31/12/2021, 16:44
(Última modificación: 14/01/2022, 16:26 por Amedama Daruu. Editado 1 vez en total.)
Era un día triste para todos. Rostros fúnebres observaban la efigie con foto que se había atado al mástil del barco. Como con la ceremonia de los Deseos Ahogados, para el funeral de Yui se había reservado un día en el que la tormenta estaba particularmente furiosa. Y en completo silencio, Hōzuki Shanise, en un estrado improvisado en una de las plataformas del Gran Lago a las afueras de la aldea, cortó el cabo y soltó el barco. Quedó inmóvil, como la multitud congregada en varias plataformas y a lo largo del puente. Parecía muda —el sonido de la lluvia la acallaba—, pero como muchos, lloraba la muerte de Yui.
El rayo hendió el aire y chocó contra el mástil del barco, haciéndolo estallar. Las llamas engulleron la efigie de Yui y hundieron la embarcación poco a poco. Solo cuando no hubo ni rastro de ambas cosas, como marcaba la tradición, Hōzuki Shanise se dio la vuelta. Ajustó el micrófono del estrado y se aclaró la garganta. Su voz todavía sonaba débil cuando habló:
—Hermanos. Hijos de la Tormenta, hoy despedimos el cuerpo mortal de una leyenda. La Eterna Tormenta —comenzó—. Como ya sabéis, antes de morir, Yui designó a los shinobi y kunoichi del país la labor de gobernarlo. Se autodenominó Tormenta y me dejó el sombrero. Hoy yo debería tomar su puesto y elegir a un sucesor. Pero voy a utilizar el poder que me otorga esta sucesión para honrarla en la muerte y para siempre. La Primera y Última Tormenta. La Eterna Tormenta. ¡Amekoro Yui! —Shanise alzó el brazo con el puño cerrado y gritó su nombre a los cuatro vientos. La mayoría entre la multitud se vio arrastrada por el peso que cargaba el nombre de su anterior Kage y Tormenta y lanzó vivas y hurras por todo lo que ella significó. Pero otros murmuraron confundidos—. No cambiaré de sombrero hoy. Seguiré siendo Arashikage... y gobernaré el país. No os confundáis —dijo, previendo la obvia reacción—, lo hago porque Yui significó tanto para este país que no puedo dejarla marchar y tomar su nombre. Soy indigna. ¡Ese nombre es suyo y solo suyo! ¡Y nosotros somos sus hijos! ¡Durante mucho tiempo tomamos el nombre de Hijos de la Tormenta! ¡Así es como nos llamaba Yui! ¡Hijos de la Tormenta! ¡Y cuando pensáis en la Tormenta, lo hacéis en ella, no en mí! ¡Por eso hoy la declaro de nuevo a ella como la Eterna Tormenta! ¡Y nosotros seremos sus Hijos para siempre! ¡Los Hijos de la Eterna Tormenta!
Esta vez sí hubo vítores. La gente se emocionó. Incluso en la muerte, Yui seguía echándose la voluntad de todos encima de los hombros. Shanise sonrió, lloró y buscó una mirada concreta entre el público.
—Gobernaré con la ayuda de un Consejo no permanente de mis jōnin más allegados, veteranos de la aldea y los Gobernadores de Shinogi-to y Coladragón... con el tiempo, también con el nuevo Gobernador de Yukio. ¿Qué pasa? ¡Sí! ¡Yukio! ¡Levantad esas putas barbillas! —bramó Shanise—. ¡Sí, ella murió en Yukio! ¡Murió, pero no perdió, Hermanos! ¿¡Creéis que me voy a quedar sentada sin hacer nada!? ¿¡Vais vosotros a hacerlo!?
»Llorad, Hermanos. ¡¡Llorad, sí!! Permitíos llorar hoy, porque no podréis hacerlo mañana... ¡porque mañana, iremos a la guerra!
»¡Porque somos los Hijos de la Eterna Tormenta! ¡Los hijos e hijas de puta más fuertes, temibles y orgullosos del Oonindo occidental!
»¡Porque demostraremos a ese maldito zorro que en realidad Amekoro Yui no perdió! ¡Que solo ganaba tiempo para que nosotros terminásemos la hazaña!
»¡Viva la Madre Tormenta, nuestra Madre, nuestra Eterna Tormenta! ¡Viva Amekoro Yui!
La gente estalló a gritar, a llorar, a reír... un clamor lleno de euforia, de dolor, pero también de esperanza. Shanise, abatida, apagó el micrófono y dejó caer los hombros hacia adelante. Como discurso, tendría que servir. Es todo lo que ella podía hacer. Se dio lentamente la vuelta y, tal y como ella misma había dicho, se permitió llorar una última vez. Miró, a lo lejos, a donde había estado el barco. Apenas dos tablones de madera se resistían a hundirse, a pesar del oleaje. A pesar de la lluvia torrencial. Ni siquiera entonces, de aquella manera, Yui se daba por vencida.
»Vivirás por siempre, cariño... buen viaje —susurró a la nada. Y se enderezó, orgullosa.
Y no marchó hasta que sólo estuvo ella y el rugido de las olas y la Tormenta. Hasta que todo el mundo hubo marchado a casa. Hasta que pudo darse la vuelta y encontrarse con el puente despejado.
Así nadie podría ver que ni siquiera mañana podría conseguir dejar de llorar.
El rayo hendió el aire y chocó contra el mástil del barco, haciéndolo estallar. Las llamas engulleron la efigie de Yui y hundieron la embarcación poco a poco. Solo cuando no hubo ni rastro de ambas cosas, como marcaba la tradición, Hōzuki Shanise se dio la vuelta. Ajustó el micrófono del estrado y se aclaró la garganta. Su voz todavía sonaba débil cuando habló:
—Hermanos. Hijos de la Tormenta, hoy despedimos el cuerpo mortal de una leyenda. La Eterna Tormenta —comenzó—. Como ya sabéis, antes de morir, Yui designó a los shinobi y kunoichi del país la labor de gobernarlo. Se autodenominó Tormenta y me dejó el sombrero. Hoy yo debería tomar su puesto y elegir a un sucesor. Pero voy a utilizar el poder que me otorga esta sucesión para honrarla en la muerte y para siempre. La Primera y Última Tormenta. La Eterna Tormenta. ¡Amekoro Yui! —Shanise alzó el brazo con el puño cerrado y gritó su nombre a los cuatro vientos. La mayoría entre la multitud se vio arrastrada por el peso que cargaba el nombre de su anterior Kage y Tormenta y lanzó vivas y hurras por todo lo que ella significó. Pero otros murmuraron confundidos—. No cambiaré de sombrero hoy. Seguiré siendo Arashikage... y gobernaré el país. No os confundáis —dijo, previendo la obvia reacción—, lo hago porque Yui significó tanto para este país que no puedo dejarla marchar y tomar su nombre. Soy indigna. ¡Ese nombre es suyo y solo suyo! ¡Y nosotros somos sus hijos! ¡Durante mucho tiempo tomamos el nombre de Hijos de la Tormenta! ¡Así es como nos llamaba Yui! ¡Hijos de la Tormenta! ¡Y cuando pensáis en la Tormenta, lo hacéis en ella, no en mí! ¡Por eso hoy la declaro de nuevo a ella como la Eterna Tormenta! ¡Y nosotros seremos sus Hijos para siempre! ¡Los Hijos de la Eterna Tormenta!
Esta vez sí hubo vítores. La gente se emocionó. Incluso en la muerte, Yui seguía echándose la voluntad de todos encima de los hombros. Shanise sonrió, lloró y buscó una mirada concreta entre el público.
—Gobernaré con la ayuda de un Consejo no permanente de mis jōnin más allegados, veteranos de la aldea y los Gobernadores de Shinogi-to y Coladragón... con el tiempo, también con el nuevo Gobernador de Yukio. ¿Qué pasa? ¡Sí! ¡Yukio! ¡Levantad esas putas barbillas! —bramó Shanise—. ¡Sí, ella murió en Yukio! ¡Murió, pero no perdió, Hermanos! ¿¡Creéis que me voy a quedar sentada sin hacer nada!? ¿¡Vais vosotros a hacerlo!?
»Llorad, Hermanos. ¡¡Llorad, sí!! Permitíos llorar hoy, porque no podréis hacerlo mañana... ¡porque mañana, iremos a la guerra!
»¡Porque somos los Hijos de la Eterna Tormenta! ¡Los hijos e hijas de puta más fuertes, temibles y orgullosos del Oonindo occidental!
»¡Porque demostraremos a ese maldito zorro que en realidad Amekoro Yui no perdió! ¡Que solo ganaba tiempo para que nosotros terminásemos la hazaña!
»¡Viva la Madre Tormenta, nuestra Madre, nuestra Eterna Tormenta! ¡Viva Amekoro Yui!
La gente estalló a gritar, a llorar, a reír... un clamor lleno de euforia, de dolor, pero también de esperanza. Shanise, abatida, apagó el micrófono y dejó caer los hombros hacia adelante. Como discurso, tendría que servir. Es todo lo que ella podía hacer. Se dio lentamente la vuelta y, tal y como ella misma había dicho, se permitió llorar una última vez. Miró, a lo lejos, a donde había estado el barco. Apenas dos tablones de madera se resistían a hundirse, a pesar del oleaje. A pesar de la lluvia torrencial. Ni siquiera entonces, de aquella manera, Yui se daba por vencida.
»Vivirás por siempre, cariño... buen viaje —susurró a la nada. Y se enderezó, orgullosa.
Y no marchó hasta que sólo estuvo ella y el rugido de las olas y la Tormenta. Hasta que todo el mundo hubo marchado a casa. Hasta que pudo darse la vuelta y encontrarse con el puente despejado.
Así nadie podría ver que ni siquiera mañana podría conseguir dejar de llorar.