Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
¡Epa! Ahí estaba. Un destello de aprobación; el pasaje que Akame necesitaba para sobrevivir un poco más, una pizca más de tiempo que le era concedido. Con eso se conformaba, pues había demostrado que él sabía obrar buena magia con pocos recursos. Siendo un yonki de mierda en proceso de desintoxicación ya había conseguido urdir un plan para situarse en la alta jerarquía de esa organización, y ponerse a salvo de tantos que querían venganza. De los que seguramente iban a buscarle cuando se dieran cuenta de que Hōzuki Chokichi estaba jodidamente muerto y de que su casa había volado por los aires. Si es que no lo habían hecho ya.
Akame carraspeó. Tuvo la tentación de sacarse un cigarro y ponerse a fumar allí, pero se contuvo. Si algo salía mal y tenía que reaccionar rápido, iba a necesitar las dos manos y toda su concentración. Fumar le relajaba, le distraía. No era el momento.
—¿Traidora? —el Uchiha repitió aquella palabra como si no acabase de entender—. ¿Cómo que traidora? No, no, Anciana... Esta mujer es una superviviente, una en quien las Trillizas han depositado su confianza. Yo aquí lo que veo es una oportunidad, Anciana.
Una fugaz mirada hacia Shikari, insondable, indescifrable.
—Por cómo hablaba de las Trillizas, parece que las conoce bien —Akame volteó a mirar a la vieja y sonrió—. En cualquier caso, el Trío Lalalá ya se habrá dado cuenta de que Shikari las ha traicionado, o que la hemos pillado. Quizá esperen que nosotros la matemos, ahorrándoles el tener que hacerlo, pero... Lo que no van a esperar es que Shikari vuelva a Yugakure no Sato. ¿Y cómo reaccionarán si lo hace?
La Anciana suspiró, tomando otro sorbo de agua y dejando el vaso, empañado, sobre la mesa.
—Tendrían preguntas que hacerle. Muchas.
Intuía por dónde Suzaku quería llevar aquello. Se preguntó si no sería una debilidad, la misma compasión que casi había acabado una vez con Dragón Rojo, y que ella misma había tratado de cortar de raíz en todos sus integrantes. ¿O de verdad lo hacía porque pensaba que era lo mejor para la organización? Difícil saberlo. Más cuando prácticamente no se conocían de nada, y ni siquiera había pasado el bautizo.
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—Sí, muchas. Tantas que quizá no puedan resistir la tentación de hacérselas en persona. Y entonces...
¡BAM!, el joven Uchiha acababa de pegar un sonoro y repentino puñetazo en aquella puta mesa que debía costar una fortuna. Sus ojos brillaban de la anticipación. «Es un buen plan joder. Es un buen plan. Tienen que darse cuenta», rezaba para sí mismo Akame. No es que a él le cayesen especialmente mal las Trillizas de la Tormenta, o al menos no mucho peor que cualquier otro criminal genérico al que no conocía, pero sí que tenía clara una cosa. Si quería hacerse un nombre, tenía que empezar pisando fuerte. Matar a Shaneji había conseguido meterle en las filas de Sekiryuu, pero si quería permanecer allí, debía demostrar que era un miembro útil de la organización; especialmente intuyendo que Kaido iba a estar bastante en desacuerdo con su forma de colocarse a la Cabeza de Dragón Rojo.
—Pero... Soy consciente de que ahora mismo mis palabras pueden caer fácilmente en saco roto. Al fin y al cabo, el propio Tiburón os previnió de confiar en mí, ¿no es cierto? —dijo el renegado, serio y férreo como el hierro—. Algo de un Bautizo, mencionó. ¿Y a qué estamos esperando? Estoy preparado para superar cualquier prueba. Cualquiera.
El Bautizo del Dragón, mal llamado Bautizo Draconiano. Ella había sido su creadora, la cabeza pensante que había parido aquella idea. Otohime la había aplicado, claro, como la experta en fuuinjutsu que era. En un principio, para eliminar debilidades. Ciertas dudas de algunos Cabezas de hasta donde estaban dispuestos a sacrificar por el bien de la causa.
Ahora, se había prostituido para asegurarse la lealtad de cualquier nuevo integrante. Quizá era su mejor uso, en realidad. El método que tenían para elegir nuevos miembros era tan brutal como peligroso. Después de todo, se estaban aceptando a personas que asesinaban a compañeros propios. Era muy fácil que entrasen jodidos enemigos a dinamitar la banda desde dentro. Alguno pensaría que, para eso, mejor eliminar aquella regla.
Tenían razón. Pero la Anciana era una mujer de fuertes tradiciones, y en aquel país ya se habían roto demasiadas como para ser ella quien añadiese una más a la lista.
Oyeron pasos subiendo por las escaleras.
—¡Hola papis! —Money acababa de entrar por la puerta. Se había quitado ya la túnica, esa que usaba para intentar pasar más desapercibido por las calles, y ahora mostraba su habitual vestimenta recubierta de collares de oro, pendientes de oro, anillos de oro y pulseras de oro. Sí, a Money le gustaba el oro—. ¿Todo bien pol aquí, mami?
—Todo bien —se levantó con pesadez—. Cuida de esta chica, Money, hasta mi regreso. Quizá podamos darle cierto uso.
—Pelo, ¿y lo de las tlillizas? ¿Ela cielto?
La Anciana asintió.
—Pagarán —fue todo lo que dijo, antes de hacer un gesto con la mano a Suzaku para que la acompañase.
• • •
Suzaku y la Anciana llevaban caminando por media hora, hacia el oeste. Hacía tiempo que habían dejado el pueblo atrás, y ahora bordeaban la costa por caminos estrechos rodeados de un bosque de pinos.
La Anciana rompió al fin el silencio:
—¿Por qué mataste a Shaneji? —Directa y sin rodeos.
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Akame seguía a la Anciana sin articular palabra, silencioso, diligente, como una sombra de la propia mujer. Dentro de su cabeza, todo era un avispero. Se preguntaba si de verdad mantendrían con vida a Shikari o si ya la habrían degollado para luego arrojar su cuerpo por algún acantilado. Se preguntaba si la Anciana no le estaría llevando a un lugar apartado donde le esperaban enemigos multitudinarios y poderosos que le dieran muerte, como a una bestia salvaje, entre los bosques. Se preguntaba cuánto dinero movía realmente Dragón Rojo, y si la apariencia de Money no era simplemente un farol. Se preguntaba muchas cosas, el joven Akame.
Sin embargo, cuando la Anciana le requirió saber el motivo que le había llevado a asesinar a Shaneji, el Uchiha no dudó ni un segundo. No mintió, ni pensó en disfrazar la verdad. La disparó tal cual, a bocajarro y sin edulcorar, directa a la cara de aquella que se la había pedido.
—Porque no pienso ser el perro faldero de nadie. Ya he tenido suficiente con una correa, si iba a hacer todo este camino y a ponerme en la diana de las Tres Grandes, no sería para lamer unas cadenas distintas. Eso es lo que pretendía mi buen amigo Kaido, y eso es lo que pretendía Shaneji... —agregó, con su habitual voz calmada—. Ninguno de los dos supo ver que no se puede encarcelar a un verdadero Dragón. No por mucho tiempo.
Akame había vuelto a colocarse su kasa de paja en la cabeza, aunque el característico cigarrillo que tan identificable podía ser como un rasgo inequívoco de su apariencia todavía no se veía en sus labios. El Uchiha seguía alerta. Luego siguió hablando.
—Supe de vuestros métodos de ascenso, un tanto heterodoxos he de decir —levantó ambas manos, como diciendo "no voy a ser yo quien os juzgue"—. Así que Shaneji se convirtió en el objetivo perfecto. Confiado, presuntuoso, impulsivo... Incapaz de ver que tenía una espía delante de sus narices. No fue difícil.
Pese a todo, no había rastro de orgullo o disfrute en lo que Akame relataba. Parecía obvio que no tomaba placer en haber matado al Hōzuki, incluso si esto había sido una condición necesaria para librarse de la correa de sus amos.
El chico estaba demostrando tener carácter de dragón, de eso no cabía duda. Y si había logrado asesinar a Shaneji, era porque, efectivamente, su sangre era más fresca y más fuerte. De hecho, por eso su organización se llamaba Dragón Rojo. Porque siempre corría por sus venas sangre fresca, de un rojo puro. Los que se marchitaban eran rápidamente substituidos por otros en la cadena de mando. Y funcionaba de manera natural y orgánica, como podía suceder en la naturaleza con una manada de lobos.
Claro que no todos opinarían como ella. Había quienes, aún con sus cosas, habían forjado ciertos lazos con Shaneji. Quienes no le haría ninguna gracia que Suzaku se convirtiese en un dragón. Por eso era vital que pasase el bautizo antes de que algunos de estos se topasen con él, o podrían darse pérdidas. Y eso, era lo último que necesitaban en aquellos momentos.
—Shaneji cumplió su papel. Fue un hombre leal a la causa y con el temperamento necesario, pero tienes razón, también demasiado impulsivo y confiado. No cometas sus errores. —La Anciana había conocido a muchos como Suzaku. Tipos con temperamento, pero con cabeza y bien conscientes de que el peligro estaba en todas partes. Entonces, un día, se hacían demasiado fuertes para su propio bien. Alcanzaban no solo un poder físico abrumante, sino también el que podían ejercer sobre el resto de personas. Se llegaban a pensar que eran dioses, intocables. Y, entonces…
Entonces les pasaba como a Shaneji.
—Kaido dijo que fuiste el Campeón de Uzu. Por cómo suena parece que las cosas te iban bien allí. ¿Qué te motivo a exiliarte? —Por mucho que para ser un Cabeza de Dragón bastase con matar a otro, se requería a un padrino, alguien que avalase tus aptitudes.
Shaneji había sido ese padrino para Kaido. Y ella se estaba pensando cada vez más en ser su madrina, en vez de…
Bueno, de la única otra opción que existía.
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Akame no dijo nada ante la advertencia de la Anciana. Para él, aquel mantra era algo que se había vuelto tan natural como respirar. Siempre alerta, siempre en guardia. Los pocos momentos de descanso que podría tener desde que había vuelto a la vida los atesoraba como verdaderas fortunas, retazos de una costumbre que a él ya se le hacía extraña, alienígena. Para alguien que había visto el verdadero color del mundo, que había tenido que sobrevivir por su propia cuenta y riesgo, no había otra forma de seguir adelante. Sólo esa. Así que, cuando la Anciana le previno sobre sucumbir al mismo destino que Shaneji, Akame no dijo nada, a pesar de que querría haber reído. «Eso sería tremendamente irónico», se dijo. Quién sabe si un día los dioses serían tan caprichosos como para hacerle probar su propia medicina.
A medida que la conversación —el interrogatorio, más bien— avanzaba, el Uchiha no mudaba su actitud serena. No pretendía mentir ni dar una imagen más que la vestía. Y así pensaba hacérselo saber a la Anciana.
—¿Motivos? Podría haber unos cuantos... Una trampa, tendida por un enemigo. Un gobernante celoso e ignorante, temeroso de que otros pudieran hacerle sombra. Un traidor que abandonó a su propio Hermano. Un atentado contra mi persona, con la intención de borrarme para siempre de la faz de Oonindo.
Conforme listaba los agravios que Uzushiogakure no Sato había cometido contra él —incluso aunque había obviado que todos ellos tenían una base sustentable—, Akame notaba una furia primigenia naciendo dentro de sí. Pero la reprimió, como se regaña a un perro al que hay que domesticar, como se mantiene a raya a una bestia furiosa. Por mucho que le gustara creerlo, ninguno de aquellos hechos había sido, en el fondo, el motivo de su exilio.
—Pero en realidad —replicó—, si hemos de buscar un culpable, lo tenemos aquí mismo. La verdadera razón fue que yo era estúpido, un shinobi más, un esclavo alienado al servicio de las Grandes Aldeas y los poderosos señores... Y cuando uno se quita esa venda, cuando es capaz de ver La Verdad, ¿qué otra cosa puede hacer sino arrastrarse incansablemente hacia ella?
Miró a la Anciana, y sus ojos estaban llenos de determinación.
Ah, aquel chico era de los suyos. Maltratado por el sistema, subyugado y reducido a su mínima expresión, había roto sus cadenas y ahora, al fin, volaba libre. Como el dragón que era. Como el dragón que sería.
—Y esa verdad te ha traído hasta aquí. Nosotros no hincamos la rodilla ante nadie. Somos libres, si eso es lo que buscas. Pero la libertad tiene un precio. Como ninja habrás hecho cosas terribles, estoy segura. Pero siempre excusándote en que tú solo eras la mano ejecutora. No necesitabas pensar, no necesitabas comprender. Aquí, eso no pasa. Serás dueño de tus actos, y serás dueño de tus atrocidades.
¿Sería capaz de vivir con eso? Algo le decía a la Anciana que sí. Y, sino, la Marca del Dragón le ayudaría.
—Una última cosa, Suzaku. —Y aquello era importante. Porque una decisión buena, si se hacía por los motivos equivocados, podía llevar al desastre—. ¿Por qué quieres unirte a nosotros?
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Las palabras de la Anciana le arrancaron una sonrisa amarga al Uchiha. Sí, en efecto, él había sido esa clase de shinobi; el que pensaba que adherirse a su estricto código moral justificaba cualquier tropelía, el que se había escudado siempre tras una barricada de reglas y leyes ninja. Como bien decía la misteriosa mujer, ya no estaba en ese terreno, sino en la maldita selva. Y en la selva, uno mataba por su propia mano, sobrevivía por su propia mano, y lidiaba con sus propios fantasmas. Pero Akame no temía a la selva. Era el único lugar al que podía ir. ¿Que por qué quería unirse a Sekiryuu? La respuesta no podía ser más sencilla.
—Porque se me ha dado una segunda oportunidad de vivir, de hacer las cosas. Y tengo intención de aprovecharla. Kaido me trajo hasta aquí y ahora yo puedo labrarme mi propio camino. No tengo ningún otro sitio al que ir.
Sincero, directo. Como había sido desde que empezara aquel interrogatorio disfrazado de serena conversación de paseo. Akame no tenía nada que esconder, pues incluso aquello que podría haberle causado más pudor revelar, Kaido se había asegurado de que todos los Ryuutō supieran quién era realmente aquel muchacho escuchimizado y mutilado.
Dragón Rojo estaba hecho para otorgar segundas oportunidades. También para acoger a aquellos que estaban perdidos, y que no tenían un sitio en el mundo. Y, por supuesto, para darles esa ansiada libertad. Una libertad guiada, claro. Porque, de lo contrario, no sería libertad, sino mero caos. ¿Y quién quería eso? No era bueno para nadie, ni para uno mismo. El Ryū no Senrei se encargaría de eso: de alumbrar su camino. De mostrarle lo que verdaderamente era importante y lo que no.
Tomada la decisión, la Anciana guio a Suzaku por casi una hora más. A veces, atravesando bosques de pinos, haciendo sus propios caminos. Pero rápidamente volviendo otra vez a la costa.
Llegaron hasta un escarpado acantilado gris, que regalaba una vista de unos veinte metros en caída libre. El mar, embravecido, se tomaba turnos para embestirlo. Se recogía hacia atrás, como si quisiese coger carrerilla, y entonces avanzaba con todo para tirarse de cabeza a las afiladas rocas. Y otra vez a recogerse. Y otra a embestir.
Otra vez.
Otra vez.
—Hoy la marea está alta —comentó, asomando la cabeza en el borde. Miró a Suzaku, entornando los ojos—. Sígueme.
Avanzó un paso y…
… su cuerpo cayó al jodido vacío.
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Akame se detuvo junto al acantilado, dejando que el viento le golpease en el rostro. El olor de la brisa del mar le recordó a Uzushiogakure, a sus playas de blanca arena y sus costas, al mar revuelto y embravecido. Pese a todo, aquel era distinto; no lucía fiero ni bravo como el que Akame estaba acostumbrado a ver, el que le había acompañado durante sus años en el Remolino. «No, este está simplemente enfadado», se dijo el Uchiha. Por eso, cuando la Anciana saltó para despeñarse por el acantilado sin mirar atrás ni mostrar atisbo de duda, el renegado avanzó un paso más.
Ni siquiera miró abajo. No le hacía falta. Su determinación era tan fuerte que la sentía como una maldita armadura, como una coraza impenetrable que le protegería de cualquier daño. No había burlado a la Muerte, vuelto a caminar y limpiado su mente de veneno para morir allí abajo, con el cuello roto por las rocas. No era su destino. Así que el Fénix simplemente avanzó un paso más. Y luego otro.
Y luego otro. Hasta que su pie derecho no encontró la solidez de la roca, sino la caricia del aire. Y se dejó caer.
Un ave rapaz se posó allí donde Akame había saltado. De plumas blancas y negras, y ojos tan rojos como el Sharingan. Observando, curiosa, cómo el Uchiha desaparecía en medio del mar.
Pero, ¿qué había pasado?
Pues que cuando estaba a punto de colisionar contra las olas embravecidas, Akame se coló en una abertura que había en medio del agua. Un tobogán de hielo que bajaba en picado al menos otros ocho metros para luego formar una especie de “L” curvada e ir allanándose poco a poco. El agua caía desde arriba, bañando el interior del tobogán, y en apenas unos segundos el Uchiha salió disparado como un torpedo, sumergiéndose esta vez de verdad en el agua.
Cuando salió, pudo comprobar que se encontraba en el interior de una cueva, iluminada con luz artificial. La Anciana caminaba hacia la orilla, allí donde el suelo de la cueva subía impidiendo el paso del mar.
¡Craasshhhh! Oyó, a sus espaldas. El tobogán de hielo se había resquebrajado.
La cueva era amplísima, llena de tubos de neón que iluminaban el interior. Estaba repleta de estalagmitas, estalactitas y columnas rocosas de variadas y extrañas formas que llegaban hasta el techo. Algunas de ellas, iluminadas por luces de neón verde y azul, parecían árboles. Otras, si la mente te jugaba una mala pasada, calaveras apiñadas unas con otras. La bóveda de la cueva también reflejaba distintos colores, según la potente luz de neón por la que era alumbrada. Y dicha bóveda, a su vez, se veía reflejada en un gran lago que invadía el centro de la cueva.
Junto al lago, una gran mesa redonda, de madera rojiza y ocho sillas a su alrededor. Una de ellas ocupada por una mujer, de unos cuarenta años, de cabello negro y ojos castaños. Se levantó nada más verlos, tirando un cigarro a medio consumir y aplastándolo con la suela de su zapatilla.
—Vaya, al final lo has traído… —Vestía con una camisa holgada, de cuadros, y un vaquero corto—. Akame, ¿cierto? Yo soy Otohime.
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De haber tenido unos cuantos años menos —y menos sangre en sus manos, probablemente—, Akame casi se habría permitido soltar una exclamación de gozo, como un niño pequeño, al caer por aquel tobogán. El grito de terror que se le había ahogado en la garganta al casi verse estampado contra las bravas aguas bajo el acantilado —casi se había cagado en los calzones, de forma justificada no obstante— se le había convertido en una exclamación sorda de la más sincera sorpresa. «¿¡Esta vieja de los cojones recibe a todos los nuevos integrantes siempre así!? ¡Pero si tiene pinta de pillarse un reúma a la más mínima!» Incrédulo, el Uchiha se dejó llevar por aquel tobogán de hielo hasta el interior de la cueva. De la guarida de Sekiryuu, Ryūgū-jō.
—¡Hop!
Con un ágil aterrizaje, el renegado se posó al borde de las aguas. Luego siguió caminando, adentrándose en aquella gruta que bien podía llegar a convertirse en un ataúd submarino para él. «Este es el momento. Ahora o nunca. ¿Qué habrán hecho con Shikari, estos malditos?» No había dejado de pensar en la prostituta desde que les separasen. Dudaba que nadie en aquella junta de cabrones tuviera dudas sobre lo útil que podía resultar aquella mujer, pero tal vez la balanza beneficio/riesgo se inclinaba del lado contrario al final del día. Akame se sacudió la idea de la cabeza; necesitaba estar fresco.
Cuando llegó junto a la mesa, sus ojos observaron a la mujer que le daba la bienvenida. Concretamente, siguieron la trayectoria del cigarrillo cuando ésta lo arrojó al suelo, y frunció los labios. Su propio paquete de tabaco, ya escaso, estaría ahora empapado. Inservible.
—Un gusto, Princesa —respondió el Uchiha, lacónico. Luego agregó con cuanta tranquilidad fue capaz de reunir, casi de forma inocente—. ¿No tendrás otro pitillo por ahí?
—Ya habrá tiempo para eso —cortó la Anciana, impaciente—. Es hora de comprobar si el chico está preparado para ser uno de los nuestros. Es hora del Ryū no Senrei.
—El Bautizo del Dragón —dijo Otohime, desviando la mirada hacia Akame. Sus ojos le miraron de arriba abajo, como quien comprueba el estado de una yegua y decide que no vale más de doscientos ryos—. ¿Estás seguro? Muchos mueren en el intento.
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El Fénix chasqueó la lengua, molesto, cuando la Anciana le impidió disfrutar de lo que quizás sería su último momento de indulgencia; su último cigarrillo. Sí, ya había escuchado antes aquello del "Bautizo del Dragón", e intuía que debía ser una clase de prueba especialmente dura. Las palabras de Otohime no hacían sino reafirmar aquella sospecha, pero llegados a aquel punto, ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Acaso iban a dejarle marchar por aquel mismo tobogán de hielo si de repente Akame se arrepentía de sus pecados e imploraba perdón, o clemencia? Claro que no. Y tampoco lo necesitaba; él era un superviviente. No necesitaba perdón, ni piedad. Sólo una oportunidad, un pequeño resquicio que aprovechar...
—La muerte no me es ajena —respondió el Uchiha, encogiéndose de hombros—. Otros lo han intentado antes. Veremos si este Bautizo vuestro tiene mejor puntería.