Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
En algún momento de la noche había caído en algo más cercano a la inconsciencia que al sueño. Un trance en el que me levanté pensando que habían pasado apenas dos minutos y ya era de día y me sentía tan cansado como antes de dormir.
Me levanté a rastras de la cama y bajé con todo tal y como lo tenía el día anterior. Vi a Eri en una mesa y me acerqué a ella, desplomandome sobre una silla de la mesa y apoyando la cabeza en la mesa.
— Buenos días, Eri-chan. ¿Qué tal has dormido?
La miré sin despegar la cara de la mesa, intentando que los ojos no se me cerrasen, lo cual se convirtió en una ardua tarea.
Cuando el sol le pegó en la cara, Datsue se levantó a regañadientes. En el pasado, hubiese dormido hasta que fuesen a llamarle a la puerta no menos de tres veces. Ahora, con la tortura que le ejercía Shukaku cada vez que se quedaba dormido, no le costaba tanto levantarse. Aunque lo hacía terriblemente cansado. Aquella noche no había pegado ojo, y sabía que las noches siguientes irían a peor.
Se vistió como el día anterior, y fue a lavarse la cara al baño. El agua fría le despejó un poco, y tras recoger sus cosas y hacerse un moño en la cabeza, bajó por las escaleras con pasos lentos. Vio a Nabi y Eri sentados a la mesa, hablando entre ellos.
Cuchicheando.
Conspirando.
Tenía las pesadillas demasiado recientes, así que optó por hacer como que no les veía y sentarse directamente a la barra. Cuando logró captar la atención del camarero, pidió un zumo de naranja, una taza de leche con chocolate y unas tostadas de mermelada. El mejor desayuno posible para empezar con fuerza el día.
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Nabi no tardó en aparecer, aunque parecía más dormido que despierto.
— Buenos días, Eri-chan. ¿Qué tal has dormido?
—Como siempre, gracias por preguntar Nabi —sonrió al muchacho, aunque este no lo notaría pues parecía estar luchando muy fuerte contra Morfeo—. Creo que tu deberías haber dormido un poco más.
No prestó atención a las nuevas personas que se unían, así que no vio como Datsue iba directamente a la barra y se ponía a desayunar hasta que ella terminaba lo suyo. Cuando visualizó su moño entre la gente que llegaba, se levantó y movió ligeramente el hombro a Nabi.
—Ven, Nabi, Datsue está ahí, vamos a acercarnos y de paso cogemos algo para que desayunes —tomó su brazo lo más suave posible y tiró de él, dispuesta a acercarse al Uchiha y ver si todo seguía yendo bien.
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—Ven, Nabi, Datsue está ahí, vamos a acercarnos y de paso cogemos algo para que desayunes —
Me giré para ver donde estaba Datsue pero para entonces Eri ya estaba tirando de mi brazo, me dejé arrastrar vagamente.
— ¡Los hombres de verdad no desayunan! ¿A que no, Datsue?
Me senté a un lado del Uchiha, volviendo a apoyar la cara, esta vez encima de la barra.
— ¿Qué? ¿Cómo ha dormido mi insomnistico favorito?
Iba a seguir hablando pero me vino un bostezo enorme, tanto, que podría haberme comido la incompetencia de un kuseño si hubiera pasado volando por ahí.
El camarero no tardó en traerle lo pedido. El Uchiha se tomó el zumo de naranja de tres sendos tragos, casi al mismo tiempo que Nabi y Eri se sentaban a su lado. Le habían visto.
—¡Los hombres de verdad no desayunan! ¿A que no, Datsue?
Aquel chico no perdía el buen humor ni recién levantado. Era algo digno de estudio.
—No digas barbaridades. El desayuno es la comida más importante del día. —Era algo que todo el mundo sabía. Especialmente en su gremio.
Se llevó una tostada de mermelada a la boca, dorada y crujiente bajo sus dientes, como a él le gustaba. Riquísimo. Con prisas, devoró el resto antes de que se enfriasen.
—¿Qué? ¿Cómo ha dormido mi insomnistico favorito?
—Como siempre —respondió, encogiéndose de hombros. Aquello era no decir nada y decirlo todo al mismo tiempo. Todavía sediento, dio un primer sorbo a la taza de leche con chocolate que le habían traído, cerrando los ojos del placer—.Hmm… Qué bueno.
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Nabi afirmó que los hombres de verdad no desayunaban, y Eri, en respuesta, rodó los ojos hasta Datsue.
—No digas barbaridades. El desayuno es la comida más importante del día.
—Totalmente de acuerdo. —Corroboró ella, acercándose peligrosamente a Datsue, ya que se había colocado en el otro lado del mismo, pues Nabi había ido directo a volver a tumbarse sobre la barra.
Mientras ellos dialogaban ella se acercó aún más, y, poco a poco, acercó su mano a una de las tostadas que tenía Datsue y que aún no había comido. No era porque tuviese hambre, sino para ver la reacción del chico, así que lo hizo: tomó rápidamente una tostada y se la llevó a la boca.
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—No debiste hacer eso —dijo, serio. Exageradamente serio—. Porque ahora… —el atisbo de una sonrisa se reflejó en su boca—, ahora tendré que vengarme. —Sacó el labio inferior hacia afuera y asintió varias veces, como reafirmándose—. Y ya has visto que mis venganzas son temibles y despiadadas.
Oh, sí. Que Uzumaki Eri no esperase que el robo de la tostada quedase así.
• • •
El sol de la mañana acariciaba las cumbres de las Montañas de la Tierra y saludaba a los tres intrépidos. Tras varios días de viaje, y sin mayores incidentes, los shinobis de Uzu al fin habían llegado a su destino.
—Pues yo diría que es ese pueblo que se ve en la lejanía, ¿eh? —comentaba por tercera vez, tras repasar el mapa que tenía entre las manos por enésima ocasión—. El Peñasco este de los huevos. Porque fijaos que vinimos por aquí —el Uchiha señaló un cruce del mapa que habían pasado hacía media hora—, seguimos todo recto por este camino, y es que joder, no hay perdida posible. Es Peñasco o Peñasco, no hay más opciones.
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Tras el largo viaje hasta Tsuchi no Kuni, el trío de la Espiral había llegado por fin a Peñasco. Pese a su nombre, el pueblo no estaba situado en ningún saliente de roca ni en una pared montañosa, sino en un pequeño claro entre varias colinas repletas de árboles a la que se podía acceder desde dos senderos; uno, aquel por el que los ninjas acababan de llegar. Y otro, un escarpado camino que se adentraba todavía más en las Montañas de la Tierra. Desde un punto de vista militar, parecía el lugar idóneo para erigir una fortaleza protegida entre los bosques y las colinas; pero era de suponer que, simplemente, los aldeanos habían llegado primero.
Peñasco no era una aldea especialmente grande. Mientras se aproximaban, los shinobi podrían ver que consistía en varios grupos de casas bajas, construidas con piedra y tejados de madera y paja, una explanada que hacía las veces de plaza y lugar de reunión, una taberna, unos establos y una herrería. La mayoría del pueblo subsiste de la minería y la cría de recios caballos.
Ya estaba atardeciendo, y cuando los ninjas por fin pisaran la primera de las pocas calles de Peñasco, un detalle simple pero inevitablemente llamativo se haría evidente; no había una sola alma por allí. Un vistazo rápido revelaría que todas las casas parecían estar cerradas, así como la herrería y el establo. Sin embargo, un tenue murmullo se escuchaba a lo lejos: parecía provenir de la plaza. Si decidían acercarse, se toparían de camino con un bulto harapiento y maloliente —Nabi sentiría incluso náuseas—; el borracho del pueblo, tirado junto a la puerta cerrada de la taberna y probablemente esperando a que volviese a abrir. El tipo apenas repararía en ellos, revolviéndose en sus propios harapos al oírles acercarse y murmurando algo ininteligible.
Cuando llegaran a la plaza, verían que era ahí donde estaba concentrada la gente de Peñasco. Una gran hoguera ardía en el centro, y frente a ella se encontraban un tipo vestido con túnica negra, y otro que —a juzgar por su indumentaria— parecía ser Tōjen Bonizatsu, el alguacil. Junto a ellos, una mujer y una chica de la edad de los ninjas lloraban desconsoladamente. El resto del pueblo se había congregado frente a la hoguera, a una distancia de varios pasos del sacerdote, el alguacil y las dos féminas de luto.
Era de presumir que en aquella hoguera se estaba quemando el cuerpo de la niña asesinada.
—No debiste hacer eso, porque ahora… ahora tendré que vengarme. Y ya has visto que mis venganzas son temibles y despiadadas.
Y Eri no supo qué hacer después.
• • •
Los tres cautos llegaron por fin a Peñasco, Datsue, que lo único que hacía era quejarse, se encontraba alejado de Eri, o mejor dicho, ella de él, pues no parecía muy feliz tras lo vivido durante aquel viaje. Aunque a veces se descubría a sí misma haciéndole burla a sus espaldas.
El pueblo en sí estaba situado en un pequeño claro, y no parecía excesivamente grande. Las casas parecían pequeñas, y podía ver ciertos lugares que parecían importantes como una plaza, taberna, unos establos y, como no, una herrería. Eri contemplaba todos los lugares sin separarse demasiado de sus compañeros, y divisó que al parecer todo estaba cerrado.
Lo único que escuchaba era un pequeño murmullo que parecía provenir de la plaza, y Eri, que parecía liderar al pequeño grupo, encaminó sus pasos hacia allí, pasando por el lugar donde estaba tirado un borracho —tuvo que poner la mano sobre su nariz para evitar intoxicarse por el nauseabundo olor—. Una vez llegaron a la plaza, presenciaron una escena que sin duda podían haber preferido no mirar: la tristeza inundaba el lugar, pues, en el centro, había una gran hogera con algo quemándose en ella, y por el objeto en cuestión, parecía un cuerpo, un cuerpo pequeño.
Eri ahogó un grito de sorpresa, y se mantuvo al margen mientras observaba lo que ocurría: vio al alguacil, al sacerdote y a dos mujeres cercanas a la hoguera —presuponía que serían familiares— así que echó una mirada a sus compañeros y aguardó en silencio.
Lo mejor sería esperar a que el alguacil terminase con el evento para preguntar.
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Datsue no pudo evitar arrugar la nariz cuando un olor nauseabundo penetró sus fosas nasales. No supo identificar muy bien a qué pertenecía, pero creyó que era una mezcla de sudor, alcohol y vómito. Los ojos le dijeron que pertenecía a una persona, envuelto en un bulto harapiento junto a la entrada de una taberna. «Siempre tiene que haber un borracho…»
El Uchiha aceleró el paso, tratando de poner tierra de por medio y aire —mucho aire— entre ellos dos. No tardó mucho, junto a sus compañeros y amigos, en llegar a la plaza del pueblo. Nada más llegar, sus preguntas de por qué aquello parecía un pueblo fantasma se vieron respondidas. No es que no hubiese nadie, sino que todos estaban reunidos en el mismo sitio: frente a una hoguera que desprendía volutas de humo negro que se confundían con el cielo morado.
«Interesante… Así que aquí se lleva la cremación». Sus ojos recorrieron, de un rápido vistazo, las llamas, el pueblo congregado y finalmente las dos mujeres de luto que se encontraban al lado del sacerdote y un hombre. Se imaginó lo que estarían sufriendo, la tristeza y la pena de perder un ser querido de tan solo diez años, y sintió un ligero pinchazo en el pecho.
Cruzó las manos tras la espalda y respetó el silencio, esperando a que la ceremonia terminase.
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Bostecé ante otra de las tantas promesas de terrible venganza de Datsue. Dos bostezos después ya estábamos de camino al más allá, al más allá de la frontera del País de la Tierra, claro.
• • •
Las Montañas de la Tierra hacían honor a su nombre, eran montañas hechas de tierra. Decían de ellas que eran terriblemente irregulares y que habían caidas hasta el Inframundo. Y la verdad es que juraría haber visto algún monstruo con cuernos trepando las paredes casi verticales de las montañas como si no fuese la gran cosa, estaba claro que Satán andaba cerca.
Me mantendría alerta por si veíamos algún niño amenio, que son la principal concentración de maldad de Onindo.
Llegamos al pueblo en cuestión y era un pueblo con todas las de la ley. Tenía una herrería, un establo, un borracho local, todo lo que un buen pueblo perdido de la mano de Shiona-sama debía tener.
Seguí a Eri y Datsue mientras Stuffy me seguía a mí. Tanto él como yo íbamos mirando de un lado a otro por si en algún momento veíamos al malo o una carnicería. La verdad es que había hambre, ¿para qué negarlo? Además había un olor a barbacoa en el ambiente que lo estaba haciendo todo más complicado.
Entonces llegamos a la plaza, y encontramos a mucha gente reunida alrededor de una hoguera, algunas personas llorando, un sacerdote. Eso no tenía pinta de barbacoa. Esperé a ver si alguno de mis superiores decía algo mientras admiraba la escena en busca del malo o una carnicería.
Los muchachos observaron desde una distancia prudencial el desarrollo de la ceremonia, que no fue muy distinta de algún otro rito funerario ni tampoco guardó ningún detalle destacable en el que pudieran fijarse. Sólo era palpable el dolor de madre e hija, la preocupación en el ceño fruncido del alguacil y un ambiente poco solemne por parte del resto del pueblo. Cada dos por tres los asistentes se removían en sus sitios, lanzaban miradas desconfiadas por encima de sus hombros o proferían alguna maldición por lo bajo. Algunos también repararon en la presencia de los ninjas, y les regalaron más miradas y algunos cuchicheos.
Cuando todo terminó, el sacerdote recitó un canto que los shinobi no llegaron a oír, por lo quedo de su tono de voz, y luego dio por concluída la ceremonia. Poco a poco la multitud empezó a dispersarse, así como la noche iba llegando a Peñasco. Las luces dentro de las casas volvieron a encenderse, y el pueblo recuperó poco a poco una tímida actividad que no duraría mucho, dada la tardía hora. Mientras algunos hombres se ocupaban de apagar la pira funeraria y desmontar aquel tinglado, Tōjen Bonizatsu se acercó al trío de uzujin. Parecía mayor, muy mayor —tal vez demasiado para ejercer de protector de un pueblo—, y su rostro estaba surcado de arrugas. Al contrario de lo que pudiera esperarse no se trataba de un soldado tipo, sino que más bien parecía una persona que no había vivido muchas dificultades. Su figura era algo más alta que la de los muchachos, pero no estaba curtida por el entrenamiento ni el esfuerzo. Aunque vestía la armadura de cuero con distintivos del Daimyō de Tsuchi no Kuni, que le acreditaba como alguacil, Bonizatsu no aparentaba ser un guerrero. Y no sólo por su avanzada edad.
—Saludos, jóvenes —les dijo, dedicándoles una inclinación de cabeza—. Tōjen Bonizatsu, alguacil de Peñasco por la voluntad de Daimyō-sama, a su servicio. ¿No me estoy equivocando si aventuro que vosotros sois los ninjas enviados por Uzushiogakure no Sato? —añadió, con un ligero deje de desconfianza en su voz—. No os ofendáis, pero esperaba a alguien más... Bueno... Menos... Menos joven.
El viejo alguacil se frotó las manos, posiblemente arrepentido de lo que acababa de decir.
—Disculpadme si os ha parecido grosero, pero es que el... "problema" que tenemos aquí, es de enormes dimensiones. Literalmente —añadió luego—. Antes de que se me olvide... El dinero para el hospedaje.
Bonizatsu metió la mano diestra dentro de uno de los pliegues de su túnica y sacó una bolsita de tela tintineante. Desde luego, en aquel lugar tan recóndito no era de extrañar que las divisas se manejaran de forma tan parca.
—Esto es para manutención. Hachi-san, el tabernero, ya está avisado y os ha preparado la habitación para vuestro hospedaje. ¿Tenéis idea de cuantos días os vais a quedar?
En ese momento, madre e hija de luto pasaron junto a los cuatro conversantes. El alguacil les dedicó una solemne inclinación de cabeza, a lo que ellas respondieron con un quedo "gracias". Luego, continuaron su andadura calle abajo.
Siento muchísimo la demora pero no pude contestar antes, Akame sí que me llegó tu MP, gracias y perdón por las molestias.
Los tres muchachos esperaron a que todo terminase, y fue el sacerdote quien concluyó aquella ceremonia, haciendo que todo el mundo comenzase a marcharse del lugar mientras el atardecer caía sobre sus hombros. Eri observó en silencio como todo ocurría, hasta que un hombre se acercó a ellos: mayor, con el rostro lleno de arrugas acentuadas por la edad.
El alguacil del pueblo: Tōjen Bonizatsu.
—Saludos, jóvenes —el hombre inclinó su cabeza, y Eri hizo lo propio—. Tōjen Bonizatsu, alguacil de Peñasco por la voluntad de Daimyō-sama, a su servicio. ¿No me estoy equivocando si aventuro que vosotros sois los ninjas enviados por Uzushiogakure no Sato? —Por lo que pudo apreciar, el tono del hombre no parecía del todo confiado, pero Eri aguardó en silencio a que acabase la explicación—. No os ofendáis, pero esperaba a alguien más... Bueno... Menos... Menos joven.
Sin embargo, antes de poder decir nada ni aclarar la situación, el hombre continuó.
—Disculpadme si os ha parecido grosero, pero es que el... "problema" que tenemos aquí, es de enormes dimensiones. Literalmente
—No se preocupe, señor —inició Eri antes de que explicase algo más—. Yo soy Uzumaki Eri, jounin de Uzushiogakure; él es Uchiha Datsue, chuunin de Uzushiogakure —explicó, señalando al moreno—. Y Inuzuka Nabi y Stuffy, ambos expertos rastreadores —señaló a ambos Inuzuka—. Podemos parecer jóvenes, pero tenemos experiencia y lo haremos lo mejor posible, así que déjelo en nuestras manos.
Y Eri inclinó de nuevo su cabeza.
—Antes de que se me olvide... El dinero para el hospedaje. [/sub]
La kunoichi no añadió nada y simplemente miró como el anciano rebuscaba entre los pliegues de su túnica por una bolsa.
—Esto es para manutención. Hachi-san, el tabernero, ya está avisado y os ha preparado la habitación para vuestro hospedaje. ¿Tenéis idea de cuantos días os vais a quedar?
—No lo sabemos, señor —se sinceró ella—. Intentaremos ser lo más rápidos posible para evitar cualquier ataque mayor, pero no podemos determinar unos días exactos, por eso le damos las gracias de antemano por todas las molestias que podamos causar.
Pero calló en cuanto la familia de la joven quemada pasó al lado del alguacil, y ella enmudeció, dedicándoles aquellos segundos de silencio por la pérdida.
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Datsue podía tener sus cosas, pero había algo que compartía con el resto del mundo: no le gustaba las ceremonias fúnebres. Se respiraba demasiada tristeza en el ambiente. Se oían demasiados lloros. Todo evocaba a la muerte. A lo efímera que era la vida. A lo rápido que pasaba. A lo fácil que era perderla… incluso para él.
Un día se estaba feliz y contento, bromeando sobre cualquier tontería, y al siguiente te hallabas en un frío ataúd enterrándose bajo tierra. O simplemente reducido a cenizas, como era aquel caso. Y todo lo que habías sido, y lo en lo que te podías haber convertido, desaparecía del mundo.
Sí, quizá alguien te recordaría. Unos meses. Unos años, con suerte. Pero, al final, caerías en el olvido. En la nada más absoluta. «No somos nada», pensó con amargura.
Recibió la llegada del alguacil con algo de alegría. Lo que él necesitaba era acción y entretener su mente con otras cosas. Tuvo que morderse la lengua en un par de ocasiones, recordándose que él no llevaba la voz cantante en aquella misión —aquel papel correspondía a Eri, líder del grupo—. Se le hacía extraño, pues incluso en las misiones con su Hermano, jōnin también, solía hablar él.
«Bueno, menos responsabilidades», pensó, mirando el lado positivo. Asintió ante la presentación de Eri y aguardó en silencio durante toda la conversación, con gesto serio y manos cruzadas tras la espalda.
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No presté demasiada atención a nada en particular, miraba los alrededores para familiarizarme con la gente y el lugar. No había ido tan lejos de Uzushiogakure nunca y todo parecía extraño y refrescante.
Sin embargo, hubieron un par de detalles que fueron perturbadores. Primero, ¿cuanto llevaba la victima muerta? Días, largos y malolientes días, ¿y la quemaban ahora? Eso olía a chamusquina. Mantuve un semblante pétreo, pero me reí internamente de mi ocurrencia. Que gracioso era dentro de mi, macho.
Saludé cuando Eri me presentó, levantando la mano levemente y bajando un poco la cabeza. Esa fue toda mi interacción con el mundo mientras seguía buscando pistas o cualquier cosa extraña como alguien con un cartel de asesino.