El escudo, las espadas y los cerezos silvestres

[Uchiha Datsue]

Desde luego, no podía decirse que las entrevistas con sus genins estuviesen siendo fáciles. Posiblemente, aquella última fue la que peor sabor de boca le dejó. Se sentía mal por habérselo soltado así a Nabi, de manera tan abrupta. Pero, ¿cómo iba a imaginárselo? ¿Cómo iba a imaginarse que ni sus padres ni sus hermanas le hubiesen puesto al tanto de la situación de Eri? No fue hasta que mencionó a la kunoichi que se dio cuenta: el cabrón no se había comunicado con nadie de la villa en mucho tiempo. O, de hacerlo, nadie se había atrevido a informarle de semejante tragedia por carta.

Encontró a Stuffy en el pasillo. Le dio una galletita proteica —eran las únicas que se permitía comer Datsue—, le dio un par de palmadas en la espalda y le mandó a paseo. Stuffy y él siempre habían tenido sus tiranteces: mejor no alargar demasiado el reencuentro, no fuese a enterarse que le había vuelto a cagar en el felpudo de su casa.

Regresó a su despacho y miró por la ventana.

—Así que has vuelto, perro sarnoso. —Sonrió. Ya arreglarían sus enfados. Con unas buenas hostias, de ser necesario. Lo importante es que estaba de vuelta. Y con él, ese vacío interno que sentía Datsue desde hacía mucho tiempo, que no le impedía ser feliz pero que desde luego notaba ahí, se llenó un poquito.

Algo así como un tercio de su capacidad máxima.