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La Yotsuki bufó, molesta, al verse dialécticamente acorralada por aquel anciano. Lo cierto es que era una situación que solía ocurrirle con facilidad si su 'oponente' tenía cierta labia o ingenio, dado que ella era de esas personas que preferían resolver una disputa a golpes antes que pasarse quince minutos discutiendo. «Fácil, rápido, sencillo y para toda la familia. Eso es lo que me gusta decir». Y, últimamente, siempre se acordaba de su socio Datsue cuando le pasaba algo así. Aquel Uchiha era tan astuto, y podía llegar a ser tan pesado, que Anzu no creía que hubiera nadie en todo Oonindo capaz de convencerle de nada —con palabras—. De hecho, si ella hubiera sido Datsue, a buen seguro que habría replicado que los perros son animales de compañía, adaptados a ese fin durante generaciones, al contrario que los pandas. O quizá hubiese hecho algún jocoso comentario para salir del atolladero.
Pero no era Datsue, sino Anzu, de modo que no pudo más que resoplar de nuevo.
—Está bien, está bien. Lo que tú digas, abuelo —contestó, mordaz—. Aunque de lo que sí estoy segura es de que no te importaría si alguien le jodiese el negocio a ese tal Ookuma, ¿eh?
Ya que no podía liberar a todos los pandas de Kuroshiro, al menos la Yotsuki se consolaría con ayudar a los más puteados. Escuchó con atención la historia que les contó el viejo, «versión corta: somos unos catetos inútiles que nos dejamos engañar como recién nacidos». Luego se mesó la barbilla con gesto falsamente pensativo.
—¡Bueno, bueno! ¿Qué tenemos aquí? Parece que os vendría bien una mano con ese tipo. Ya que os faltan huevos para echarlo a patadas, tranquilo, lo haremos nosotras.
Nosotras, intecionadamente, porque acababa de pasarle un brazo por encima de los hombros a Ayame, como si fueran camaradas de toda la vida.
—¿Qué me dices, eh, socia? No me digas que no estaría bien enseñarle un par de cosas a ese cabronazo.
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—Está bien, está bien. Lo que tú digas, abuelo —replicó, y el anciano torció el gesto ante la falta de cortesía de Anzu—. Aunque de lo que sí estoy segura es de que no te importaría si alguien le jodiese el negocio a ese tal Ookuma, ¿eh?
—¿Qué? —se le escapó a Ayame, con un hilo de voz.
—¡Bueno, bueno! ¿Qué tenemos aquí? Parece que os vendría bien una mano con ese tipo. Ya que os faltan huevos para echarlo a patadas, tranquilo, lo haremos nosotras.
—Esper... —comenzó a replicar Ayame, pero se vio bruscamente interrumpida cuando la de Takigakure le pasó el brazo por los hombros como si no hubiesen estado a punto de pasar a las manos hacía apenas unos pocos minutos, como si fueran las mejores amigas del mundo desde siempre. Quizás debería haber aprovechado el momento para abrirle un par de agujeros.
—¿Qué me dices, eh, socia? No me digas que no estaría bien enseñarle un par de cosas a ese cabronazo.
El anciano resopló sonoramente.
—¿Pero qué bobadas estáis diciendo ahora? ¡Bajad del cielo de una vez! ¡Apenas sois un par de mocosas recién salidas de la guardería con algún que otro truco bajo la manga! —exclamó, señalando sus bandanas—. Os lo advierto: yo no me voy a hacer responsable de lo que os pase si decidís jugar con alguien como Ōkuma. Bastante tengo ya con mantener a estos pandas alejados de sus garras.
—Tiene razón, Anzu-san... —le susurró Ayame, pálida como la cera—. Ese tal Ōkuma parece ser alguien terriblemente poderoso. Tiene dinero, hombres armados... y nosotras sólo somos...
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Anzu aguantó como un chaparrón la lluvia de críticas y palabras desmotivadoras que le arrojaron —una vez más— la jinchuuriki y el anciano. Ella no lo entendía; allí se estaba cometiendo una injusticia de libro, un atropello, un abuso con todas las letras. Los pobres pandas no eran más que víctimas de la horrible ambición de unos hombres, y aunque —según el viejo— todos en el pueblo lo sabían, ninguno parecía dispuesto a mover un dedo por impedirlo. A ojos de aquella joven kunoichi, la situación era simplemente inexplicable.
—Muy bien —masculló, mientras sentía cómo le ardían las entrañas—. Malditos cobardes, lo haré sin vosotros. Quedáos en vuestras casas cómodamente sentados mientras una verdadera ninja pone un poco de justicia por medio en este estercolero moral.
Ni corta ni perezosa, se dio media vuelta y dejó a aquella pareja de personas más razonables e inteligentes que ella con dos palmos de narices. Mientras caminaba, furiosa, sin ningún rumbo en concreto, se miraba fijamente el kanji que tenía tatuado con tinta negra en la muñeca derecha.
«Justicia.»
Eso era justo lo que buscaba. Porque si hacía caso al anciano y Ayame, si desistía, si huía de aquella terrible situación... ¿Qué clase de ninja sería?
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30/08/2016, 22:55
(Última modificación: 30/08/2016, 22:56 por Aotsuki Ayame.)
—Muy bien. Malditos cobardes, lo haré sin vosotros —replicó Anzu, y Ayame se sintió como si le hubiesen clavado un kunai al rojo vivo en el pecho—. Quedaos en vuestras casas cómodamente sentados mientras una verdadera ninja pone un poco de justicia por medio en este estercolero moral.
«Una verdadera ninja...» Las palabras de la de Takigakure se repitieron como un doloroso golpe en su cabeza.
Anzu se dio media vuelta antes de que pudiera siquiera pensar en una respuesta. Escuchó al anciano suspirar con pesadez junto a ella. Ayame se mordió el labio inferior, aún con las palabras de la chica royéndole las entrañas.
—Esp... —dio un paso al frente, pero algo la detuvo. No fue nada físico, sino algo que iba más allá. El miedo la atenazaba y además...—. Lo siento, tengo una misión que cumplir para mi aldea...
Sacudió la cabeza, y sin tan siquiera mirar al anciano giró sobre sus talones y arrancó a correr en dirección contraria.
«Maldita sea, ¿qué clase de mala excusa ha sido esa?» Se riñó, con los ojos anegados de lágrimas, pero enseguida volvió a agitar la cabeza. En realidad no había sido mentira, ella sólo había decidido pasearse por el pueblo mientras esperaba a que partiera el ferrocarril que habría de llevarla de vuelta a casa con el cargamento de bambú que Yui...
¿A quién quería engañar? Había sido una maldita cobarde. Y lo sabía, por mucho que tratara de engañarse. Y ahora tendría que cargar con aquel peso sobre su conciencia.
El peso de no haber ayudado a Anzu a liberar a los pandas explotados de Kuroshiro.
«Como una verdadera ninja...» Se repitió, con profundo resentimiento. Lo que sí estaba claro era que no podía volver por aquel lugar nunca más.
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