5/07/2018, 11:43
(Última modificación: 5/07/2018, 12:42 por Aotsuki Ayame.)
—¿Cómo que exactamente? ¿Qué está pasando aquí, Ayame? —inquirió Daruu, acercándose un paso, pero Ayame inclinó la cabeza, dubitativa.
Después de todo, la información que tenía era incompleta e inconclusa. Además, ¿qué autoridad tenía para hablar de algo así frente a un shinobi ajeno a Amegakure?
—Vamos a ver —aún apoyado en su roca Daruu se volvió hacia Datsue—. Estaría bien que pudiéramos hablar de qué es lo que está sucediendo aquí exactamente. ¿Qué ha pasado con Aiko? La última vez que la vi estaba bastante bien. ¿Qué ha sucedido? Datsue. Por favor.
Pero Datsue no estaba por la labor de colaborar con el Amejin. Más bien al contrario, las palabras de Kaido habían despertado una ira primigenia que ni siquiera había logrado la bofetada de Ayame, y ahora tenía sus ojos fijos en el Hōzuki como un jaguar a punto de saltar sobre su presa.
—¡Que lo retire! —bramó, avanzando dos amenazadores pasos hacia El Tiburón—. ¡Que lo retire ahora mismo o le arranco la puta cabeza!
—Me gustaría verte intentarlo —le replicó Kaido, que lejos de achantarse seguía sonriendo de aquella forma tan suya.
Fue entonces cuando Ayame lo escuchó. Apenas un susurro, algo se había posado cerca de la posición de Daruu. Y cuando Ayame se giró sobre sus talones, alerta como un cervatillo que hubiera escuchado la pisada del cazador, vislumbró la silueta de un joven sentado sobre la roca que se encontraba justo junto a Daruu.
«¿Quién es?» Se preguntó, frunciendo ligeramente el ceño. Su cara se le antojaba terriblemente familiar, pero no terminaba de ubicarla entre sus recuerdos. Era un chico más bien soso, del montón, de cuerpo flacucho, cabellos cortos y oscuros como sus ojos, piel bronceada y nariz torcida. Lo único destacable en él era el chaleco militar que vestía y la reluciente placa dorada que lucía orgulloso en uno de sus brazos. Jōnin de Uzushiogakure. «Genial. Lo que nos faltaba.» Resopló, cruzándose de brazos.
—Datsue-kun, no pierdas la calma —su voz era tan aburrida como él mismo. Pero...
«Esa voz...» Ayame frunció el ceño aún más. La había escuchado antes; y, como un mazazo, el recuerdo acudió entonces a su mente. Y volvió a sentir el filo de su katana, aquella katana que aún llevaba consigo, recorriendo su espalda una y otra vez hasta hacerla desfallecer.
Y en aquella ocasión fue la sorpresa lo que la golpeó.
¡¿Pero cómo?! ¡La última vez que le había visto, en el Torneo de los Dojos, él era aún un genin! ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? ¡Apenas un año! ¿Cómo había ascendido dos rangos en tan poco tiempo? Y sin examen oficial... ¿Había ascendido por méritos propios, como Mogura?
Uchiha Hamaca se volvió hacia ellos y les dedicó una inclinación de cabeza.
—Daruu-san, Aotsuki-san. Kaido-kun, qué bueno volver a verte.
Ella apenas inclinó la cabeza ante él.
—Ujum, sí, igualmente. Ahora tira de aquí y déjame resolver mis asuntos con tu jodido compañero —respondió Kaido, apenas prestándole atención.
Y Ayame suspiró. No se atrevió a acercarse, la tensión en el aire entre las dos bestias casi era tan palpable como la electricidad estática, pero aún así miró de reojo una última vez al recién llegado y después habló casi a regañadientes:
—Kaido-san, déjalo. Aiko-san, sigue siendo nuestra compañera, no puedes ir diciendo cosas así sobre ella —musitó, frunciendo el ceño—. Además, todo esto no va a traer nada bueno.
Después de todo, la información que tenía era incompleta e inconclusa. Además, ¿qué autoridad tenía para hablar de algo así frente a un shinobi ajeno a Amegakure?
—Vamos a ver —aún apoyado en su roca Daruu se volvió hacia Datsue—. Estaría bien que pudiéramos hablar de qué es lo que está sucediendo aquí exactamente. ¿Qué ha pasado con Aiko? La última vez que la vi estaba bastante bien. ¿Qué ha sucedido? Datsue. Por favor.
Pero Datsue no estaba por la labor de colaborar con el Amejin. Más bien al contrario, las palabras de Kaido habían despertado una ira primigenia que ni siquiera había logrado la bofetada de Ayame, y ahora tenía sus ojos fijos en el Hōzuki como un jaguar a punto de saltar sobre su presa.
—¡Que lo retire! —bramó, avanzando dos amenazadores pasos hacia El Tiburón—. ¡Que lo retire ahora mismo o le arranco la puta cabeza!
—Me gustaría verte intentarlo —le replicó Kaido, que lejos de achantarse seguía sonriendo de aquella forma tan suya.
Fue entonces cuando Ayame lo escuchó. Apenas un susurro, algo se había posado cerca de la posición de Daruu. Y cuando Ayame se giró sobre sus talones, alerta como un cervatillo que hubiera escuchado la pisada del cazador, vislumbró la silueta de un joven sentado sobre la roca que se encontraba justo junto a Daruu.
«¿Quién es?» Se preguntó, frunciendo ligeramente el ceño. Su cara se le antojaba terriblemente familiar, pero no terminaba de ubicarla entre sus recuerdos. Era un chico más bien soso, del montón, de cuerpo flacucho, cabellos cortos y oscuros como sus ojos, piel bronceada y nariz torcida. Lo único destacable en él era el chaleco militar que vestía y la reluciente placa dorada que lucía orgulloso en uno de sus brazos. Jōnin de Uzushiogakure. «Genial. Lo que nos faltaba.» Resopló, cruzándose de brazos.
—Datsue-kun, no pierdas la calma —su voz era tan aburrida como él mismo. Pero...
«Esa voz...» Ayame frunció el ceño aún más. La había escuchado antes; y, como un mazazo, el recuerdo acudió entonces a su mente. Y volvió a sentir el filo de su katana, aquella katana que aún llevaba consigo, recorriendo su espalda una y otra vez hasta hacerla desfallecer.
Y en aquella ocasión fue la sorpresa lo que la golpeó.
¡¿Pero cómo?! ¡La última vez que le había visto, en el Torneo de los Dojos, él era aún un genin! ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? ¡Apenas un año! ¿Cómo había ascendido dos rangos en tan poco tiempo? Y sin examen oficial... ¿Había ascendido por méritos propios, como Mogura?
Uchiha Hamaca se volvió hacia ellos y les dedicó una inclinación de cabeza.
—Daruu-san, Aotsuki-san. Kaido-kun, qué bueno volver a verte.
Ella apenas inclinó la cabeza ante él.
—Ujum, sí, igualmente. Ahora tira de aquí y déjame resolver mis asuntos con tu jodido compañero —respondió Kaido, apenas prestándole atención.
Y Ayame suspiró. No se atrevió a acercarse, la tensión en el aire entre las dos bestias casi era tan palpable como la electricidad estática, pero aún así miró de reojo una última vez al recién llegado y después habló casi a regañadientes:
—Kaido-san, déjalo. Aiko-san, sigue siendo nuestra compañera, no puedes ir diciendo cosas así sobre ella —musitó, frunciendo el ceño—. Además, todo esto no va a traer nada bueno.