16/10/2022, 12:27
Shuzaku se había mantenido en un meditativo silencio todo aquel tiempo. Había pasado por demasiado en muy poco tiempo, y también eran demasiadas las cosas que debía asimilar. Hacía poco que se había colocado aquella bandana en la frente y desde aquel mismo momento se había prometido proteger a la aldea y a sus habitantes de cualquier amenaza. Pero acababa de descubrir que no era lo mismo decirlo de boquilla, por muy henchida de orgullo que estuviera, que enfrentarse a la cruda realidad. Suzaku, como genin novata, sabía que sus misiones no siempre serían de rescatar gatos y arrancar las malas hierbas del jardín de algún anciano, pero en su imaginación dilatada de combates épicos no cabía lo que había presenciado en las costas del País del Rayo: El metálico olor a sangre, polvo y sudor aún la perseguía, aún podía ver las siluetas de los cuerpos caídos cuando cerraba los ojos; y el miedo... El miedo era lo peor porque la hacía sentir culpable. Porque no era sólo miedo a perder a su hermana, no era sólo miedo a perder aquella guerra, ni siquiera era sólo miedo a perder su hogar...
Era miedo a perder su propia vida.
Y aún así no formuló sus inquietudes en voz alta. Fiel a su promesa, Suzaku había avanzado junto a su hermana al amparo de su Uzukage y ahora volaban hacia los Arrozales del Silencio del País del Bosque. Jamás admitiría que había acudido a él, no por proteger Uzushiogakure, sino porque en realidad se sentía más protegida con él que quedándose en aquellas costas plagadas de cadáveres y amenazas invisibles. Se había mantenido en silencio, hasta que aquel gigantesco ente esmeralda se desmoronó. Todos sus integrantes cayeron al vacío y Suzaku, con un chillido de sorpresa y terror se intentó agarrar a lo primero que alcanzó con sus manos: su hermana Umi.
Y entonces ocurrió lo impensable. De un momento a otro, Suzaku sintió un fuerte impacto que le cortó la respiración momentáneamente. Escuchó a lo lejos la voz de Hana preguntando si estaban bien, pero cuando intentó responder se le quedaron atascadas las palabras en la garganta. Porque ahora se encontraban sobre la panza de lo que parecía ser un tanuki gigantesco, de pelaje del color de la arena, con marcas zigzagueantes negras y unos escalofriantes ojos dorados cuya pupila tenía la forma de un diamante rodeado por cuatro orbes.
—Q... Q... ¡¿QUÉ ES ESO?! —gritó, señalando el rostro del enorme tanuki.
—Muchas gracias, señor Shukaku —intervino Hayato. Y Suzaku se volvió hacia él, llena de sorpresa. ¿Shukaku? ¿Señor?—. ¿La estación quedaba hacia allá?
Pero la pregunta del shinobi no fue respondida directamente por el Shukaku, sino por el paisaje que les rodeaba y que fue revelado cuando el flash de un relámpago lo iluminó todo a su paso. Suzaku volvió a tragar saliva. Más cadáveres. Decenas de ellos. Algunos enteros, otros...
Y, de nuevo, ese olor. Ese maldito olor.
Los arrozales se habían teñido de carmesí.
—Ahí tienes tu respuesta, Hijo. Por eso no respondían.
Las rodillas de Suzaku temblaron con violencia. Quería apartar la mirada, pero no era capaz. Cerca de ella, escuchó el inconfundible sonido de alguien vomitando. No podía culparla.
«No... No quiero... No quiero continuar...» Pensó, sobrepasada por el horror.
Era miedo a perder su propia vida.
Y aún así no formuló sus inquietudes en voz alta. Fiel a su promesa, Suzaku había avanzado junto a su hermana al amparo de su Uzukage y ahora volaban hacia los Arrozales del Silencio del País del Bosque. Jamás admitiría que había acudido a él, no por proteger Uzushiogakure, sino porque en realidad se sentía más protegida con él que quedándose en aquellas costas plagadas de cadáveres y amenazas invisibles. Se había mantenido en silencio, hasta que aquel gigantesco ente esmeralda se desmoronó. Todos sus integrantes cayeron al vacío y Suzaku, con un chillido de sorpresa y terror se intentó agarrar a lo primero que alcanzó con sus manos: su hermana Umi.
Y entonces ocurrió lo impensable. De un momento a otro, Suzaku sintió un fuerte impacto que le cortó la respiración momentáneamente. Escuchó a lo lejos la voz de Hana preguntando si estaban bien, pero cuando intentó responder se le quedaron atascadas las palabras en la garganta. Porque ahora se encontraban sobre la panza de lo que parecía ser un tanuki gigantesco, de pelaje del color de la arena, con marcas zigzagueantes negras y unos escalofriantes ojos dorados cuya pupila tenía la forma de un diamante rodeado por cuatro orbes.
—Q... Q... ¡¿QUÉ ES ESO?! —gritó, señalando el rostro del enorme tanuki.
—Muchas gracias, señor Shukaku —intervino Hayato. Y Suzaku se volvió hacia él, llena de sorpresa. ¿Shukaku? ¿Señor?—. ¿La estación quedaba hacia allá?
Pero la pregunta del shinobi no fue respondida directamente por el Shukaku, sino por el paisaje que les rodeaba y que fue revelado cuando el flash de un relámpago lo iluminó todo a su paso. Suzaku volvió a tragar saliva. Más cadáveres. Decenas de ellos. Algunos enteros, otros...
Y, de nuevo, ese olor. Ese maldito olor.
Los arrozales se habían teñido de carmesí.
—Ahí tienes tu respuesta, Hijo. Por eso no respondían.
Las rodillas de Suzaku temblaron con violencia. Quería apartar la mirada, pero no era capaz. Cerca de ella, escuchó el inconfundible sonido de alguien vomitando. No podía culparla.
«No... No quiero... No quiero continuar...» Pensó, sobrepasada por el horror.