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Otoño-Invierno de 221

Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
¿Qué? No, espera… —Datsue trató de incorporarse—. Iré con… Iré contigo.

Con la pierna enyesada y el abdomen entablillado iba a ser difícil.

¿¡Enfermera!? ¡¡¡ENFERMERA!!! ¡Quitadme ya estas putas tiritas! ¡NO LAS NECESITO! —No era Datsue quien estaba rugiendo. Era Guzen. Era el pobre aprendiz de herrero que había creado unos lazos de hermandad con las Hijas del Hierro.

Y a los Hermanos nunca se les abandonaba.
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«Oh, por las Siete Fortunas, aquí vamos otra vez...»

¿Saben esa sensación que uno tiene cuando están a punto de arrastrarle a un embolado en el que no tiene voz ni voto? Pues eso fue lo que Akame sintió al escuchar a aquellos dos hablar sobre las hijas de Nahana. La herrera le lanzó una mirada de soslayo, desconfiada, al Uchiha —éste apenas se inmutó, pues no le importaba ni una mierda, en el fondo—; pero Datsue montó en cólera. Incapaz de quedarse en cama y abandonar a aquellas chicas a su suerte, el menor de los Hermanos empezó a retorcerse clamando por su liberación.

Akame suspiró con resignación y se cruzó de brazos. Cerró los ojos unos instantes mientras se masajeaba la sien derecha con los dedos. Cuando los abrió, miró a Datsue, luego a Nahana, y luego a Datsue otra vez.

No digas tonterías. En tu estado actual no llegarás ni a las puertas de la Aldea —sentenció, con aquel tono de voz grave que ponía cada vez que emitía un veredicto fruto de concienzudo análisis de la situación—. Yo iré.

Y entonces vió de nuevo a la herrera, buscando en ella una aprobación.
Diálogo - «Pensamiento» - Narración

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Qué más quería ella. Que Datsue le acompañara. Pero aunque pataleara durante horas, necesitaría de un milagro para poder levantarse en una sola pieza de esa camilla. Más todavía pegarse un viaje hasta los jodidos Herreros.

Nahana vio a Akame cuando se postuló a ayudarla. Pero inmediatamente miró a Datsue, buscando en él la aprobación que no pudo dar por su propio pie.

—¿Ves? todo está bien. Tu amigo me ayudará. Cuando sepamos que las chicas llegaron a salvo y nos encontremos con Soroku, vendremos a verte.
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Datsue emitió un gruñido de fastidio, como un niño al que le han prohibido comer chuches. ¿Qué iba a hacer? Pensándolo fríamente, era imposible que diese más de diez pasos seguidos en aquella situación. Además, si iba su Hermano, podía estar tranquilo.

Está bien, está bien. Avísame cuando las veas —dijo, mirando a Akame—. Quiero saber que están bien.

»Adiós pues. Partid ya, antes de que se haga de noche.
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«Bueno, al menos ha aceptado. Parece que no se fía de mí, pero evidentemente le puede la preocupación por sus hijas. Tiene sentido, supongo.»

Akame asintió ante las palabras de los otros dos.

Yo estoy listo. Cuando quieras, Lady Takoizu.

No mentía; el jōnin vestía con su uniforme reglamentario de la Espiral —bandana en la frente, placa dorada en el hombro izquierdo y chaleco—, llevaba sus portaobjetos —uno en el muslo derecho y otro en la cintura— y su espada en la funda bandolera que le colgaba a la espalda. Llevaba consigo todo su equipamiento y no necesitaba más.

Y, por las tetas de Amaterasu, no vayas a arriesgarte a empeorar tus heridas, compadre. Confía en mí, estaremos de vuelta antes de lo que un kusareño grita "me rindo" —le dijo a su Hermano, guiñándole un ojo con poco arte, menos gracia y mucha complicidad.
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¡Ja! —Aún en sus lamentables condiciones, su Hermano consiguió arrancarle una sonrisa—. Entonces no hay de qué preocuparse —dijo, recostándose y poniéndose cómodo.

Y es que todo el mundo sabía lo que tardaba un kusareño en gritar: ¡me rindo! En menos tiempo en el que la aguja de un reloj —la de los segundos— se movía una posición.
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—Cuídate, Datsue. Estoy segura de que nos volveremos a ver.

La mujer, su maestra... se dio vuelta y tomó rumbo hacia un destino incierto.

Ahora junto a un nuevo acompañante. Junto a Uchiha Akame.

. . .

Pasada otra noche, un nuevo amanecer tocó a las puertas de Uchiha Datsue. El sol atravesando su ventana, el bullicio de las enfermeras yendo y viniendo, cambiándole las vendas y acomodándole la almohada y las sábanas le obligó a abandonar el sopor.

Por suerte, los huesos rotos y magulladuras que afectaban el cuerpo de un ninja eran de las heridas más sencillas de cuidar, y con un buen ninjutsu médico, la recuperación suponía ser más rápida de lo normal. Esa mañana sintió que podía respirar mejor sin vendas que atizaran todo su torso, por lo que entendió que lo que creyó por un momento eran fracturas en dos de sus costillas probablemente habrían sido fisuras leves. Ahora podía recostarse y estirar la única pierna libre, pues la otra, realmente jodida por la caída; aún seguía enyesada.

Afuera de la habitación se escuchaban unos cuchicheos. Era la de una voz familiar, luchando y vociferando con uno de los residentes encargados para que se le permitiera entrar en un horario que no fuera de visita.

Después de todo, había algunos rinconcitos de Uzushiogakure donde Hanabi no tenía demasiada potestad para usar su influencia como Kage. Aunque esa ocasión se salió con la suya.

La figura endeble del líder de Uzushiogakure no sato se introdujo en la habitación.

Datsue-kun —sonrisa afable, y mirada en ristre. Largos cabellos cándidos y vívidos como las llamas mismas. Una mirada de carácter ígneo, aunque apaciguada por los calmantes.

. . .

Nahana casi no habló durante el viaje. Tampoco durante la noche que tuvieron que hospedarse en un motelucho por encontrarse con mal tiempo que les hizo coger la noche.

De hecho, Akame no creyó haberla escuchado sino hasta que se encontraron muy cerca del pueblo de los Herreros, pues el humo de las numerosas fraguas ya se encontraba intoxicando los cielos matutinos del País del Remolino así lo certificaban.

—Creo que la última vez que estuve aquí fue hace unos veinte años. Y todo luce exactamente como antes.
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Un camino en silencio no era causa de malestar para Uchiha Akame, que apreciaba de igual forma las conversaciones interesantes y los silencios cómodos. En la línea de su forma de pensar, siempre pragmática, el jōnin era de los que pensaban que callar era la mejor opción cuando no se tenía nada que decir. Él, por su parte, había accedido a ello únicamente bajo la premisa de que Datsue quedara tranquilo en Uzu y no pusiera impedimentos a su recuperación. Akame se veía envuelto, una vez más, en los asuntos de la Marca del Hierro por el bienestar de su Hermano. Lo aceptaba con estoica resignación y él mismo se daba la justificación de que lo hacía, ni más ni menos, que por Datsue. Con eso le bastaba, así eran ellos dos.

Cuando por fin llegaron a Los Herreros, Nahana rompió su voto de silencio para apreciar la inmutabilidad de aquel lugar. Akame no supo cómo tomarse aquel comentario, dado que no conocía a la herrera y no sabía si era propensa a dobles sentidos o si por el contrario, se trataba de una persona directa. Eso, unido a sus deplorables habilidades comunicativas, hacía que el Uchiha hubiese estado bien cómodo en el mutis; ahora, se veía obligado a romperlo.

Supongo que hay cosas que no cambian. Aunque, si te voy a ser sincero —agregó, rascándose la nuca—. Cada vez que oigo de vosotros, los de la Marca del Hierro, y de vuestros asuntos, es porque hay un lío gordísimo en marcha. Viendo en la clase de problemas en los que parece que os metéis constantemente, creo que puede considerarse casi un maldito milagro que este sitio siga piedra sobre piedra después de tantos años.

Conforme se acercaban a la ciudad, el jōnin parecía más y más inquieto. Algo no le gustaba.

Deberíamos darnos prisa. ¿Dónde encontraremos al bueno de Soroku-dono?
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¡Hanabi-sama! Qué… ¡Qué agradable sorpresa!

¿Por qué estaba allí? ¿Se había metido en problemas de nuevo? ¿Sabía lo de su Marca del Hierro? Era eso, ¿verdad? ¡Estaba perdido y condenado! ¡Le acusarían de hacer negocios fuera de la Villa! ¡Le degradarían de nuevo! Jonin por menos de un mes, y ahora, ¡Chunin en el mismo tiempo! Si es que lo suyo era batir récords, eso nadie se lo podía negar.

«Vamos, vamos. ¡Tranquilízate! Igual solo viene para ver qué tal vas. Eres el Jinchuuriki de la Villa, después de todo. Tú actúa como si fueses inocente».

¿Puedo ayudarle en algo?
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—En efecto, Datsue, en efecto. Podrías empezar contándome un poco el porqué has vuelto a aparecer medio muerto en nuestra Villa después de un salto de Akame. Van dos veces en menos de un año —alegó, entre sonrisas—. se te está volviendo una costumbre.

. . .

—Creo que es por aquí. Vamos.

Lo poco que quedaba de la gran Herrera se movió escueta hasta ingresar las puertas del pueblo, sumiéndose de lleno en los alaridos de metal, el aroma a fuego y carbón y a los incesantes clank, clank que armonizaban con el viento. Akame pronto reconoció que habían estado siguiendo el camino que transitó él una vez, cuando volvió con su hermano de aquella caza que les llevó a enfrentar al Centinela.

Más pronto que tarde, ambos dieron con la fragua de Soroku. Tan imponente. Tan... ¿apagada?

Ver que la chimenea no escupía humo y fuego se sintió en el corazón de Nahana como uno de esos malos augurio. Corrió, corrió y corrió. Trató de tumbar la puerta que impedía el paso hasta el interior de la casa.

—¡Soroku, Soroku! ¡¿estáis ahí? ¿hijas?! ¡Kitana, por favor, dime que estás bien! Por favor... p-por...fa...
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Oh, vaya. Pues quizá se había puesto nervioso sin venir a cuento. Quizá, y solo quizá, Hanabi no estaba allí por la Marca del Hierro.

«Por si acaso no bajes la guardia…»

La misión en la que estaba salió mal, Uzukage-sama. —¡Menos mal que le había dicho a Soroku de hacerlo por la vía legal! ¡Menos mal! A ver cómo explicaba ahora sino que se había jugado la vida por una mujer que no conocía de nada en el País de la Tierra—. Bueno, mal entre comillas. Digamos que la cumplí, pero se complicó muchísimo.

»¿Sabe la misión en la que estaba, para proteger a Takoizu Nahana? Pues resulta que había aceptado un encargo muy peligroso, Hanabi-sama. Un encargo a Kurawa Ivvatsumi. —Entendía que Akame no supiese quién era, pero daba por hecho que Hanabi sí—. Iba a darle un gran cargamento de armas, y de ahí que su vida estuviese amenazada. Verá, no era por otro que el tío del Señor Feudal, Kurawa Kaikei, quien contrató a un grupo de mercenarios para acabar con su templo y ella.

¿En qué postura estaría Uzu en aquello? ¿Al lado del actual Señor Feudal? ¿O de la que luchaba por recuperar el trono? Esperaba que lo segundo. De todas formas, aún siendo lo primero, él no tenía constancia de ello, ni se sabía por la misión que la amenaza venía por ese lado. Es decir, no tenía responsabilidad alguna… ¿verdad?

Trago saliva. No esperaba que fuese así; rezaba porque lo fuese.

Justo en ese momento me encontraba fuera, con las dos hijas, escoltándolas. Pero pude llegar justo a tiempo para rescatarla. El problema fue que se encontraba en una habitación llena de sellos explosivos y casi nos explotan en la cara. Por suerte pude avisar a mi Hermano, quien nos sacó casi literalmente de debajo de los escombros, o quizá no lo hubiese contado.
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Akame siguió a Takoizu Nahana a través de las calles de Los Herreros, un lugar que ella parecía haber conocido bien. Cuando ambos llegaron frente a la fragua de Soroku, dos cosas llamaron la atención del Uchiha. La primera, que la enorme chimenea parecía estar inactiva; la segunda, que la puerta estaba cerrada por dentro.

«Esto no me gusta...»

Cuando Nahana empezó a golpear el portón y a gritar, el jōnin la agarró del brazo para apartarla y llamar su atención. Se llevó el dedo índice a los labios en un claro gesto que quería decir «no hagas ruido», y luego buscó alejarse de la entrada unos cuantos pasos. Con ojo veterano, Akame examinó los exteriores, tratando de determinar si había alguna ventana u otra entrada accesible.

Pase lo que pase, quédate aquí. Si vuestros enemigos han seguido a Soroku y a tus hijas hasta aquí, no podemos descartar que la fragua esté comprometida. Iré a ver.
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Bien por Akame que era un hombre precavido. Que como el Profesional que era, debía asegurarse de que no existía peligro para ellos en los alrededores de la fragua de Soroku. Él se adelantó, y Nahana, solloza, se alejó un par de pasos atrás. Si tan sólo Akame la hubiera conocido antes de la desgracia. No se parecía en nada a la fuerte mujer que mantuvo al Estandarte del País de la Tierra en la cúspide durante más de treinta años.

Pero, es que cuando lo pierdes todo, acabas rompiéndote. Acabas transformándote. Dejas de ser tú.

Akame lo viviría en carne propia en un futuro no muy lejano.

—Ma... m- mamá...

Una voz les llamó la atención desde la retaguardia. Una muchachita de cabello castaño y corto, ataviada con una manta que la protegía del frío. Estaba mucho más pálida de lo que ya era de por sí y tenía la piel magullada por el difícil camino que le supuso a ella —y a su hermana Kitana, una más alta y que tenía un aspecto similar al de Nahana, aunque veinte años más joven. Abrazaba a Urami con fuerza, pues ambas empezaron a temblar cuando la ilusión les volvió al cuerpo. Pues su madre estaba viva. Viva, y frente a ellas.

Las tres Tākoizu se unieron en un abrazo fraternal, y Akame lo presenció desde la distancia. Se besaron, se acariciaron. Se dijeron las cosas más lindas nunca antes oídas. Nahana se había equivocado, sólo había perdido lo menos importante.

—Akame-kun. Akame-kun. Nos volvemos a encontrar, Akame-kun —era Shinjaka. El hombre al que Datsue y Akame abandonaron allá en Tanzaku.
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El jōnin observó aquel emotivo reencuentro desde un discreto segundo plano, pues parecía que las niñas habían llegado a salvo a Los Herreros y no quería privar a ninguna de las partes de un merecido abrazo. «Y sin embargo, ¿por qué está la fragua inactiva? ¿Por qué este lugar luce tan... abandonado? ¿Y dónde demonios está Soroku?» Demasiadas incógnitas que no le dejaban un buen presentimiento.

De repente, una voz familiar le sobresaltó. Akame se volteó al instante, con el Sharingan de tres aspas brillando en sus ojos. Miró a Shinjaka de arriba a abajo antes de contestar con tono calmo.

Shinjaka-san —devolvió el saludo sin mucho ímpetu. No le gustaba aquella comadreja—. Eso parece, la fortuna ha querido que mi estimado Datsue me haya pedido que os saque las castañas del fuego... Otra vez.

El jōnin inspeccionó los alrededores, receloso. Luego sus ojos de sangre se fijaron en los de Shinjaka, el ayudante.

¿Y Soroku? Según tengo entendido, salió en busca de las muchachas. Ellas están aquí, pero a él no le veo.
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El galante Shinjaka con su piel melada le sonrió a Akame.

—Quizás es porque es incapaz de cumplir los compromisos que asume, Akame-kun. Quizás no está al nivel que supone tener la Marca del Hierro —contestó, hiriente. Luego miró a las niñas y a Nahana, que torcía el pescuezo hasta la conversación al igual que sus dos herederas—. Soroku-dono partió hace dos días hacia el País de la Tierra cuando Datsue le avisó a través del pinganillo especial ese que le pone a la gente. Desesperado, por encontrar a nuestra señora Nahana y a su preciado aliado de ojos rojos.

»Pero Kitana y Urami volvieron por su propia cuenta. No se encontraron en el camino, y lo más probable es que Soroku haya ido directo al Templo.
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