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Pero el Chunin se encogió de hombros.
—¿Acaso tienes una sugerencia mejor?
Ayame abrió y cerró la boca varias veces, como un pez fuera del agua boqueando por obtener aire que respirar.
—Pues no... lo cierto es que no... —acabó admitiendo al fin.
—Bueno, podemos ir refinando el plan, pero de todas maneras creo que acorralar a alguna de ellas y noquearla nos vendría muy bien. Podemos usar la técnica de la interrogación por Genjutsu y sacarle toda la información que necesitemos sobre las integrantes del grupo, la rutina de Naia, dónde están mis ojos y la estructura de la guarida.
Ayame cruzó los brazos bajo el pecho, pensativa.
—Espero que tengas razón... Y que no sean resistentes a los Genjutsu. Pero tenemos que ser muy cuidadosos. Esta es la misión más peligrosa a la que nos hemos enfrentado hasta ahora. Bueno, quizás quitando esa misión en la que nos quedamos encerrados en aquel libro maldito —añadió, con una risilla nerviosa—. Además, no creo que sean moco de pavo. Ya has visto su aspecto, y dudo que Naia se rodee de gente débil. Personalmente, la que más me preocupa es la del Raiton.
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Daruu bufó cuando Ayame le recordó el libro maldito de nuevo. Mierda, si casi no salen vivos de ahí. Pero debía reconocer que sí, que probablemente aquella misión fuera incluso más difícil que la del mundo ilusorio.
—Ajá, es evidente —rio Daruu—, pero sí, a mi también me preocupa esa. Creo que ambos podemos gestionar bien a una bruta con un hacha gigante, pero esa ataca directamente a tu punto débil, y yo utilizo sobretodo Suiton. Aunque me hayas visto hacer pinitos con el Raiton, no es mi principal baza, sino una herramienta más. —Útil combinación con sus espadas ocultas—. Bueno, será mejor que apretemos el paso.
Y así, Daruu y Ayame cruzaron los campos de trigo y arroz, las escarpadas extensiones de rocas yermas de más allá, y caminaron sobre las aguas de varios lagos pequeños. Se refugiaron bajo un templo a Amenokami cuando la tormenta arreció, y pararon a comerse un sándwich más tarde, a los pies de un gran árbol, cuando amainó durante unos breves minutos. Hacia la mitad del día, la silueta de Shinogi-To se hizo ver al final del camino.
—Ya llegamos —dijo Daruu, señalando lo obvio—. Lo primero que deberíamos hacer es buscar un alojamiento para que nos sirva de piso franco; dejaremos allí las mochilas, nos refugiaremos cuando necesitemos descansar y pasaremos las noches que haga falta. Luego, buscaremos el dichoso mercado con olor a pescado. —Arrugó la nariz, visiblemente inconforme—. Y con mucho cuidado, trataremos de dilucidar cuál de los tugurios de los alrededores es la guarida de Naia.
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—Ajá, es evidente —rio Daruu—, pero sí, a mi también me preocupa esa. Creo que ambos podemos gestionar bien a una bruta con un hacha gigante, pero esa ataca directamente a tu punto débil, y yo utilizo sobretodo Suiton. Aunque me hayas visto hacer pinitos con el Raiton, no es mi principal baza, sino una herramienta más.
—Y yo que te iba a sugerir que tú te encargases de la del rayo y que me dejaras a mí la bruta del hacha... —bromeó Ayame.
—Bueno, será mejor que apretemos el paso.
Y así lo hicieron. Pasaron las horas, y Daruu y Ayame atravesaron los Campos de la Tormenta. Para dos Amejines como ellos, la lluvia nunca resultó un problema (de hecho, Ayame parecía deleitarse bajo ella), por lo que caminaron por las llanuras, cruzaron varias granjas de cultivo de cereales y caminaron sobre varios lagos con tal de no perder más tiempo rodeándolos. Y aún así, aún siendo dos Amejines como ellos, se vieron obligados a parar un momento para refugiarse de la ira de Amenokami cuando cayó con especial fuerza sobre ellos y después para comer bajo la sombra de un árbol cuando la tormenta perdió fuerza. Hacia la mitad del día la silueta de Shinogi-to comenzó a dibujarse en el horizonte.
—Ya llegamos —dijo Daruu, señalando lo obvio—. Lo primero que deberíamos hacer es buscar un alojamiento para que nos sirva de piso franco; dejaremos allí las mochilas, nos refugiaremos cuando necesitemos descansar y pasaremos las noches que haga falta. Luego, buscaremos el dichoso mercado con olor a pescado. —Daruu arrugó la nariz, en un gesto tan cómico que a Ayame le arrancó una risotada—. Y con mucho cuidado, trataremos de dilucidar cuál de los tugurios de los alrededores es la guarida de Naia.
—Estoy de acuerdo —asintió, antes de llevarse una mano al mentón, pensativa—. Cuando estuve aquí con Shanise-senpai y Mogura nos hospedamos en cierto lugar... pero dudo que podamos usarlo para nosotros. Además no es una posada normal, ni nada de eso, está protegido con sellos y cosas raras. Así que tendremos que buscarnos un albergue normal para nosotros.
»Por cierto... —añadió, con una risilla—. ¿Una taberna junto a un mercado con olor a pescado? ¿No te parece que para alguien que se especializa en técnicas de seducción es un lugar muy poco... sugerente? ¡Oye, quizás podríamos trasnochar allí! —bromeó, llena de sarcasmo.
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25/04/2019, 20:40
(Última modificación: 25/04/2019, 20:41 por Amedama Daruu. Editado 1 vez en total.)
Ayame le reveló a Daruu que durante su estancia en Shinogi-To junto a Shanise y Mogura, se hospedaron en un lugar especial preparado para hacer de guarida a shinobis de Amegakure. Daruu maldijo para sí, consciente de que bien podrían haberle pedido a Yui un refugio seguro. Pero estaban tan nerviosos que ni siquiera lo habían considerado.
»Por cierto... —añadió, con una risilla—. ¿Una taberna junto a un mercado con olor a pescado? ¿No te parece que para alguien que se especializa en técnicas de seducción es un lugar muy poco... sugerente? ¡Oye, quizás podríamos trasnochar allí! —bromeó, llena de sarcasmo.
—Igual por eso es una buena guarida. Ya te digo yo que igual su técnica no funciona conmigo si estoy rodeado de pestuzo pescadil —rio—. Y sí, claro, mejor llamamos a la puerta y le decimos, "tita Naia, tita Naia, déjanos dormir en tu guarida de criminales asesinos sacaojos porfi. Ah por cierto dale un bocado a este sandwich con mermelada de cianuro".
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—Igual por eso es una buena guarida. Ya te digo yo que igual su técnica no funciona conmigo si estoy rodeado de pestuzo pescadil —respondió Daruu, siguiéndole el juego—. Y sí, claro, mejor llamamos a la puerta y le decimos, "tita Naia, tita Naia, déjanos dormir en tu guarida de criminales asesinos sacaojos porfi. Ah por cierto dale un bocado a este sandwich con mermelada de cianuro".
Ayame se rio con él y, alzando el dedo índice, le corrigió:
—"Sacañojos", hablemos con propiedad. Bueno, basta de bromas, busquemos un lugar donde pasar las noches.
Y así, Daruu y Ayame se internaron en (al menos para la kunoichi) las siniestas calles de Shinogi-to, completamente ignorantes a lo que les depararía el trascurso de la misión. ¿Qué suerte les habría guardado el caprichoso destino?
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Para quienes tenían el don de percibir el arte allí en donde otros tantos fracasaban, Shinogi-To era, desde luego, una ciudad icónica dentro de la infraestructura contemporánea del País de la Tormenta. Hablamos de un pueblo fortificado con enormes estructuras de piedra negruzca cuyos muros mantenían la esencia del antaño, cuando la tecnología aún no había llegado a las vidas de sus habitantes. A diferencia de la aldea de Amegakure, ataviada de metal y acero erigido con el único propósito de alcanzar las nubes con sus enormes rascacielos, Shinogi-To se mantuvo siempre fiel a sus principios desde tiempos inmemorables.
Para otros tantos, menos agraciados en percibir lo hermoso tras la historia de uno de los primeros establecimientos de Arashi no Kuni, Shinogi-To no era sino un nido de ratas, sucio, lúgubre y mojado, infestado por la decadencia humana y los negocios turbios que predominaban en numerosos sectores de la zona.
Los primeros vestigios que recibían a los visitantes pronto se hicieron de notar. Ayame y Daruu acabaron en el epicentro de una pequeña plaza con un mítico embalse de agua que se acuñó como el primer pozo comunal tras la fundación de la ciudad y que por tratarse de un enclave tan antiguo y tan bien preservado, servía a su vez como una especie de estrella de belén para los oriundos de la capital. La plazoleta circular se bifurcaba en al menos unas doce direcciones distintas que a su vez se fraguaban laberínticos caminos hacia los distintos sectores de la ciudad que se fueron construyendo desde allí durante los años venideros.
Decenas de personas iban y venían desde distintas direcciones. Hacia aquí, y hacia allá. Todos cubiertos por sus capas con la mirada fija en su camino. Eran pocos los ojos curiosos que se cruzaban en el tránsito, y menos los que se detenían a charlar en el proceso. Si algo se sabía de los shinogitoenses es que el tiempo les había convertido en citadinos desconfiados con un ritmo de vida indudablemente taciturno. Los más atrevidos eran alguno que otro vendedor ambulante que ofrecían a la gente de paso artilugios artesanales, comida o alguna baratija tecnológica a precio de ganga.
Los amejin tenían ahora su primer objetivo entre manos: encontrar un lugar para serenarse después del viaje y, de ser posible, habituarlo como su base de operaciones. Moteles, hostales y cabañas comunales no le iban a faltar, pero teniendo en cuenta que debían poder volver a diario tras lo que podrían ser pesadas jornadas de investigación, tendría que tratarse de un sitio confiable y bien ubicado como para poder ir y venir sin demasiado esfuerzo.
Por suerte, Daruu había escuchado a su madre hablar durante una de sus cientos de cenas acerca de la posada de un viejo amigo y de lo bien que le había estado yendo en la capital durante los últimos años. El recuerdo le llegó de refilón, y aunque no podía dar con el nombre del tipo, sí que se acordó de que la posada se llamaba "La Bruma negra".
El cómo llegar a la Bruma, no obstante, ya era otro cantar.
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Daruu y Ayame, como dos buzos en un mar de aguas turbias, se sumieron en las profundidades de Shinogi-To. Para quien no conozca la ciudad, les diré que la capital del País de la Tormenta era como una moneda. La cara de Shinogi-To era preciosa, con murallas medievales de piedra que se erigían alrededor y entre sus calles, con cientos de años de historia. Hacía contraste con el interior, donde, si bien no se llegaba al nivel de Amegakure, le esperaban al visitante miles lugares modernos, con luces de neón, que se entremezclaban con las callejuelas empedradas. Supongo que no es tan fácil huir de la modernidad cuando te encuentras a sólo medio día de la urbe más moderna de Oonindo.
Ah, pero también estaba la cruz. No es que hubiera una mayor medida de esta que de la cara amable, sino más bien que uno decidía fijarse en una o en la otra. Para algunos, Shinogi-To era un auténtico estercolero del crimen y del vandalismo callejero de segunda. Había unos barrios en los que esto aplicaba más que en otros.
Y por eso, cuando Daruu comenzó a pensar en dónde se quedarían por las noches durante su difícil misión, fue invadido por un recuerdo lejano que le dio una media respuesta.
—La Bruma Negra —musitó, cerca de Ayame—. Recuerdo que mi madre me dijo una vez que tenía un viejo amigo aquí, que tenía una posada. Tenemos que buscarla.
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Una de las primeras cosas que hizo Ayame fue quitarse la bandana, aunque para ello tuvo que desacoplarse la placa de su manga derecha usando un kunai a modo de destornillador, y la guardó en la mochila. Después, ambos shinobi caminaron durante largo rato por las calles de Shinogi-to, buscando un lugar donde pasar las noches que les aguardaban por delante. Aunque ninguno de los dos sabía a ciencia cierta cuánto tiempo sería ese, desde luego ambos compartían el deseo que fuese el menor posible.
Sobre todo Ayame, que caminaba vigilando sus alrededores continuamente. Pese a ser la capital del País de la Tormenta, y por tanto el hogar del Daimyō, no sentía aquella ciudad todo lo segura que cualquiera podría haber asegurado que era. Estaba construida en piedra y madera, al más puro estilo tradicional que desde luego contrastaba con la resplandeciente modernidad de Amegakure, y, como tal, a los ojos de Ayame sus calles lucían tenebrosas y amenazadoras. Veía sombras allí donde no debía verlas, y a su parecer todos los establecimientos eran igual de sospechosos de esconder negocios poco éticos entre sus paredes.
—La Bruma Negra —dijo Daruu de repente, y la muchacha le miró, interrogante—. Recuerdo que mi madre me dijo una vez que tenía un viejo amigo aquí, que tenía una posada. Tenemos que buscarla.
—Esta ciudad es demasiado grande como para ir deambulando de un lado para otro como pollos sin cabeza, lo mejor será que preguntemos a alguien —le argumentó. Y, sin esperar siquiera confirmación, Ayame escogió a ojo a alguna persona que no tuviese demasiada mala pinta y se acercó a ella con una afable sonrisa—. [color=dodgerblue]Disculpe, ¿sabe dónde se encuentra la taberna de La Bruma Negra? [/sub]
En realidad, a Ayame no le gustaba nada dejarse llevar por las apariencias de la gente, pero en una ciudad como Shinogi-to, le era imposible rehuir sus instintos más primarios.
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La única persona, que a bote pronto, no tenía mala pinta; era una mujer morena que llevaba consigo a sus dos hijos. Estaba cerca del pozo, con las manos engarrotadas en las de los críos, que no paraban de moverse ansiosos. Parecía estar esperando a alguien.
—Disculpe, ¿sabe dónde se encuentra la taberna de La Bruma Negra?
La mujer y los críos se quedaron en silencio, observándola, e intercalando la mirada entre ella y su acompañante. Entre su acompañante y la luna de su frente. Entre la luna y algún callejón por dónde llegaría el abusador de su padre.
—P-p-or allá, hacia el Distrito este —le señaló una de las bifurcaciones a su derecha—. seguid derecho todo el tiempo hasta el corredor de luciérnagas y veréis el cartel de la Bruma en el extremo más izquierdo de la callejuela. Sabrán cuál es porque es el único que no está adornado por luces de neón.
* * *
Los amejin abandonaron la plaza insigne y se sumergieron por los caminos insinuados por la mujer. Mientras más dentro se encontraran hacia la punta este de la ciudad, más aliviados se sentirían al comprobar que no era una de las zonas roja —conocidas coloquialmente como las más peligrosas de Shinogi-To—. por suerte, y que no parecían estar cociéndose demasiados asuntos turbios por allí, salvo por algún vagabundo que prefiriera descansar en esa área, lejos de los problemas. Más adelante tuvieron que volver a pedir indicaciones, porque si seguían derecho todo el tiempo acabarían en un callejón sin salida, hasta que tras unos cuántos cruces, dieron con famoso Corredor de Luciérnagas.
Se llamaba así porque, fungía como un pasillo comercial bastante concurrido —uno de tantos, claro—. con tabernas, salones de juego y posadas bastante amistosas. Su nombre, sin embargo, provenía de las cientos de luciérnagas que brillaban en el lúgubre clima con paletas de colores doradas y fucsias, revoloteando por todo lo alto, alrededor de las que para ellas suponían unas muy atractivas luces de neón. Embelesadas por el juego de luces, se creaba un mar de estos pequeños e inofensivos animales que daba un toque místico a quien transcurriera esa calle en particular.
Allá, al fondo de todo, pudieron verlo. Un enorme cartel de madera transversal con letras talladas y cromadas en hierro. La Bruma Negra.
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—Esta ciudad es demasiado grande como para ir deambulando de un lado para otro como pollos sin cabeza, lo mejor será que preguntemos a alguien.
Daruu levantó la mano hacia Ayame, pero ya era demasiado tarde, se estaba acercando a una mujer con dos críos, cerca de un pozo.
—No, joder, espera... —trató de susurrar. «Mierda, coño, no dejes testigos que puedan cantar que nos han visto la madre que te parió.» Daruu se acercó a Ayame con cautela, tratando de apartar en todo momento el rostro del camino de los ojos de la mujer, que los miraba en silencio.
Al final, les acabó dirigiendo hacia una bifurcación, a su derecha. Daruu y Ayame obedecieron, siguieron recto durante prácticamente todo el camino. Pero al final tuvieron que pedir indicaciones de nuevo —para desagrado de Daruu— si querían llegar al llamado Corredor de Luciérnagas.
El Corredor de Luciérnagas resultó ser más literal de lo que parecía. Una calle comercial con decenas de establecimientos con carteles de luces de neón, alrededor de los cuales volaban, juguetonas, cientos de luciérnagas, quizás atraídas por la luz. Fue el único momento en el que Daruu se permitió levantar la mirada y deleitarse.
Caminaron por el pasillo hasta avistar, al final, un cartelón de madera con letras en puro hierro, contrastando con el resto de locales. La Bruma Negra, era su nombre. Habían llegado.
Toc, toc, hizo Daruu en la puerta. Y trató de entrar.
—¿Buenas tardes?
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La mujer guardó un tenso e inquieto silencio, con sus ojos abiertos como platos intercambiándose entre el rostro de Ayame y el de Daruu como si fuesen en realidad dos monstruos de dientes afilados que estuviesen a punto de devorar a sus dos pequeños.
—P-p-or allá, hacia el Distrito este —le indicó al terminar su escrutinio, señalando una de las bifurcaciones a su derecha—. Seguid derecho todo el tiempo hasta el corredor de luciérnagas y veréis el cartel de la Bruma en el extremo más izquierdo de la callejuela. Sabrán cuál es porque es el único que no está adornado por luces de neón.
—¡Muchas gracias! Que pase un buen día —respondió Ayame, intentando ocultar la inquietud que la había invadido de repente. No le había pasado desapercibido cómo había mirado la luna de su frente; y aquello, además de arrojarle ecos de unos recuerdos lejanos que ya creía olvidados, disparó todas sus alarmas.
«No puede ser que me haya reconocido, es este sitio que me está volviendo paranoica... ¿No?»
Daruu y Ayame abandonaron la plaza por la salida que les había indicado la mujer y se adentraron en las callejuelas. Para alivio de la muchacha, aparte de algún vagabundo que andaba por allí y que a Ayame le recordó inevitablemente a Calabaza, no se encontraron con nada demasiado sospechoso. Sin embargo, se vieron obligados a pedir indicaciones de nuevo cuando acabaron en un callejón sin salida.
—¡Qué bonito! —exclamó Ayame, una frase que jamás habría creído posible pronunciar en una ciudad como Shinogi-to.
Habían llegado al llamado Corredor de las Luciérnagas, y ambos descubrieron enseguida por qué: era una calle comercial bastante concurrida, pero lo que había llamado la atención de Ayame no fueron las múltiples tabernas, ni los salones de juego, ni las posadas, sino la multitud de bolitas de luz dorada y fucsia que flotaban a su alrededor, buscando el amor de las luces de neón de los diferentes establecimientos. Ayame alzó las manos cuando un grupo de varias luciérnagas pasó justo junto a ella. Desgraciadamente, no podían permitirse el lujo de pararse a disfrutar de aquello; afortunadamente, y tal y como les habían indicado, el cartel de madera con letras talladas de La Bruma Negra les saludaba desde el final del corredor.
—¿Buenas tardes? —se adelantó Daruu, llamando a la puerta antes de intentar entrar.
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30/04/2019, 00:49
(Última modificación: 30/04/2019, 00:51 por Umikiba Kaido. Editado 1 vez en total.)
¿Buenas tardes?
Nadie les contestó. No por falta de educación, sino porque estaban sumidos en sus propias actividades, y no es como que acostumbrasen a recibir cálidamente a todo el que llegase a preguntar por una habitación.
Pronto comprobaron que la media docena de inquilinos se encontraban repartidos a lo largo y ancho de una amplia sala de estar, al mejor estilo cabaret, compuesta de madera vetusta de color ocre, con unas cuántas mesas y sillones bastante rústicos, donde algunos leían el periódico y otros charlaban temas amenos con un jarrón enorme de hidromiel en la mano. El interior era luminoso, cándido, como lo tendría que ser de alguien a quién Kiroe pudiera considerar como un amigo. Una rocola bastante estrambótica —que tendría que haberle un huevo al dueño, pues solían ser bastante costosas—. vibraba con un juego de luces de cojones y una enorme pantalla que exhibía al menos una docena de discos de distintos artistas.
Cuando se adentraron en el corazón de la Bruma Negra, les fue difícil no contagiarse con la cancioncilla que tarareaban todos al ritmo de un jazz amejin. De hecho, un hombre se interpuso entre Ayame y Daruu mientras movía el culo, le tomó la mano a Ayame, y le dio una vueltecilla de danzarín para luego perderse en el dichoso y transitado camino hasta los baños.
En la barra —que no era sino un enorme corredor horizontal que tenía detrás un mural de recuerdos, donde posaban colgadas cientos y cientos de fotografías instantáneas que capturaban los mejores momentos de la posada—. un hombre alto y moreno, con un delantal de cuero ocultándole la pansa; acomodaba el pizarrón donde tenía todos los manojos de llave de las diez habitaciones que disponía en su hostal. Tenía el cabello de tonalidades pardas camufladas entre sinuosas canas y un enorme y tupido bigote que le cubría todo el labio superior le adornaba el rostro, dándole un aspecto curioso.
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Oh, no.
Estaba lleno de gente. No, no lleno de gente. Estaba lleno de gente armando escándalo. Era el peor sitio donde podías meter a Amedama Daruu, y por si fuera poco aquella cancioncilla imposible de ignorar hasta por la neurona más vieja, sosa y enferma le recordaba a algo desagradable. No sabía qué, no sabía qué...
...lo supo en cuanto algo, o más bien, alguien, le empujó sin querer mientras bailoteaba.
—¡Eh!
Fue entonces. Entonces, quedó con la boca abierta, temblando, mirando ojiplático como un señor cogía a Ayame de la mano y ante la estupefacción de ambos le daba una vuelta como en un paso de salsa. El hombre se alejó hacia el baño, pero Daruu seguía con la mirada fija, e imágenes se superponían a la de Ayame, como a un veterano de guerra recordando horrores. Para Daruu esos horrores tenían forma de camarero demasiado entusiasmado de un local de Coladragón que no recordaba ni cómo se llamaba, pero algo de cangrejo, seguro. Cangrejos bailando. Eso era todo lo que era capaz de ver.
Miró a Ayame, muy serio. Miró a la puerta.
Dio un paso.
«No, otra vez el bochorno no, yo me voy de aquí, yo me...»
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Nadie respondió al saludo de Daruu, pero enseguida los dos chicos comprobaron que era muy posible que es que nisiquiera le hubiesen escuchado. Una melodía de jazz amejin inundaba el ambiente y no eran pocas las personas que tarareaban la melodía.
De hecho, Ayame no tardó en verse contagiada por el ritmo y, al contrario que su aterrorizado compañero, comenzó a canturrear para sí misma.
O al menos lo hizo hasta que un hombre se interpuso entre ambos y, sin ningún tipo de permiso ni consideración, la tomó por la mano y le hizo dar una vuelta de bailarina antes de perderse en el pasillo que conducía a los baños.
Ayame, que había enrojecido hasta las orejas y se había quedado petrificada en el sitio, intercambió una perpleja mirada con Daruu. Él debía de estar pensando exactamente lo mismo que ella, porque giró sobre sus talones en una clara predisposición a abandonar el local. Pero Ayame se abalanzó a tomarle de la mano y retenerle.
—A mí tampoco me gusta pero no conocemos un sitio mejor... —le susurró, antes de señalar al dueño del local: un hombre rechoncho de cabello pardo parcheado por las cañas y con un gracioso mostacho que le ocultaba prácticamente el labio superior—. Además conoce a tu madre, ¡así que salúdale y pídele una habitación para los dos!
Y antes de darle tiempo siquiera a protestar, le empujó hacia la barra.
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Daruu refunfuñó unas palabras que ni para Ayame ni para cualquier habitante del planeta hubieran tenido ni el más mínimo sentido, y se acercó con pasitos tímidos al hombre del tupido bigote y el delantal. Se aclaró la voz, y con toda la dignidad que le quedaba —descendiendo a diez kilodignidades por segundo— dijo:
—¡Hola! No sé si nos hemos visto porque yo seguramente sería muy pequeño, pero soy Amedama Daruu, el hijo de Kiroe. Necesitábamos una habitación para pasar unos días indeterminados, y pensé que...
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