizo correr tan rápido como les permitían las piernas, y la estampida pronto cubrió toda la aldea.
Lo último que se vio fue el delicado y apenado vuelo de una mariposa surcando los restos del estadio...
Ambos despertaron casi a la vez, aunque Daigo lo hizo unos segundos antes gracias a su gran fuerza de voluntad. Sin embargo, fuera de los brazos de Morfeo el mundo era cruel e inhóspito, y ambos sintieron un insoportable dolor recorrerles de arriba a abajo. Ni siquiera podían moverse: ambos debían tener varios huesos rotos por todo el cuerpo, pero Daigo además sentía una punzada constante en la cabeza que le impedía pensar con claridad.
Cuando pudieron despejarse mínimamente verían que estaban en un lugar oscuro, húmedo y apenas iluminado por la titilante luz de varias antorchas encendidas que pendían de las paredes. Varias raíces recorrían serpentantes el techo, sujetándolo sobre sus cabezas. Estaban tumbados, uno junto al otro, en improvisados futones, y ambos estaban vendados como momias.
Alguien se inclinó sobre Daigo y le apartó unos mechones de brillante cabello verde de la frente. Una mujer de tez oscura y ojos impenetrables, siempre cubiertos detrás de un antifaz con forma de mariposa, y que ahora presentaba un ala rota.
—Daigo, Ranko, ¿podéis oírme? ¿Cómo os encontráis?
Ella también estaba magullada. Su implecable túnica de Morikage estaba manchada de polvo, rasgada en algunos puntos, pero Aburame Kintsugi conservaba aquella fría calma que la caracterizaba.
Humo, polvo, caos y destrucción. Los habitantes de Kusagakure contemplaban horrorizados la caída de uno de los monumentos de su aldea. No terminaban de comprender qué era lo que había pasado. Ni lo que estaba por suceder. El terror les hizo chillar, les hizo correr tan rápido como les permitían las piernas, y la estampida pronto cubrió toda la aldea.
Lo último que se vio fue el delicado y apenado vuelo de una mariposa surcando los restos del estadio...
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Ambos despertaron casi a la vez, aunque Daigo lo hizo unos segundos antes gracias a su gran fuerza de voluntad. Sin embargo, fuera de los brazos de Morfeo el mundo era cruel e inhóspito, y ambos sintieron un insoportable dolor recorrerles de arriba a abajo. Ni siquiera podían moverse: ambos debían tener varios huesos rotos por todo el cuerpo, pero Daigo además sentía una punzada constante en la cabeza que le impedía pensar con claridad.
Cuando pudieron despejarse mínimamente verían que estaban en un lugar oscuro, húmedo y apenas iluminado por la titilante luz de varias antorchas encendidas que pendían de las paredes. Varias raíces recorrían serpentantes el techo, sujetándolo sobre sus cabezas. Estaban tumbados, uno junto al otro, en improvisados futones, y ambos estaban vendados como momias.
Alguien se inclinó sobre Daigo y le apartó unos mechones de brillante cabello verde de la frente. Una mujer de tez oscura y ojos impenetrables, siempre cubiertos detrás de un antifaz con forma de mariposa, y que ahora presentaba un ala rota.
—Daigo, Ranko, ¿podéis oírme? ¿Cómo os encontráis?
Ella también estaba magullada. Su implecable túnica de Morikage estaba manchada de polvo, rasgada en algunos puntos, pero Aburame Kintsugi conservaba aquella fría calma que la caracterizaba.