4/12/2022, 13:58
El sonido del trueno le devolvió la palabra, y Akame tensó todos los músculos de su cuerpo. Datsue siempre había sido emocional e impulsivo, pero después de tantos, años, su reacción todavía sorprendió al mayor de los Hermanos. Durante un segundo, el exiliado dudó sobre las intenciones de su antiguo amigo, pero cuando éste le dedicó aquellas palabras —unas que todavía recordaba con total claridad, y que le transportaron durante un instante al Valle del Fin—, supo que el Uzukage no estaba jugando. Realmente iba a intentar asesinarle.
La sombra del máximo mandatario del Remolino cruzó veloz la distancia que les separaba. Para ojos de un civil —o un ninja poco entrenado—, Datsue se habría convertido en prácticamente un borrón difuso y brillante, como los neones de Amegakure no Sato en la distancia de un callejón oscuro. Raijin rugió, furioso, cuando su hijo invocó la furia del Padre del Rayo para atravesar a Akame de parte a parte, como si fuera un cerdo. El agredido, sin embargo, formó un único sello antes de recibir la estocada mortal.
El cuerpo del Uchiha renegado desapareció en una nubecilla de humo, siendo sustituido por un inofensivo tronquito que se partió en dos, haciendo volar astillas en todas direcciones, como si fuese un trozo de mantequilla.
Akame observaba a su antiguo Hermano desde lo alto, de pie sobre una de las ramas del árbol, impasible. Cuando él le había dicho aquellas palabras a su amigo, muchos años atrás, ambos habían acabado enfrentándose a muerte; por raro que pareciese, aquella disputa les había empujado a acercarse, y a raíz de ese día su camaradería fue legendaria en todo Uzushiogakure no Sato. Datsue había acudido al Valle del Fin como un hombre de fe, con el ciego propósito de embarcarse en una misión suicida para rescatar a una muchacha que le había robado el corazón. Akame había sido, como contrapunto, su hombre de ciencia; frío, lógico, racional. Había interpuesto la vida de su Hermano a su lealtad, teniendo que enfrentarse a él para —paradójicamente— impedir que siguiera con su loco empeño y acabara muerto en las tierras de la Lluvia. Pero Akame había esperado que, irónicamente, ahora las tornas se cambiasen: que él fuese el loco dispuesto a sacrificarlo todo por su último deseo, y que Datsue se presentase como el cabal gobernante que anteponía el bienestar de sus ninjas a sus propias inclinaciones.
El renegado torció los labios en una mueca de decepción. Algunas cosas nunca cambiaban, se dijo.
—Y aun así no has aprendido nada —le espetó—, sigues siendo el mismo shinobi impulsivo de siempre. ¿Cómo pretendes llegar a Uzushio a tiempo para salvar a tu gente si me matas, aquí y ahora?
Dejó que la pregunta calara no sólo en Datsue, sino en aquellas dos kunoichis que le acompañaban. Si lo que Aōdaisho les había dicho era cierto, la línea de tren entre los Arrozales y Uzu no Kuni había sufrido un percance.
La sombra del máximo mandatario del Remolino cruzó veloz la distancia que les separaba. Para ojos de un civil —o un ninja poco entrenado—, Datsue se habría convertido en prácticamente un borrón difuso y brillante, como los neones de Amegakure no Sato en la distancia de un callejón oscuro. Raijin rugió, furioso, cuando su hijo invocó la furia del Padre del Rayo para atravesar a Akame de parte a parte, como si fuera un cerdo. El agredido, sin embargo, formó un único sello antes de recibir la estocada mortal.
«¡Puf!»
El cuerpo del Uchiha renegado desapareció en una nubecilla de humo, siendo sustituido por un inofensivo tronquito que se partió en dos, haciendo volar astillas en todas direcciones, como si fuese un trozo de mantequilla.
Akame observaba a su antiguo Hermano desde lo alto, de pie sobre una de las ramas del árbol, impasible. Cuando él le había dicho aquellas palabras a su amigo, muchos años atrás, ambos habían acabado enfrentándose a muerte; por raro que pareciese, aquella disputa les había empujado a acercarse, y a raíz de ese día su camaradería fue legendaria en todo Uzushiogakure no Sato. Datsue había acudido al Valle del Fin como un hombre de fe, con el ciego propósito de embarcarse en una misión suicida para rescatar a una muchacha que le había robado el corazón. Akame había sido, como contrapunto, su hombre de ciencia; frío, lógico, racional. Había interpuesto la vida de su Hermano a su lealtad, teniendo que enfrentarse a él para —paradójicamente— impedir que siguiera con su loco empeño y acabara muerto en las tierras de la Lluvia. Pero Akame había esperado que, irónicamente, ahora las tornas se cambiasen: que él fuese el loco dispuesto a sacrificarlo todo por su último deseo, y que Datsue se presentase como el cabal gobernante que anteponía el bienestar de sus ninjas a sus propias inclinaciones.
El renegado torció los labios en una mueca de decepción. Algunas cosas nunca cambiaban, se dijo.
—Y aun así no has aprendido nada —le espetó—, sigues siendo el mismo shinobi impulsivo de siempre. ¿Cómo pretendes llegar a Uzushio a tiempo para salvar a tu gente si me matas, aquí y ahora?
Dejó que la pregunta calara no sólo en Datsue, sino en aquellas dos kunoichis que le acompañaban. Si lo que Aōdaisho les había dicho era cierto, la línea de tren entre los Arrozales y Uzu no Kuni había sufrido un percance.