Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
Datsue no pudo reprimir un bufido, ofendido. «De ciencia, dicen… Malditos creídos sabelotodo». Hubo un tiempo, en que su mente lógica tampoco aceptaba historias inverosímiles. A todo le buscaba su explicación racional, y no creía nada que no pudiese ver con sus propios ojos.
La vida, sin embargo, le había demostrado que erraba. Se lo había demostrado en Yamiria, cuando junto a Aiko y Akame había visto a un muerto levantarse. Se lo había demostrado en Isla Monotonía, cuando él y su Hermano fueron poseídos por la visión de una luna ensangrentada. También en aquella misión junto a Eri y Akame.
No, en aquel mundo sucedían cosas inalcanzables por la ciencia.
—Perdónenme, señores —dijo, haciendo una reverencia. De nada servía tratar de abrirles la visión a aquellos dos cerrados de mente—. Soy de naturaleza exagerada y a veces me emociono de más.
Giró sobre sus talones y se dirigió hacia a Aiko, con intención de alejarse de aquellos dos y esperar en algún lugar apartado.
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Aiko se alejó brevemente en pensamientos de la conversación que mantenía su cariñoso compañero. Ésta quedó un poco extrañada, puesto que a pesar de que ante el abismo el personal había de tener bastante trabajo, había bastante mas fluidez de trabajadores y medios de lo que debiere ser. Tanto era así, que la chica no pudo esconder su mueca de asombro, o quizás duda. Su ceja izquierda casi rozó el talón de alguna deidad moradora de los cielos.
«Que raro...»
A todo ésto, Datsue había terminado de hablar con los hombres de ciencia. Tras ello, giró sobre si mismo y tomó rumbo hacia la pelirroja. Cuando alcanzó a estar a su altura, la chica tapó levemente sus labios con el dorso de la mano, buscando disminuir la capacidad sonora de sus palabras.
—¿No te parece raro que vayan tantos hombres abajo tan solo hacer un mero puente de paso? —preguntó al Uchiha, con un tono bajo.
Sus ojos pasaron de nuevo por el jefe de seguridad, que de seguro sabía algo. p=dodgerblue]¿Será eso lo que escondía tras esa sonrisa? planea algo... pero... ¿qué?[/p] De nuevo, su mirada volvió hacia los trabajadores que iban y venían, fijándose sobretodo en los materiales que transportaban.
—No sé... me da mala espina esa sonrisa... —confesó la pelirroja, refiriéndose claramente a Jonaro.
Datsue abandonó por fin la conversación y ninguno de los académicos hizo ademán de querer continuarla. El director le dedicó una breve inclinación de cabeza —probablemente más por cortesía que otra cosa— y Banadoru le despidió con un escueto "hasta luego".
Así, los muchachos encontraron un sitio algo más apartado en el que descansar y compartir sus impresiones.
—
Un buen rato más tarde, uno de los obreros de Hanzō fue a buscarles diciendo que ya habían despejado el camino. Si los genin le seguían hasta la entrada de la tumba, y luego escaleras abajo y pasillo adentro, acabarían por llegar al mismo sitio donde antes se habían dado la vuelta. Sobre la oscura y profunda sima había ahora un destartalado puente hecho con tablones de madera claveteados. Pese a su aspecto, el trabajador les aseguró que aguantaba lo suficiente como para que pudieran cruzar cuatro personas al mismo tiempo.
Si los muchachos le creían y acababan por atravesar el pequeño puentecito —el pozo en el suelo tenía apenas cuatro metros de anchura— acabarían llegando al otro lado del pasillo.
Allí les esperaban los demás; Muten Rōshi, Banadoru, Jonaro y Hanzō junto con media docena de sus hombres. Allí el hasta el momento estrecho corredor se ensanchaba considerablemente, dando lugar a una suerte de vestíbulo. Al otro lado, una gran apertura en la pared señalaba la entrada a la antesala funeraria.
—¡Ah, ninjas! ¡Vamos, no hay tiempo que perder, esto es increíblemente maravilloso! —les apremió Rōshi, que parecía haber recuperado su buen humor.
La plana mayor de la expedición entró en la antesala en tropel. Lo que vieron allí no les decepcionó en absoluto a ninguno de ellos.
Se trataba de una sala muy amplia —tanto que parecía increíble que hubiese podido ser excavada en la tierra— repleta de todo tipo de regalos y ofrendas que se le habían hecho al difunto. Allí había montañas de joyas, jarrones y platos de plata y oro, cofres repletos de frasquitos de perfume cuyo contenido se habría evaporado hacía cientos de años, lujosas prendas de seda que al tocarlas se hacían polvo...
Más riquezas de las que ninguno de los presentes hubiera visto juntas jamás en su vida.
—Esto es... Increíble —musitó Jonaro con expresión atónita.
Los profesores no se detuvieron en las lujosas ofrendas, sino que se apresuraron a examinar los grabados de la pared que estaba justo al otro lado de la sala. Una gran losa de piedra, parecida a la que habían encontrado bloqueando la entrada a la tumba, cubría un hueco en la piedra.
—Parece que habrá que trabajar en esta también. La cámara funeraria debe estar al otro lado —afirmó Rōshi—. Jonaro-san, Hanzō-san, tengan la amabilidad...
—Pero, Muten-sensei, ¿es prudente esto? Quiero decir, con lo que hemos encontrado en esta sala ya tendríamos para meses de investigación, catalogación, restauración y...
El director fulminó a su adjunto con la mirada. Era la mirada de un hombre que no estaba dispuesto a detenerse a unos pocos pasos —literalmente— de su objetivo final. Banadoru agachó la cabeza, asintió con un murmullo y se hizo a un lado. Tomó una de las copas doradas que fluían como río por la habitación y empezó a examinarla.
Mientras, el jefe de seguridad y el capataz de los obreros ya habían empezado a dar las órdenes pertinentes. En cuestión de minutos una docena de trabajadores había entrado en la antesala cargando las mismas herramientas que habían utilizado para levantar y mover la losa de la entrada. A las órdenes vociferadas de Hanzō, se pusieron a trabajar.
Cuando llegó junto a Aiko con la idea de tumbarse en algún lado a contemplar las estrellas y dejar que el tiempo pasase, la kunoichi le sorprendió con nuevas preocupaciones. Aparte de la serpiente devorándose a sí misma —que Banadoru aseguraba era un símbolo de lo más usado—, también estaba Jonaro y sus hombres, quienes se adentraban en el túnel en masa.
Datsue desvió la mirada hacia donde le indicaba, y tuvo que reconocer que era extraño. ¿Cuántas personas hacían falta para simplemente apuntalar un improvisado puente? De hecho, con un enorme tablón y un par de puntales para asegurarlo bastaría para salvar el enorme boquete con el que se habían encontrado. Por no hablar que, dado lo estrecho del pasillo —de hecho, solo entraban dos personas a lo ancho—, cuánta más gente hubiese, más difícil sería trabajar. Era un estorbo, nada eficiente y hasta un despropósito.
Se llevó una mano a la boca, fingiendo rascarse el bigotillo.
—Pues no te falta razón —murmuró—. Más nos vale estar atentos y no fiarnos…
• • •
—Hostia puta —farfulló, con la boca desencajada y los ojos a punto de salírsele de las órbitas. Había cruzado el largo pasillo, los tablones que formaban el improvisado puente de madera y había llegado a una enorme sala, amplísima y repleta de… —. ¡HOSTIA PUTA! —Datsue se había llevado las manos a la cabeza, incrédulo, y olvidado totalmente de mantener la guardia alta tal y como había pedido minutos atrás a la kunoichi. Pero es que lo que tenía ante él…
…era el paraíso. Montañas de joyas, de jarrones y de platos de plata y oro. Había tanta abundancia, que el Uchiha podría bañarse en ellos y ahogarse. Una risa tonta y aguda le invadió por unos momentos. Estaba deslumbrado. Más que cuando se había adentrado por primera vez en Tane-Shigai. Más que cuando había pisado por primera vez el Jardín de los Cerezos. Más que cuando en Año Nuevo, en Uzu, el cielo nocturno se inundaba de farolillos de colores con velas encendidas en representación de un deseo. Más, incluso, que cuando en el Valle de los Dojos Aiko le aguardaba, desnuda, en la cama.
Aquello simplemente era otro nivel.
La zurda de Datsue buscó la mano de Aiko como un niño pequeño buscaría la de su madre, dando un par de tirones para llamar su atención.
—Aiko… Tú ves lo mismo que yo, ¿verdad? —se restregó los ojos, humedecidos por la emoción, y activó el Sharingan por si aquello era un cruel Genjutsu—. Por los Dioses… Esto es un sueño. —Un sueño hecho realidad. Tan solo faltaba la guinda para ser perfecto, y es que allí tan solo estuviesen él y ella, y no todo un tropel de hombres que quería su trocito del pastel.
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El Uchiha reconoció que del todo normal no era. Al parecer, las paranoias de la chica no eran solo eso —paranoias— si no que algo de razón tenía, aunque fuese tan solo un poco. Quizás la parte femenina jugaba a favor, dándole la razón la tuviese o no, como a toda mujer. Pero bueno, por suerte o desgracia, no era algo que fuese a discutir en ese instante. Habían muchas, y mejores cosas que hacer.
Un nuevo grito avisó a todos de que el paso estaba acondicionado, que era hora de avanzar de nuevo. Los ninjas, al sonido del mismo aviso pusieron marcha hacia el objetivo. Caminaron por el pasillo hasta llegar al improvisado puente, que muy a su pesar, era capaz de aguantar un buen peso. Tras éste, continuaron andando hasta toparse con una sala que brillaba mas que el océano al atardecer.
«HOSTIA-PUTA» Pensó la chica, con los ojos abiertos como platos. No podía casi contener el aliento, tenía ante sus ojos tanto oro y piezas de incalculable valor, que ni en una semana podría llevarse una miserable cuarta parte. Datsue por su parte estaba aún mas emocionado que ella. Lo que ésta había pensado él lo reveló —Hostia puta— y no una vez, si no dos. Al poco tiempo, incluso tomó la mano de la chica, y jaló de ella como si de su madre se tratase, buscando llamar su atención. Su pregunta pareció fuera de lugar, y sus ojos brillaban aún mas que los dorados de la sala.
—Claro que lo veo... pero deberías contenerte un poco —advirtió al chico, buscando bajar el volumen de su altavoz —no todo es el oro, debemos buscar qué mas hay por ésta tumba.
»¡Vaya triunfazo, chaval! le confesó al Uchiha, con un tono mas bajo y a su oído.
Sin mas, se aproximó hacia lo que debía ser la entrada a la sala donde reposaba el cadáver del tipo que debieres ser dueño de esos tesoros. Al hacerlo, se aproximó hacia el profesor Roshi.
—Este hombre que enterraron aquí... fue un tipo verdaderamente importante, ¿verdad?
—En efecto, Watasashi-san —respondió el profesor—. A juzgar por los grabados del pasillo se trató de un personaje sumamente influyente en la sociedad del momento, probablemente un importante sacerdote o líder religioso —Muten Rōshi echó una mirada a su alrededor—. La opulencia de estas ofrendas, que era costumbre hacer al difunto, sólo da más peso a esta teoría.
Mientras, los hombres de Hanzō seguían trabajando en retirar la losa. Les llevó un rato que los académicos aprovecharon examinando los tesoros que allí se encontraban ante la atenta mirada de Jonaro, pero finalmente pudieron hacerla a un lado lo justo para que cupieran los miembros de la expedición, de uno en uno, por el hueco. Luego la dejaron reposando sobre unos rodillos de madera.
—Profesor, todo listo —dijo Jonaro.
—¡Excelente! —respondió Muten Rōshi, visiblemente impaciente—. Vamos, Banadoru-kun, estoy deseando examinar el interior de esa cámara funeraria.
El aludido se acomodó su pañuelo con gesto nervioso y siguió al director al interior de la cámara.
—Watasashi-san, Datsue-san, por aquí por favor —les llamó, pidiéndoles que entrasen con ellos.
Pese a que Aiko le advirtió en voz alta que se contuviese un poco, en susurros demostró estar casi tan emocionada como él. Sin embargo, lo disimulaba mejor, y tras intercambiar un par de palabras con el Uchiha fue a preguntar al profesor por el muerto que yacía allí enterrado.
Todavía deslumbrado por el oro, Datsue tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para concentrarse en lo que decía Muten Rōshi, quien aseguraba que el muerto podía ser un líder religioso. Nada más oírlo, la guardia de Datsue volvió a alzarse. Las serpientes que se devoraban a sí mismas; un sacerdote importante… Demasiadas casualidades juntas.
Poco después, la gran losa de piedra que obstaculizaba el camino cedió. Los profesores fueron los primeros en entrar, y Datsue, tras tragar saliva y mirar de reojo a los obreros, el siguiente. ¿Qué se encontraría al otro lado? ¿Más maravillas? O…
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Y tanto que era así. Las maravillas con que habían recibido a los asaltadores de tumbas eran casi suficiente como para retener al más avaricioso. Pero, si la curiosidad mató al gato, los expedicionarios no eran mas que una jauría de gatos hambrientos de curiosidad. Ansiaban saber qué mas podía esconder esa antigua tumba, y no era para menos. Si tenían tanto oro en el recibidor, ¿cómo podría ser la propia tumba?
Muy valiosa, cuanto menos.
No había manera de desvanecer esa idea, y pese a que mostraba no tener demasiado apego a lo que veía, la pelirroja tenía aún mas curiosidad por el qué podría venir a continuación. Esperaron por unos minutos, deleitándose entre tanto oro, hasta que finalmente la voz del profesor y sus allegada plana mayor anunciaron que podían continuar hasta la siguiente sala.
«¿Será la sala de la tumba?»
Ese pensamiento fue el primero en recorrer la mente de la chica, que ni corta ni perezosa, fue de las primeras en atravesar el nuevo umbral. Datsue no tardó en acompañarla, al igual que el séquito que les seguía. Bueno, que seguían al profesor Roshi...
Los muchachos siguieron a Muten Rōshi y a su pupilo al interior de la oscura cámara funeraria, iluminada tan solo por el resplandor anaranjado de las lámparas de aceite que los académicos llevaban entre manos. Primero entró Datsue y luego lo hizo Aiko. Sus pasos resonaron en las paredes de piedra de aquella habitación, sugiriendo que a priori debía ser notablemente amplia, tal vez incluso más que la antecámara.
—Fascinante... —murmulló Banadoru, anonadado, mientras sus ojos recorrían las partes de la estancia que quedaban iluminadas por su linterna.
—¡Esto es un hito arqueológico sin precedentes, Banadoru-kun! —exclamó el profesor Rōshi—. Tantos meses de trabajo, tantas investigaciones... ¡Al fin, al fin están dando sus frut...!
¡BAM!
El estruendo reverberó en la sala como si se tratase de la furia de un trueno y los cuatro presentes pudieron sentir una súbita ráfaga de aire a sus espaldas.
Si se giraban hacia la entrada, podrían comprobar que ya no había tal. El hueco en la pared por el que habían entrado producto del desplazamiento de la pesada losa de piedra ya no estaba allí; sólo quedaba la lisa superficie de aquel bloque que debía pesar toneladas devolviéndoles la mirada. El grosor de aquella losa que hacía las veces de tapa para sellar la cámara funeraria era tal que ni siquiera podían escuchar lo que sucedía al otro lado, en la antecámara repleta de tesoros y riquezas.
La única certeza que tenían era que acababan de quedarse presumiblemente encerrados en una tumba subterránea de siglos de antiguedad.
El aire estaba viciado y olía a humedad, a cerrado y a almizcle. Las linternas de los académicos iluminaban apenas unos cinco metros a la redonda, lo suficiente para que de un vistazo rápido los genin pudieran determinar que se encontraban en una amplia sala, mucho menos ornamentada que la anterior. Frente a ellos, a unos diez metros, se alzaba un gigantesco sarcófago de al menos dos metros de altura y que parecía esculpido en la propia piedra. A su alrededor varias peanas de hierro, posiblemente candelabros, y una pared llena de inscripciones e imágenes parecidas a las del pasillo.
Banadoru fue el primero en dar adjetivo a la sala, fascinado por la belleza y grandeza de la misma. Las inscripciones y dibujos que adornaban la sala eran aún mas impresionantes que en la anterior sala, aunque ésta carecía de esos tan brillantes tesoros. La sala que acababan de abandonar sin duda era mucho mas atractiva, todo ese color no hacía mas que llamar al par de genins, aunque quizás mas a Datsue que a la chica. De cualquier forma, aún quedaba un enorme sarcófago ante ellos, que casi parecía tallado en la misma roca que conformaba gran parte del habitáculo. Aparte de eso, tan solo habían unos cuantos candelabros.
¡BAM!
Todo quedó en silencio, o casi en silencio. Las miradas buscaron la retaguardia, y allá donde miraron no había nada salvo piedra. Curioso, porque ahí justamente debería haber un agujero enorme, el que debía ser la entrada y a la misma vez salida. La pelirroja contuvo hasta el aliento, anonadada. La verdad, le había pillado por sorpresa.
—La madre que me trajo... —masculló.
Sin mas, buscó con su mirada entre los rostros que habían en aquella sala, sin encontrar lo que venía buscando. Entre todos los que habían entrado, la mayoría de obreros y los que dirigían a éstos se habían quedado atrás, en la sala "buena". Podía bien ser una casualidad, o un simple error por parte de un obrero que hubiese desembocado en ese deslizamiento de la roca...
Pero no, no parecía simplemente eso, al menos no para la chica. Buscó con la mirada al profesor, y a su adjunto, buscando la reacción de éstos bajo la tétrica luz que tanto escaseaba. No podía evitar pensar que tras esa roca caliza, habían un montón de traidores traicionando a los traidores del lado donde se hallaba ella.
El destino a veces era realmente irónico.
—Éste hallazgo quizás sea de lo mejor que ha visto la humanidad en décadas, pero hay quienes prefieren todo el oro de la anterior sala... —anunció la chica —¿no echan en falta a alguien?
Tomó de nuevo aire, ese tan viciado y de olor a humedad, y terminó dejando un suspiro en el vacío. Con mesura, tomó camino hacia el sepulcro, dando por hecho que volver a mover la piedra caliza iba a ser algo realmente difícil para los allí presentes. Su objetivo era sencillo, al menos iba a reconocer de qué se trataba, o de qué había alrededor de esa espeluznante piedra tallada que daba entierro a una persona tan importante.
Sintió la misma corriente de aire en la espalda que un decapitado, en el cuello, justo antes de serlo. Y, con ella, su sentencia de muerte:
¡BAM!
Lo supo antes incluso de abalanzarse sobre la enorme losa. Antes de embestirla con un hombro; de empujarla con tanto ímpetu que creyó que iba a desgarrarse los músculos; de desgañitarse la garganta pidiendo ayuda al otro lado. Supo que aquella losa no había caído por casualidad, y que nadie respondería a su auxilio.
Había sido un necio, y ahora estaba pagando las consecuencias. ¿Acaso Aiko no le había advertido? ¿Acaso él mismo no se había dicho de mantener la guardia en alto? ¿Acaso él no tenía un código que se repetía una y otra vez? La supervivencia, primero y siempre. Luego, llegaba el oro. De tercero el resto.
Porque, ¿qué más daba ser rico si no se podía disfrutar de serlo? Apretó con tanta fuerza los puños que creyó que iba a partirse los dedos. ¿De verdad iba a morir allí? ¿De verdad sería aquel su final?
Aiko, quien gozaba de la inmortalidad, no parecía tan preocupada por permanecer una temporada allí encerrada. Sin apenas mudar el tono de su voz, preguntó, Datsue creyó que incluso con jocosidad, sino echaban en falta a alguien.
—Pues claro —confirmó Datsue—. Al jodido Jonaro y sus hombres… ¡Se suponía que eran de fiar! —les espetó a los profesores.
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¡Jaijinzu Jonaro-san ha trabajado con nosotros en muchas expediciones! —se defendió Banadoru, que ya podía sentir la mirada severa de su jefe y profesor clavada en él—. ¿Quién iba a imaginarse que haría algo así? Es un reputado samurái, todos sus juramentos de honor se lo prohibirían.
Rōshi negó con la cabeza y se masajeó las sienes, tratando de no entrar en pánico.
—Tenemos que conservar la calma, señores y señorita... —dijo, y su voz sonó como un murmullo en la oscuridad—. El problema es... Que estas cámaras funerarias no deberían tener otra salida. Nunca fueron diseñadas para eso, no respondería a ningún propósito, sino más bien a preservar lo que hay dentro... Intacto, por los siglos de los siglos.
Banadoru asintió con pesadumbre.
—Y en el caso de que hubiera otro pasadizo que condujese a la superficie, probablemente sólo lo conocerían los trabajadores que excavaron esta tumba... —en su voz se podía notar la más pura desesperación—. Probablemente sus restos todavía reposen en el primer agujero que sorteamos. No era costumbre dejar viva a gente que tenía tal información sobre estas cámaras repletas de riquezas.
Mientras tanto, Aiko se había acercado al sarcófago. Al verla, el profesor adjunto se le acercó y la iluminó con su lámpara —sin lo cual la chica no habría visto ni un maldito pijo—. El cofre era de piedra maciza y de grandes dimensiones, repleto de inscripciones y grabados ilegibles para ambos genin. Sin embargo, al examinarlo más detenidamente la kunoichi pudo ver que la tapa que cubría el sarcófago estaba ligeramente deslizada hacia la derecha.
Si ella misma intentaba moverla para descubrir el cofre funerario vería que era demasiado pesada para sus pobre y poco desarrollada musculatura. Tal vez alguien con más fuerza.
La chica mantuvo el silencio mientras se alejaba, quejarse mas no iba a solucionar nada. Echar las culpas a alguno de los doctorados tampoco iba a arreglar mucho, así que se ahorró el comentario que bien podía haber soltado de mala gana. Simplemente ando en la absoluta oscuridad, alejándose del grupo y acercándose a la tumba. La chica bien podría haber visto desde cierta distancia que ésta estaba un tanto movida de su sitio, pero...
Si hubiese un nabo, se lo habría metido en el ojo.
No había santa manera de ver casi por donde andaba, mucho menos iba a darse cuenta de un detalle tan exquisito como que la tumba estuviese abierta. Por suerte o desgracia, Banadoru se dispuso rápida a acompañarla, con su propia lampara de aceite; y con lo cuál a algo de luz.
«¿Por qué diablos está la tumba medio abierta? ¿Acaso...?» la chica giró súbitamente la cabeza de un lado a otro, buscando zafarse de tan nefasto pensamiento. «¡NO! no puede ser... LA ENTRADA ESTABA SEPULTADA, ni de coña han podido adelantarse... ¿NO?»
—¿Podría alumbrar un poco mas la tumba? —solicitó al adjunto.
Se acercó aún mas hasta la misma, casi podía chupar la roca caliza. En efecto, no estaba sellada la tumba. No era una experta en éste tipo de cosas, pero no le cabía duda. Algo extraño había en esa tumba, que no estuviese cerrada era como mínimo raro.
—Ayudadme a mover ésto, la tumba parece que ya ha sido asaltada...
La pelirroja hizo un gran esfuerzo por mover la roca que tapaba al supuesto cadáver, pero por mas que se esforzó, la roca no cedió ni un solo centímetro. Sin duda alguna, la fuerza bruta no era su punto fuerte... pero podía hacer que todo estallase en mil pedazos con un par de sellos explosivos. Aunque quizás no era la mejor de las ideas.
—¿Un samurái? ¡¿Un samurái?! —le increpó, tirándose de los pelos—. ¡Esos son los peores, joder! ¿¡Pero es que nos hemos vuelto locos, o qué!?
¿Desde cuando se confiaba en un samurái? Todo el mundo sabía —o al menos Datsue lo hacía—, que ellos eran las personas de las que menos te podías fiar del mundo. Porque basaban lo que hacían en el honor. No en el dinero, como los bandidos. No en las órdenes, como los ninjas. Sino en algo tan superfluo y efímero como la palabra. Ahí radicaba el problema. Se puede esperar una traición de un mercenario si le hacen una mejor oferta, pero de la gente honorable, uno nunca sabe cuando va a dejar de serlo. ¿Quizá cuando dejase de convenirle? ¿Quizá cuando dejase de ser la opción fácil para convertirse en la jodida? Era un límite demasiado ambiguo, y por eso los samuráis son de poco fiar: porque son impredecibles.
Pero ahora ya era demasiado tarde, y de nada servía lamentarse. Debían salir de allí, como fuese, o sus días estarían contados. ¿Qué sería primero: la falta de oxígeno o el hambre? Se le revolvía el estómago solo de pensarlo.
Ninguno de los dos profesores, sin embargo, parecía muy optimista al respecto de una segunda salida. Aiko, por otra parte, seguía a lo suyo, y se había interesado en el sarcófago. «Me cago en la puta… ¡Deberíamos buscar una manera de salir de aquí, no un cadáver!»
Se contuvo para no ponerse a gritar, fuera de sí. Sabía muy bien que tan solo empeoraría las cosas. En su lugar, se acercó al sarcófago a pasos rápidos y trató de ayudar a Aiko. Cuánto antes saciase la curiosidad de ella, antes podrían ponerse con lo importante.
—Joder… —Una gota de sudor resbaló por su frente del esfuerzo—. Sí que pesa…
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—Uchiha-san, debo pedirte que te calmes —le increpó el profesor y director de la ahora fallida expedición—. Debemos mantener la mente fría y pensar.
Rōshi empezó a dar vueltas por la cámara, examinando las paredes, las columnas, las lámparas. Mientras tanto, Aiko y Banadoru se habían dado cuenta de que la pesada tapa del sarcófago no estaba en su sitio. Con ayuda de Datsue —ni siquiera entre la kunoichi y el profesor adjunto pudieron hacer suficiente fuerza— consiguieron mover aquella losa de piedra tallada, que cayó al suelo con un estruendoso "¡BAM!" que les perforó los oídos.
—Que mi santa madre me dé dos sopapos...
Las palabras de Banadoru explicaban perfectamente lo que se encontraron dentro de aquel cofre funerario...
Nada. Si allí había habido alguien, desde luego ya no estaba. El sarcófago estaba tan vacío como la cartera de un uzujin después de la vendimia, y sólo había una gruesa capa de polvo y varias telarañas por las esquinas del cofre. Estupefacto, el profesor adjunto retrocedió unos pasos con el rostro teñido de confusión y miedo a lo inexplicable.