Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
Yui clavó una lenta y dolorosa mirada en los ojos de Ayame, estudiándola. A medio camino, su mueca juzgamental se transformó en una orgullosa sonrisa. Le mostró aquellos dientes durante tanto tiempo en silencio que cualquiera creería que a Yui no le hacía falta parpadear.
—Ahh... no puedo librarme de Shanise ni cuando no está aquí, ¿eh? Entiendo por qué te eligió a ti. O a lo mejor es que has aprendido rápido. —Imitando a Ayame, Yui se reclinó y suspiró, echando los brazos hacia atrás. Sus pies casi tocaban ya el respaldo del asiento de enfrente, que estaba lleno del barro de sus botas—. Tienes razón. Pero si todo parece estar como siempre, iré directa a hablar con ese charlatán. Tengo preguntas que hacer.
»Quizás deberíamos averiguar primero dónde está ese tal Maimai del que te hablaron.
Yui clavó sus electrizantes ojos en Ayame. Y ella sintió aquel intercambio como si acabara de ser atravesada por un relámpago. Su presencia siempre había sido demasiado poderosa para ella, y no tardó en apartar la mirada, incómoda y amedrentada. Ella sonrió, mostrando aquellos dientes afilados como cuchillas.
—Ahh... no puedo librarme de Shanise ni cuando no está aquí, ¿eh?Entiendo por qué te eligió a ti. O a lo mejor es que has aprendido rápido —pronunció, y Ayame se sonrojó hasta las orejas.
—Gracias, Yui-sama —dijo, aunque en realidad no estaba segura de lo que debía responder a aquellas palabras.
Yui suspiró y se reclinó hacia atrás, pasando los brazos por detrás de su nuca. Sus pies, calzados con botas enteramente embarradas, ya casi tocaban el respaldo del asiento que quedaba junto a Ayame y del que tanto se esforzaba por alejarse.
—Tienes razón. Pero si todo parece estar como siempre, iré directa a hablar con ese charlatán. Tengo preguntas que hacer. Quizás deberíamos averiguar primero dónde está ese tal Maimai del que te hablaron.
Ayame asintió.
—Quizás podríamos empezar por ubicar ese hotel... ¿Cómo era? ¿El Lucero del Alba? —meditó, llevándose el dedo índice al mentón.
27/04/2021, 22:25 (Última modificación: 27/04/2021, 22:25 por Amedama Daruu.)
Yui achinó los ojos, y como Ayame, se acarició el mentón con el dedo índice. Durante unos largos diez segundos meditó en silencio, exprimiéndose al máximo.
—Sí... sí. Me suena que sí. —No. Definitivamente no. Pero el problema de Ayame con los nombres y las escasas luces de Yui para los pormenores (es decir, lo que no conllevara una patada en la puerta y posiblemente en la boca) les jugaron una mala pasada—. Está bien, pues de incógnito que iremos, tú ganas. —Sonrió. Luego miró por la ventana.
La lluvia prácticamente no les dejaba ver nada. El tiempo pasó, ellas en un profundo silencio. Al menos hasta que Yui decidió echar la cabeza hacia atrás y dormirse. La extraña posición que había adoptado le costó unos cuantos ronquidos, que se le pasaron cuando un bote del ferrocarril la despertó momentáneamente. Gruñó, bajó los pies del asiento y se colocó mejor, apoyando la cabeza en la ventana. Ayame quedó entonces en soledad, con el traqueteo mecánico de las vías y el repiqueo constante de la tormenta en el cristal. Allá al fondo podían verse los altos picos de la Cordillera Tsukima. Yukio estaba cerca de sus faldas, pero al cobijo de la nieve y la distancia, sus tejados de piedra y sus chimeneas humeantes eran, todavía, tan sólo un lejano recuerdo.
—Ahem.
»¡Ahem!
Un anodino hombre vestido con un uniforme aún más anodino aguardaba tras la puerta entreabierta. Cargaba un carro cargado hasta los topes de botellas de una bebida amarillenta.
»Perdónenme. Pertenezco a una empresa de bebidas y estamos promocionando una limonada natural. Los mejores limones del País de la Tierra. ¿Quieren probar? Es una muestra gratuita. —Le dedicó a Ayame una media sonrisa algo tímida y sin preguntar, dejó un par de botellas a ambos lados del vagón, en los asientos. Hizo una pequeña reverencia, cerró la puerta y echó a caminar, empujando su carrito.
Justo en ese momento, Yui profirió un tremendo ronquido que la sacó completamente del trance. Miró a ambos lados, luego a Ayame, con una mirada asesina, como queriendo asegurarse de que no hacía ningún comentario por haberse dado cuenta de que se había despertado a sí misma. Luego sus ojos se fijaron en la botella, que tomó con la mano.
—¿Limormenta? —Hizo una pedorreta con los labios—. Vaya mierda de nombre que le ponen a estas cosas últimamente. ¿Qué es, un refresco? —Yui desenroscó el tapón y dio dos buenos tragos—. Egh, sabe raro —comentó—. Es como un limón pasado por agua. Me recuerda a un suero que me tuve que tomar una vez cuando estuve cagando a chorros.
—Sí... sí. Me suena que sí —meditó Yui, achinando los ojos mientras se acariciaba el mentón. Y ninguna de ellas se dio cuenta de que se habían juntado dos ingredientes en un cóctel demasiado peligroso para ambas. Tan peligrosos como que podían dar al traste con su misión: la escasa memoria de Ayame para los nombres como lo despistada que podía ser Yui en cuestiones como aquella—. Está bien, pues de incógnito que iremos, tú ganas.
Ayame contuvo un suspiro de alivio y, tal y como hizo Yui, hizo vagar su mirada por el paisaje que se atisbaba al otro lado de la ventana. Aunque poco había que ver, pues la constante cortina de agua empañaba el panorama. Sin embargo, como hipnotizada por el repiqueteo de la lluvia, pronto fueron los pensamientos de Ayame los que empezaron a divagar. Pensamientos difusos, que tenían más o menos que ver con la misión, pero que, en conjunto con el traqueteo del ferrocarril, la estaban empezando a arrullar como si de una nana se tratase. La Cordillera de Tsukima comenzaba a adivinarse a través de la lluvia: picos altos cubiertos por un misterioso a la par que bello manto de nieve gélida. Yukio debía encontrarse a su pie, con casitas mucho más cálidas y acogedoras que lo que podrían ser aquellos crueles picos.
—Ahem.
Ayame pegó una ligera cabezada justo en el momento en el que alguien reclamaba su atención en la entrada del compartimento. Ligeramente aturdida, sacudió la cabeza y se volvió hacia un hombre que no conocía y que arrastraba un carrito lleno de botellas con un contenido amarillento.
—No hemos pedido na... —comenzó a decir, pero enseguida se vio interrumpida.
—Perdónenme. Pertenezco a una empresa de bebidas y estamos promocionando una limonada natural. Los mejores limones del País de la Tierra. ¿Quieren probar? Es una muestra gratuita.
Pero ni siquiera les dio tiempo a responder. Dejó un par de botellas sobre los asientos y, tras una pequeña reverencia, cerró la puerta y siguió su camino.
«¿Qué clase de empresa hace publicidad de su producto sin tan siquiera mencionar su nombre?» Se preguntó Ayame, torciendo el gesto, mientras tomaba una de las botellas y la inspeccionaba con cuidado, buscando cualquier indicio en la etiqueta de que pudieran contener alcohol.
Justo entonces Yui profirió un sonoro ronquido que le hizo dar un respingo y la despertó en el proceso. Bajo la escrutadora y acusadora mirada de Yui, Ayame fingió no haberse dado cuenta de ello, aunque era más que evidente que era algo imposible.
—¿Limormenta? —comentó Yui, súbitamente interesada por el regalo. Hizo una pedorreta con los labios—. Vaya mierda de nombre que le ponen a estas cosas últimamente. ¿Qué es, un refresco?
—Eso parece. Aunque espero que no sepa a menta, con ese nombre —bromeó, mientras Yui desenroscaba el tapón y le daba dos buenos tragos.
—Egh, sabe raro —comentó—. Es como un limón pasado por agua. Me recuerda a un suero que me tuve que tomar una vez cuando estuve cagando a chorros.
En aquella ocasión, Ayame no pudo disimular el gesto de asco que se dibujó en su cara. Quizás en un intento por esconderse, desenroscó su propia botella y le dio un pequeño sorbo, tanteando su sabor. Cualquiera que le conociera mínimamente sabía a la perfección lo especialita que podía ser para las bebidas.
—Por cierto, ¿desde cuando son famosos los limones del País de la Tierra? Es la primera noticia que tengo.
La bebida no tenía ni alcohol ni gas, era una simple limonada, una especialmente dulce. Como pudo comprobar Ayame, el menta venía de tormenta, afortunadamente: un rayo cruzaba el logotipo de la marca. Como bien dijo Yui, era prácticamente agua, pero con un cierto aroma a limón. Nada del otro mundo.
—Oye, pero la verdad es que... —Yui le dio un buen trago, esta vez, a su Limormenta—. Es de estas mierdas que cuanto más las bebes más buena está.
»Sobre los limones: sí, tienen bastante fama, sobretodo los de ese pueblo que... coño, cómo se llama. En fin. Como Yachi, pero con limoneros. Un pueblo aburrido lleno de gente aburrida que cultiva limoneros.
Desde luego, si alguien de Yachi escuchase a su jefa de estado se sentiría terriblemente ofendido. Pero Yui no se impresionaba con unos simples huertos de calabaza.
»Coño, pues esto está bueno, ¿eh? ¿Limormenta, eh? ¿Serán de aquí? ¿Entonces por qué usar limones del País de la Tierra? Ah... ya. —Yui cavilaba en voz alta, mientras observaba la etiqueta de la bebida con los ojos entrecerrados, como manteniendo un debate consigo misma. No estaba claro si lo estaba ganando o lo estaba perdiendo. A juzgar por su expresión confusa, era lo segundo.
Ni alcohol, ni gas. Tampoco tenía aquel regusto mentolado que le provocaba arcadas, el menta debía venir entonces de tormenta, tal y como auguraba el rayo que cruzaba el logotipo de la marca. Limormenta era un refresco con sabor a limón aguado, como le había dicho Yui. Estaba dulce, pero también ácido. Puede que no fuera nada del otro mundo, pero no estaba malo. Por eso, le pegó un nuevo sorbo, esta vez con más ganas.
—Oye, pero la verdad es que... —Yui, súbitamente animada, le dio un nuevo trago. Y de los grandes—. Es de estas mierdas que cuanto más las bebes más buena está.
—Bueno, tampoco está tan mal —respondió Ayame, con una risilla. Desde luego, había probado cosas mejores. Pero también mucho peores.
—Sobre los limones: sí, tienen bastante fama, sobre todo los de ese pueblo que... coño, cómo se llama. En fin. Como Yachi, pero con limoneros. Un pueblo aburrido lleno de gente aburrida que cultiva limoneros.
Ayame apoyó una mejilla en la mano, con gesto pensativo. Había pasado deliberadamente el desinterés que tenía Yui por las calabazas y los limoneros. Ya conocía su carácter lo suficiente como para saber que ese tipo de cosas no iban a despertar su interés. Sobre todo si no servían para golpear o derribar cosas.
—Pues... la verdad es que no me suena... Es la primera noticia que tengo de ese pueblo, tendré que visitarlo algún día.
—Coño, pues esto está bueno, ¿eh? —repitió. Entonces alzó la botella hasta la altura de sus ojos, que entrecerró mientras examinaba el etiquetado con un gesto meditativo que nada le pegaba—. ¿Limormenta, eh? ¿Serán de aquí? ¿Entonces por qué usar limones del País de la Tierra? Ah... ya.
—¿Ya? —repitió Ayame, confundida—. Si le digo la verdad, yo pensaba que el vendedor era del País de la Tierra. Es un poco extraño usar limones de allí y utilizar un nombre con la palabra "tormenta", ¿no?
6/05/2021, 12:05 (Última modificación: 6/05/2021, 12:05 por Amedama Daruu.)
Pero Yui seguía mirando la botella, los ojos entrecerrados, los párpados cada vez más juntos. Hasta que se cerraron, y soltó la botella con delicadeza mientras se derrumbaba en el sofá del vagón. El líquido se desparramó por el suelo.
Ayame bostezó y también soltó su botella. La vigilia era demasiado pesada, y tuvo que soltar su lastre y entregarse a los brazos de la oscuridad.
Pese a que siempre la había aterrado.
Más allá del vagón, un hombre —¿o era una mujer?— de rostro anodino sonrió para sí y pensó en la suerte que había tenido.
Su deber era encontrar ninjas y capturarlos. Pero ese día no encontró ninjas. Encontró oro.
«El Emperador se va a llevar una bonita sorpresa...»
Ayame recobró la consciencia de la misma manera en la que alguien hubiera despertado si se le arrojase un jarro de agua encima. Estaba en una sala oscura, sólo iluminada por la luz parpadeante de un tubo de fluorescente cuyo compañero había muerto ya hacía mucho tiempo. Si trataba de moverse, comprobaría de inmediato que tenía las manos atadas a la espalda. Si trataba de zafarse, no podría hacerlo. Esposas supresoras, el viejo truco.
Estaba sentada en una silla de madera, amordazada, atada de pies y manos junto a Yui, en otra silla, todavía profundamente dormida. El silencio era abrumador: no se oía ni el zumbar de una mosca. Tan solo el maldito fluorescente, parpadeando.
Era suficiente como para poner de los nervios a cualquiera.
Pero Ayame no estaba a solas con Yui. Había algo en su fuero interno que trataba de advertirla de un peligro inminente. Entonces su embotado cerebro comenzaría a advertirle, o más bien a dejarle escuchar... escuchar la voz de Kokuō, que había visto todo, que sabía dónde estaba: en Yukio. Que sabía quién estaba allí, no muy lejos:
Kurama.
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Pero Yui nunca llegó a responderle. Sus ojos, nublados por una extraña niebla, terminaron por cerrarse del todo y la Tormenta se derrumbó en su asiento.
—¿Yui-sama? Ugh... —Ayame, alarmada, quiso inclinarse sobre su líder para comprobar qué le había pasado, pero un extraño mareo la obligó a quedarse en su sitio y llevarse una mano a la cabeza. La botella que sostenía cayó al suelo con un estrépito de cristales rotos, y su contenido se desparramó por el suelo.
«¿Qué está...?» Todo a su alrededor daba vueltas y los párpados le pesaban demasiado. Una voz en su cabeza gritaba, como si intentara advertir de algo, pero ella no era capaz de comprender el significado de sus palabras. Antes de que se diera cuenta, se vio arrastrada a un pozo sin fondo en forma de sueño involuntario al que no fue capaz de resistirse.
. . .
«¡Señorita, despierte!»
Fue la voz de Kokuō la que la despertó de golpe. Aún profundamente aturdida y con una especie de telaraña aún envolviendo sus pensamientos, Ayame gimoteó y sacudió la cabeza a un lado. Estaba incómoda. Pero cuando intentó moverse para tomar una postura mejor, comprobó que no era capaz de hacerlo: Estaba sentada en una silla de madera, con las manos atadas tras la espalda y los pies también inmovilizados. Por supuesto, no fue capaz de ejecutar su técnica insignia para liberarse. Las esposas supresoras eran la primera regla de oro a la hora de capturar a un shinobi. Y por si no fuera suficiente, una tela cubría su boca, amordazándola.
«¿Qué...? ¿Qué es esto? ¿Dónde estoy?» Se preguntó, aterrada, mirando a su alrededor.
Estaba en una sala oscura que le puso los pelos de punta, sólo alumbrada por la mortecina y tintineante luz de un tubo fluorescente que parecía encontrarse en las últimas antes de terminar como su hermano gemelo, apagado junto a él. Cerca de ella, pero aún profundamente dormida, estaba Yui, en las mismas condiciones que ella.
—¡¡Hhmmmmph!! —trató de llamar su atención a través de la tela que sellaba su boca, pero nada inteligible salió de ella. Con la respiración agitada y el corazón palpitándole con fuerza, Ayame se volvió hacia sus adentros.
«Kokuō, ¿dónde estamos...? Lo último que recuerdo es el tren y esa limo... Oh, no.»
«Oh, sí. El viejo truco de la limonada con droga para dormir.» Resopló Kokuō. «Escúcheme, porque está en una situación muy delicada: Está en Yukio. Después de que cayera inconsciente, un grupo de soldados os arrastraron hasta aquí abajo. Y sé que lo siente... Sabe que no está sola con Yui. Y también está segura de que no tardará en llegar.»
La respiración de Ayame se aceleró aún más. Tenía la frente perlada de sudor y temblaba de pies a cabeza. Sí, por supuesto que lo sentía. Casi podía llegar a sentir sus garras cerrándose de nuevo sobre ella, casi podía ver aquellos brillantes ojos naranjas en la oscuridad de aquella sala. Casi podía sentir aquel láser de energía viva desgarrando su piel, quemando su cuerpo, reduciendo a cenizas sus huesos. Kurama.
«¡No pienso quedarme aquí!»
Quedarse allí era sinónimo de morir. Kurama ya se lo había dejado claro en su último encuentro. La negativa de Kokuō para apoyarle se había traducido en traición, y la única sentencia posible era la de muerte.
Por eso, en un gesto tan desesperado como estúpido, Ayame se impulsó hacia un lado con la intención de hacer caer la silla con el peso de su propio cuerpo. Con suerte, y aunque no llegara a desatarse del todo, podría deslizar las piernas por las patas de la silla o pasar los brazos por encima del respaldo.
Ayame se impulsó hacia un lado y cayó con la silla en el suelo. Poco a poco, consiguió pasar los brazos por delante del respaldo: pero eso solo los dejó tras su espalda. Desafortunadamente, cada pie estaba atado firmemente a cada pata de la silla, tanto que rozaba y dolía. No lo quitaría fácilmente.
Justo en ese entonces, la puerta se abrió. La temperatura pareció descender de golpe, y al respirar, Ayame expulsó vaho de su boca. Era un frío familiar. Un frío reconfortante. Era...
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8/05/2021, 19:29 (Última modificación: 8/05/2021, 19:29 por Kuroyuki.)
...un frío familiar, sí. Pero cuando miró y vio aquellos ojos rojos con rendijas negras, cuando vio aquella sonrisa tétrica que no pertenecía a su cuerpo, cuando vio su pálida piel y su cabello negro como el carbón, Ayame supo que estaba en aprietos. Ayame perdió cualquier esperanza de que Kōri hubiese venido en su rescate.
Kuroyuki, no: Kurama, la miró con sorna.
—Vaya, una rata intentando escapar. Qué triste. —Negó con la cabeza, y se acercó lentamente a Yui, la reina durmiente del País de la Tormenta. Pasó un brazo por detrás de sus hombros, como queriendo abrazarla, e hizo un extraño sello con una mano. Con un curioso sonido crepitante, el aire alrededor de su mano se cristalizó en una larga uchigatana de un extraño color entre el negro, el púrpura y el azul Kurama giró la vista hacia Ayame—. No me gusta hablar con gente que está tirada en el suelo, incluso si son mis prisioneros. Trato a la gente con algo de deferencia, por favor. ¡Qué menos!
»Ahora has puesto las cosas más difíciles para ti misma, Aotsuki Ayame. Trata de levantarte y volverte a poner en tu sitio. Vamos, estoy esperando. Si no lo consigues... bueno, lo interpretaré como una falta de respeto y le cortaré el cuello a tu Señora Feudal. —Hizo una pausa, mirando al techo, como intentando recordar—. Ah, es verdad. La última en la línea sucesoria, ¿no? ¡Qué interesante sería ver qué pasaría con el trono de la Tormenta! ¡Ohhh, quizás incluso me beneficie matarla! ¡Una guerra de sucesión, qué gran oportunidad para extender mis dominios hacia el sur!
Volvió a mirar a Ayame.
»Pero quién sabe, quizás me sienta generoso. Vamos, levántate, vasija.
¤ Hyōbuki no Jutsu ¤ Técnica de las Armas de Hielo - Tipo: Apoyo - Rango: B - Requisitos: Yuki 70 - Gastos: 2 CK por armas pequeñas, 10 CK por armas grandes - Daños: - - Efectos adicionales: Crea armas de hielo duraderas desde el inventario (ver descripción) - Sellos: Uno, específico, de una mano, por cada arma a crear - Velocidad: Muy rápida (objetos pequeños), Moderada (objetos grandes) - Alcance y dimensiones: -
El usuario dispone de una sección en el inventario reservada para esta técnica. Mediante el uso del Hyōton, es capaz de crear dichas armas (el número desde el inventario disminuye) desde las manos o desde los antebrazos, en pleno lanzamiento, únicamente en el caso de las armas de tamaño pequeño. Esta técnica puede ser utilizada tanto por clones de sombra como por clones de hielo, que sustraerán las armas también del inventario reservado para la misma.
El golpe contra el suelo fue seco y duro. Tan duro que extendió una punzante oleada de dolor desde su hombro que le hizo cerrar los ojos y apretar las mandíbulas para ahogar un gemido. Pero la situación era urgente, y no podía quedarse en el suelo para quejarse de dolor. Con los ojos aún anegados de lágrimas, Ayame se retorció sobre sí misma como pudo. Consiguió pasar los brazos por encima del respaldo de la silla, pero sus pantorrillas estaban firmementes atadas a las patas de la silla. Y con las manos tras la espalda y su chakra inutilizado por aquellas malditas esposas no tenía modo alguno de desatarse.
«Maldita sea... ¿Y ahora qué?»
Fue entonces cuando lo escuchó. La puerta del calabozo se abrió de golpe, y Ayame alzó la mirada entre respiraciones agitadas y el corazón galopante. La invadió una repentina sensación de frío cuando la temperatura del aire descendió varios grados de golpe. Una nube de vaho acompañó a su respiración a través de la mordaza. Y aunque sabía que era imposible, su corazón se negó a escuchar al cerebro y se dejó arrastrar por aquella marea de esperanza.
«No puede ser... ¿Kōri...?»
Pero su gesto se transformó en uno de absoluto terror cuando vio a la figura que atravesaba el umbral de la puerta. Había sido un grave error haberse dejado llevar por su corazón, en lugar de su razón. Porque, efectivamente, era imposible que fuera su hermano: Kōri estaba muy lejos de allí. A muchos kilómetros al sur, en la seguridad de su hogar. La mujer que se adivinaba en el umbral de la puerta no era, nada más y nada menos, que la viva representación de las pesadillas que la habían estado atormentando durante los últimos meses. Se trataba de Kuroyuki, controlada por el mismísimo Kurama.
Un escalofrío la recorrió de arriba a abajo cuando la miró con aquellos ojos rojos como la sangre y en su rostro se retorció aquella tétrica sonrisa.
—Vaya, una rata intentando escapar. Qué triste —se burló, negando con la cabeza. Con pasos lentos, y ante la aterrorizada mirada de Ayame, se acercó a Yui y pasó un brazo por detrás de sus hombros en una especie de sardónico abrazo. Pero su mano se cerró en un único sello.
—¡¡¡Hhhhhhmph!!! —gimoteó Ayame, en un burdo intento de súplica: "¡¡No lo hagas, por favor!!", había querido pronunciar. Pero cualquier palabra inteligible murió en aquella tela que le impedía hablar.
El aire alrededor de la mano de Kurama crepitó y una larga katana de hielo negro se materializó en ella.
—No me gusta hablar con gente que está tirada en el suelo, incluso si son mis prisioneros. Trato a la gente con algo de deferencia, por favor. ¡Qué menos! —dijo Kurama, volviéndose hacia ella. Pero los ojos de Ayame iban y venían desde el filo de aquella espada al rostro de su captor—. Ahora has puesto las cosas más difíciles para ti misma, Aotsuki Ayame. Trata de levantarte y volverte a poner en tu sitio. Vamos, estoy esperando. Si no lo consigues... bueno, lo interpretaré como una falta de respeto y le cortaré el cuello a tu Señora Feudal.
«No... ¡No puedes hacer eso!» Ayame negó con la cabeza, desesperada.
Kurama alzó entonces la mirada hacia el techo, como si estuviese meditando sobre algo.
—Ah, es verdad. La última en la línea sucesoria, ¿no? ¡Qué interesante sería ver qué pasaría con el trono de la Tormenta! ¡Ohhh, quizás incluso me beneficie matarla! ¡Una guerra de sucesión, qué gran oportunidad para extender mis dominios hacia el sur! Pero quién sabe, quizás me sienta generoso. Vamos, levántate, vasija.
«Maldito zorro...» Gruñó Kokuō en su fuero interno.
Pero Ayame hiperventilaba, llena de terror. Ya no sólo por ella, sino por Yui. ¿Qué iba a pasar ahora? ¿Qué quería Kurama de ellas y por qué no las había matado ya? En aquellos instantes, no tenía demasiadas elecciones. ¿Pero cómo iba a levantarse? Había caído junto a la silla de costado, tenía las manos atadas a la espalda y las piernas firmemente amarradas a las patas de la silla. Era físicamente imposible. Y aún así lo intentó con todas sus fuerzas, entre gruñidos desesperados de esfuerzo: empujando con el codo y la rodilla que quedaban contra el suelo contra las baldosas y tirando desde su cuello hacia arriba...
Torpemente, Ayame trató de levantarse. Pero solo consiguió darse un tremendo golpe en la cabeza. Se le emborronó la vista.
—Lástima. —Kurama deslizó el filo de la katana de hielo de parte a parte y con la hoja en firme contacto contra el cuello de Amekoro Yui...
· · ·
Era un día extraordinariamente frío en Yukio. Dos hombres, embutidos de blanco hasta las orejas. se frotaban las manos mientras paseaban por una de las céntricas calles de la ciudad.
—¿A quién se le ocurre? —dijo uno de ellos—. En Amegakure deben de tener unos estrategas pésimos. ¿Enviar a la Señora Feudal y a la Carcelera a la boca del lobo? Estúpidos...
—No tengo claro que haya sido cuestión de estrategia —declaró el otro—. Esa mujer está loca. ¿Recuerdas que te dije que fui de Amegakure antes de unirme a Kurama-sama? Un día me colgó de un pie desde una puta torre durante una hora.
El otro rió.
—¿Qué hiciste?
—Romper su jarrón favorito. —El hombre negó con la cabeza—. En comparación con ella, los arranques de ira del Emperador son muchísimo más justos.
—¡A mí me invitó a cenar después de que casi me descubrieran en una misión! —exclamó su compañero con alegría—. Me estuvo dando un sermón que te cagas durante la cena, pero el caso es que fue un detalle que no me esperaba.
—El Señor Kurama es generoso y paciente, pero firme. Todo lo que necesita un líder. No me extraña que haya conseguido reclutar a tal ejército.
—¿Cuánto crees que saben las Aldeas sobre nosotros? ¿Crees que se esperan la que se les viene?
—¡Ja! —rio el otro—. Ni se las ven venir. Pero como Kurama-sama dice siempre, tenemos que ir pasito a pasito. No hay que subestimarlos. Nunca hay que subestimarlos.
»El Emperador sabe lo que hace. No da puntada sin hilo. Confiemos en él.
—Sí, si yo confío, ¿pero no crees que está un poco obsesionado con los otros Dioses?
—Sin duda, lo de Kokuō y Shukaku le afecta, y mucho. ¿Y a quién no?
· · ·
La hoja estaba limpia. El suelo estaba limpio. El cuello de Amekoro Yui... intacto. Kurama miró a Ayame a los ojos, y deslizó lo que debía haber sido el filo por su propia garganta. La espada no cortó: estaba roma.
—Puedo acabar con todo lo que tienes en un solo segundo. Así que considera con cuidado nuestra propuesta, Carcelera. —espetó. Su sonrisa fue desvaneciéndose poco a poco. La espada se derritió y cayó al suelo, licuándose. Los ojos de la mujer volvieron a un color negro como dos pozos.
Kuroyuki suspiró, casi aliviada, y se acercó lentamente a Ayame. Se agachó a su lado, y empujando con fuerza, consiguió levantar la silla y colocarla bien, al lado de la de Yui. Rodeó a la Hōzuki y sujetó su mordaza por la parte del nudo. Ayame sintió la presión en su boca.
—Ahora, si no te importa, tú y yo vamos a hablar, de manera relajada —dijo, tratando de transmitir algo de tranquilidad—. No os va a pasar nada, ni a ti ni a la Señora Feudal. Pero solo si colaboras, empezando por no gritar, no armar un espectáculo, ni patalear. Ni insultar. ¿Está todo claro? Asiente con la cabeza y te quitaré esta mordaza. Rebélate y me llevaré a Amekoro Yui, apagaré las luces y cerraré la puerta con llave unas horas para que te relajes.
Por supuesto, fue inútil. Ayame volvió a desplomarse contra el suelo y la vista se le emborronó momentáneamente cuando su cabeza impactó contra las baldosas del calabozo.
—Lástima —pronunció Kurama.
Y, aún a través de aquel velo distorsionado que tenía en los ojos, Ayame fue testigo del horror.
—¡¡¡HMPHUI!!! —gritó a través de la mordaza, cuando Kurama deslizó la katana por el cuello de Yui. Fue como si el tiempo se congelara para ella. Incapaz de hacer absolutamente nada por salvar a su líder, Ayame contempló la escena con los ojos abiertos de par en par.
Pero no hubo sangre. No hubo herida. La hoja de la katana, aunque oscura como una noche sin luna, seguía estando tan limpia como al principio. Igual que el suelo. Kurama miró largamente a los ojos de una traumatizada Ayame, que hiperventilaba en el suelo sin saber muy bien qué estaba pasando. En silencio, se colocó la hoja en su propio cuello y volvió a realizar el mismo movimiento. Nuevamente, no hubo herida alguna. La espada no cortaba: su filo estaba romo.
—Puedo acabar con todo lo que tienes en un solo segundo. Así que considera con cuidado nuestra propuesta, Carcelera —le espetó, sin inmutarse.
Plick. La luz parpadeó varias veces. Y, ante los aterrorizados ojos de Ayame, su cerebro cambió con cada parpadeo la presencia de Yui, inconsciente, amordazada y en peligro de muerte; por varios de sus seres queridos: Daruu. Plick. Su padre. Plick. Su hermano. Plick. Kiroe. Plick. Shanise...
Fue entonces cuando el brillo sanguinolento de los ojos de Kurama volvieron al negro del carbón de Kuroyuki. La espada terminó derretida y abandonada en el suelo cuando la soltó. Con un suspiro que casi parecía querer expresar alivio, la mujer se acercó a Ayame con lentitud. Se agachó, y empujando con fuerza y firmeza enderezó de nuevo su silla, de vuelta a la casilla de salida. Ayame no se atrevió a mover ni un músculo mientras la Yuki la rodeaba hasta colocarse justo a su espalda y sintió su olor: frío, pero con un toque fuerte, casi salvaje. Se estremeció cuando sintió que sujetaba la mordaza desde detrás, y las lágrimas se desbordaron por sus mejillas.
—Ahora, si no te importa, tú y yo vamos a hablar, de manera relajada.
«¿Ha... hablar...?»
—No os va a pasar nada, ni a ti ni a la Señora Feudal. Pero solo si colaboras, empezando por no gritar, no armar un espectáculo, ni patalear. Ni insultar. ¿Está todo claro? Asiente con la cabeza y te quitaré esta mordaza. Rebélate y me llevaré a Amekoro Yui, apagaré las luces y cerraré la puerta con llave unas horas para que te relajes.
Ayame contuvo un sollozo. De todos los líos en los que se había metido, aquel era, sin lugar a dudas, el más peliagudo. Tenía detrás de ella a la persona que le había dado caza hasta en dos ocasiones, a la mujer que había estado a punto de matarla en la última. Y ahora estban en la tercera, y estaba completamente sola: No estaba Daruu para invocarla con su técnica del Hilo Rojo del Destino, tampoco tenía ya la marca de Llueve Nueve para pedir ayuda a Datsue, su familia estaba a muchos kilómetros al sur y ni siquiera eran conscientes del peligro al que estaba sometida. Y con las manos y piernas inmovilizadas, y con su sistema circulatorio de chakra inutilizado para impedir que se defendiera de sus técnicas, ¿qué alternativa tenía? ¿Acaso tenía elección?
No tuvo que preguntarlo para saber la respuesta.
Asintió muy despacio, para que no malinterpretara su gesto de ninguna manera y cuando sintió la mordaza aflojarse en torno a su boca, ni siquiera se movió.
—¿De qué queréis hablar...? —preguntó, con un hilo de voz y la mirada clavada en el infinito del calabozo.
Kuroyuki desató el nudo con delicadeza y retiró la mordaza, dejándola caer al suelo. Rodeó a Ayame de nuevo y arrastró hasta su posición una vieja silla que había en un rincón. La mujer se sentó al frente y la miró durante unos largos segundos antes de comenzar a hablar.
—Tenemos un ejército —dijo—. Aunque eso quizás ya lo sabéis. Lo que quizás no alcancéis a entender es su magnitud. Verás... el Imperio no es un proyecto de ayer, precisamente. Llevamos años... años, sí, planeando esto. Si nos movemos ahora es porque podemos. Y podremos. Con vosotros. —Casi como si le diera pena, Kuroyuki cerró los ojos y negó con la cabeza—. Tenemos una propuesta para vosotras. Para ti y para la Diosa Kokuō.
»Kurama ha entendido que queréis estar juntas, y aunque lo considere...despreciable... —Kuroyuki se llevó la mano a la boca. Esa no era la palabra que ella habría escogido—. Por favor, déjame a mí —dijo al aire, mirando a un lado, como si Kurama estuviese ahí mismo—. Kokuō, Kurama te considera una igual. Eres su hermana. Por favor, considera esta opción.
»Toma el control de la Tormenta junto a Aotsuki Ayame como gobernadora de la Provincia. Dejaremos que Ayame sea una más en nuestras filas, la respetaremos. Te respetaremos, Ayame. A ti y a todos los tuyos. Pero tendrás que aceptar el nuevo orden. Tendrás que aceptar el imperio.
»De lo contrario, entenderé que os oponéis a mí. Os mataré. Y cuando renazcas, Kokuō, volveré a preguntarte tu opinión. Aunque para entonces todo Oonindo me reconocerá como su único y verdadero Emperador.
Kuroyuki se aclaró la garganta.
»Kurama es un gobernante justo y nos trata bien a todos, aunque sea un poco impulsivo —rio Kuroyuki, buscando los ojos de Ayame—. No te enfades, Kurama. Sabes que no te controlas. Tú mismo me has dicho que hable yo, y mírate —Kuroyuki, contrariada, seguía hablando hacia un lado en voz baja.
Casi parecían...
...como ella y Yui.
»Kurama y sus hermanos, Ayame... podrían cuidar de la humanidad. Guiarla. Con todo Oonindo unido, no habría más guerras, más conflictos entre señores feudales petulantes. Entre Kage demasiado llenos de orgullo. Un Imperio unido. Un único camino. —A pesar de que el discurso, con otra entonación, pudiera haber resultado inspirador, lo cierto es que Kuroyuki siempre hablaba con ese tono extremadamente calmado, reflexivo. El ambiente había bajado varios grados de temperatura, y ahora el vaho que salía de sus labios era casi como una niebla espesa.