17/05/2021, 20:18
(Última modificación: 17/05/2021, 20:45 por Aotsuki Ayame. Editado 1 vez en total.)
El caos terminó por estallar con la proclama de la Morikage, y ella se abrazó a él con gusto, extendiendo sus alas de mariposa en toda su extensión. Su voz terminó de alzar a indecisos y a sus fieles y calló los rumores que aquellos indeseables habían esparcido sobre ella: Aburame Kintsugi no había muerto, Aburame Kintsugi seguía luchando por su aldea.
Pero igual que había personas que alzaban sus puños y clamaban su mismo grito, había muchos otros que la contemplaban con horror. Kintsugi vio a varios arrodillarse, tapándose la nuca con las manos mientras los Kusajines fieles defendían el honor de su aldea. También vio a otros osando intentar atacarla, pero siendo rápidamente interceptados por sus fieles. Y otros tantos trataban de escapar, como ratas cobardes escabuyéndose por las alcantarillas. No importaba. Todos y cada uno de aquellos eran traidores. Y sólo había una cosa que Kintsugi detestara casi tanto como detestaba a los bijū: La traición.
La rebelión sólo se extendería durante varios minutos más. La Morikage se había asegurado de dispersar una buena cantidad de mariposas durante su periodo de retiro, y una simple orden dada con la mano extendida sirvió para hacer que todas ellas alzaran el vuelo y terminaran posándose sobre los traidores: los que huían tropezaron y cayeron al suelo de bruces, súbitamente paralizados; los que habían intentado atacarlas sufrieron un repentino malestar que les hizo convulsionar entre rostros amoratados, estertores de sufrimiento e incluso heridas sanguinolentas, los que se habían arrodillado cubriéndose simplemente cayeron dormidos.
Todos ellos habían quedado listos y dispuestos para ser apresados, encarcelados y, posteriormente, ajusticiados según sus crímenes.
Y Kintsugi se iba a asegurar de que pagaran bien caro su intento de golpe de estado.
Pero igual que había personas que alzaban sus puños y clamaban su mismo grito, había muchos otros que la contemplaban con horror. Kintsugi vio a varios arrodillarse, tapándose la nuca con las manos mientras los Kusajines fieles defendían el honor de su aldea. También vio a otros osando intentar atacarla, pero siendo rápidamente interceptados por sus fieles. Y otros tantos trataban de escapar, como ratas cobardes escabuyéndose por las alcantarillas. No importaba. Todos y cada uno de aquellos eran traidores. Y sólo había una cosa que Kintsugi detestara casi tanto como detestaba a los bijū: La traición.
La rebelión sólo se extendería durante varios minutos más. La Morikage se había asegurado de dispersar una buena cantidad de mariposas durante su periodo de retiro, y una simple orden dada con la mano extendida sirvió para hacer que todas ellas alzaran el vuelo y terminaran posándose sobre los traidores: los que huían tropezaron y cayeron al suelo de bruces, súbitamente paralizados; los que habían intentado atacarlas sufrieron un repentino malestar que les hizo convulsionar entre rostros amoratados, estertores de sufrimiento e incluso heridas sanguinolentas, los que se habían arrodillado cubriéndose simplemente cayeron dormidos.
Todos ellos habían quedado listos y dispuestos para ser apresados, encarcelados y, posteriormente, ajusticiados según sus crímenes.
Y Kintsugi se iba a asegurar de que pagaran bien caro su intento de golpe de estado.