Fecha fijada indefinidamente con la siguiente ambientación: Los ninjas de las Tres Grandes siguen luchando contra el ejército de Kurama allá donde encuentran un bastión sin conquistar. Debido a las recientes provocaciones del Nueve Colas, los shinobi y kunoichi atacan con fiereza en nombre de la victoria. Kurama y sus generales se encuentran acorralados en las Tierras Nevadas del Norte, en el País de la Tormenta. Pero el invierno está cerca e impide que cualquiera de los dos bandos avance, dejando Oonindo en una situación de guerra fría, con pequeñas operaciones aquí y allá. Las villas requieren de financiación tras la pérdida de efectivos en la guerra, y los criminales siguen actuando sobre terreno salpicado por la sangre de aliados y enemigos, por lo que los ninjas también son enviados a misiones de todo tipo por el resto del mundo, especialmente aquellos que no están preparados para enfrentarse a las terribles fuerzas del Kyuubi.
Muñeca miró a Kaido, confusa, cuando este se señaló a sí mismo. Pronto el mismo Kaido se dio cuenta: la ropa que él llevaba no era el atuendo de la prisión. Lo hizo nada más ver la ropa del guardia que acababa de matar, debidamente doblada en su taquilla.
Mientras que la ropa de Kincho era elegante y daba el pego, la de su víctima, simplemente, se notaba que era la oficial. Chaqueta y pantalón de color beis, ambas de una tela fina y suave para evitar el exceso de calor. En la espalda de la chaqueta llevaba inscrito, en grande, la palabra: Yermo. Al frente, un nombre bordado: K. Mushaki. En un hombro, el símbolo del viento.
En la puerta de la taquilla, varias fotos colgadas de la víctima con lo que parecía ser su mujer. La más grande y la que más le llamó la atención fue una que estaba en el centro: ambos estaban sonriendo; ella, embarazada de por lo menos ocho meses.
Pero aquello no era todo. Junto al uniforme, estaba el famoso silbato corrector. Era de color blanco, y estaba unido a una fina cadena para colgar del cuello. De la khopesh y de la ballesta de mano no había ni rastro. A Kaido le sonaba que esas se cogían en la sala de armas. O, al menos, eso le había dicho Comadreja cuando le había entregado el croquis.
También había un par de llaves. Una grande, con el número dos inscrito en ella. Otra más pequeña, también con el dos.
La ropa de Kincho la encontró varias taquillas más a la derecha. Era exactamente igual, salvo que en su chaqueta ponía: U. Kincho. Y el juego de llaves —también una grande y otra pequeña—, tenía el número uno inscrito en ellas, y no el dos.
Muñeca memorizó todos los detalles y realizó una transformación bastante convincente, voz incluida. Su pequeña crisis de ansiedad parecía haber pasado. Ahora simplemente tenía fiebre, aunque superada la tormenta de arena, la sobrellevaba mejor. ¿Sería capaz de aguantar el Henge por largo tiempo? Eso, ya se vería.
¡Agradecimientos a Daruu por el dibujo de PJ y avatar tan OP! ¡Y a Reiji y Ayame por la firmaza! Si queréis una parecida, este es el lugar adecuado
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Cuando Kaido se encontró con la confusión en los ojos de Muñeca, tuvo que pegarse una mirada a él mismo por un segundo. Vaya imbécil. ¡Vaya imbécil! si es que llevaba puesta la puta ropa casual de Kincho. Tenía tantas cosas en la cabeza que realmente creía haber ido ya vestido con el jodido uniforme oficial. Pero resultaba que no. Que el uniforme estaba conformado por dos piezas de color beis con la identificación de País del Viento y el nombre del Yermo bordado a la espalda. La taquilla del supuesto Mushaki tenía además de las prendas los artilugios básicos, menos las armas, que tendrían luego que retirar del salón especial dentro de la prisión donde se guardaban.
Los ojos cerúleos del gyojin se postraron por un instante en las fotos del difunto junto a su familia. Tenía a una esposa, embarazada, y lucían felices. En la cárcel en la que habitaba su parte más humana, la del verdadero Kaido, alguien se revolvía del remordimiento. Kaido había sido siempre una bestia, aunque no una que derramaba sangre a diestra y siniestra. Un Tiburón cazaba cuando debía saciar su hambre. Umikiba Kaido cazaba cuando lo consideraba justo y necesario.
El bautizo draconiano, sin embargo, lo apaciguaba todo. No importa cuántas moscas cayeran a su paso mientras alcanzase la metal final. ¿Y cuál era, esa meta? ¿la alcanzaría realmente alguna vez? ¿o esa era la verdad absoluta tras el círculo vicioso que te envuelve al unirte a Dragón Rojo?
Pronto lo iba a averiguar.
—Voy a cambiarme. Espérame aquí —dijo, rebuscándose en la taquilla de Kincho y tomándose su tiempo para adecuar el atuendo. Cogió su silbato, las llaves y volvió a donde Muñeca, ya transformada, le esperaba—. cuida la retaguardia mientras estemos ahí fuera. Mantén la cabeza fría y no dejes que nada te perturbe para que no estreses la transformación. Y tu llave, mírala —se la señaló con la mano derecha, a la vez de que sostenía el manojo suyo—. ya tenemos acceso al segundo piso. Ahí se encuentra él.
Muñeca sonrió. O, más bien, Mushaki, al ver el número dos inscrito en las dos llaves. Al fin. Al fin iba a poder cumplir con el deseo de Padre y hacer que estuviese orgulloso de ella. Al fin iba a tener la oportunidad de resarcirse.
—Vamos —dijo ella, motivada y decidida.
Cuando salieron, ambos se encontraron con Tokore a la salida, que no paraba de cambiar el peso del cuerpo de una pierna a otra y morderse las uñas.
—Ehm… ¿Mushaki? —preguntó con sorpresa, al verle surgir tras Kaido—. Que… ¿Qué tal todo? Pensé que tenías turno de tarde hoy.
—Soy Muñeca.
—Ah. Oh… —dejó escapar, con la boca abierta en una gran “o”, al comprender las implicaciones de sus palabras. ¿Es que aquellos tipos no se cansaban de matar?—. B-bueno… Seguidme.
Salieron de los vestuarios para dirigirse, de inmediato, a la siguiente puerta que había a la izquierda. Una que daba a la Sala de Armas.
Era una gran estancia, bien iluminada y con gruesos barrotes que impedía a nadie entrar sin la llave de la puerta. Ninguno de los tres la tenían, pues por seguridad, solo los encargados de aquella sala podían disponer de ella.
Una mujer de ojos castaños, tez morena y cara redondeada se encontraba tras los barrotes. La encargada. Desde su posición, Kaido pudo ver un montón de armas de filo, ballestas, virotes y utensilios que, más que para el combate, tenían toda la pinta de ser usados para la tortura.
—Oh, ¡Mushaki-kun! Pero si acabas de devolverme las armas… —habló ella, al reconocerle. Al menos la transformación había dado el pego—. ¿No tenías a la parienta de parto? ¿Qué haces aquí?
—Ehm…
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Aquél dúo dinámico abandonó entonces los vestuarios para encontrarse con Tokore. La mujer lucía nerviosa, atizando la duda y el miedo en un inconfundible gesto de incomodidad que trataba de balancear entre pierna y pierna, de lado a lado. Kincho le echó una mirada furtiva que no pedía otra cosa sino que se calmara y continuara guardando las apariencias. Mientras más rápido hicieran todo, menor sería la probabilidad de que les descubrieran.
Y es que a Tokore le interesaba mucho de que aquél plan saliera viento en popa. Después de todo, si les pillaban; ella sería identificada como una cómplice de la intromisión y por tanto, habría de ocupar su propia celda común en la jodida Prisión del Yermo. ¿Qué iba a ser de su hija, entonces? madre soltera... no tenía a nadie. A nadie.
—Vamos —fue lo último que dijo antes de sellar una vez más sus labios. La única debilidad. La única imperfección de una técnica de infiltración perfecta.
Según el croquis que Kaido había memorizado, Tokore les dirigió, efectivamente, hasta la Sala de Armas. Resultaría muy evidente que se saltaran el procedimiento, así que era totalmente necesario que fueran a retirar los utensilios necesarios para su protección dentro de la cárcel. Una vez frente a la ventana sellada con barrotes de acero que servía para evitar la intromisión de carceleros inhabilitados para tener acceso al depósito, una mujer les habló.
O, mejor dicho; a Mushaki.
«Joder. Joder. Joder. ¡Joder!»
Los orbes de Kincho se movieron entre Tokore y Muñeca. El pequeño "ehm" que salió de su boca no le dejó para nada tranquilo.
«Piensa algo, Masumi»
Tantas cosas que podía contar. ¿Le había mentido a Padre acerca de la muerte de Katame y no podría hacerlo con un jodido donadie?
Que había sido una falsa alarma. Que no había roto fuente realmente. Que la Tormenta, además, estaba demasiado peligrosa como para exponerse a no llegar a Inaka en una sola pieza. Ahora tenía un hijo en el que pensar. Algo. ¡Tenía que decir algo!
«No me falles. O ya podemos ir dándonos por muertos.»
Tokore debía estar pensando exactamente lo mismo que Kaido, porque no pudo contenerse.
—¿Qué tienes a la mujer de parto? ¡No me habías dicho! —exclamó, intentando desviar la atención—. Joder, qué putada. ¿No oyes la tormenta, Obayoma? Es imposible salir de aquí.
—Se oye, se oye. —Solo necesitaban permanecer un segundo en silencio para escuchar como Fūjin se estampaba contra las grandes piedras de la prisión intentando echarla abajo—. Y he oído que abajo andan inusualmente revueltos. Bueno, voy a por lo vuestro.
Tokore desvió la mirada hacia Kaido y le dedicó una sonrisa triunfal. Su táctica había funcionado.
A través de una rendija, Obayoma les pasó a cada uno un khopesh, una ballesta de muñeca y un portavirotes grande. Muñeca se colocó la ballesta en la muñeca zurda, de forma algo patosa por ser la primera vez, y luego se miró las piernas y los brazos, sin saber muy bien dónde colocarse el portavirotes.
Una cajita de cuero de buena calidad muy parecida a un portaobjetos, que puede acoplarse en el la pierna o en el brazo y que tiene la capacidad de transportar hasta un máximo de 10 virotes. Tienen un daño brutal, pero su recarga es muy lenta, y su alcance no es muy grande, pero como ventaja, tienen la fuerza suficiente para atravesar una armadura.
¤ Ballesta de muñeca - Tipo: Arma de disparo -Tamaño: Grande - Requisitos:Destreza 60 - Precio: 1500 ryos - Daño: - - Efectos adicionales:- - Alcance:: 12 metros
Pequeña ballesta de madera de buena calidad cuyo arco no mide más de 15 cm y que dispara pequeños virotes, con un pequeño alcance, pero muy potentes, capaces de atravesar armaduras. Esta ballesta se acopla a la muñeca del usuario mediante una tira de cuero, y tiene un mecanismo que permite dispararla con un pequeño movimiento de muñeca. Sólo se puede disparar un virote al mismo tiempo, y se requiere del uso de la otra mano para recargarla.
¤ Silbato corrector - Tipo: Equipo - Requisitos: - - Precio: - - Uso: Permite ocultar, extraer y retraer un kunai bajo la manga
Este objeto permite al usuario infligir gran dolor en los presos de la Prisión del Yermo, siempre y cuando tengan el Sello Maldito Corrector y se encuentren a una distancia de 7 metros o menos.
¤ Khopesh - Tipo: Arma de filo - Tamaño: Grande - Requisitos (dos manos):Destreza 40, Fuerza 25 - Requisitos (una mano):Destreza 50, Fuerza 30 - Precio: 1000 ryos - Daño: 15 PV/golpe con mango o vaina, 30 PV/corte superficial, 40 PV/corte, 20 PV/penetración - Efectos adicionales: -
Espada de 60cm de longitud, de hoja curva y con el filo en su parte convexa. Propio del País del Viento, se compone principalmente de tres partes: una empuñadura de unos 15cm; una sección de acero recto de 15cm; y una forma final en forma de media luna, de 30cm. No produce heridas mortales al apuñalar, pero sus cortes son más mortíferos que la mayoría de las katanas existentes.
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¿Qué era esa sensación que se le arremolinaba en su interior? ¿era... orgullo? ¿estaba jodidamente orgulloso de haber reclutado a Tokore?
Sí. Era la inversión más rentable en toda su puta vida. Comadreja era un insulso frente a ella. Casi que le apetecía desmoralizarla un poco más e invitarla a unirse a su causa con Dragón Rojo. Y follársela, cómo no, que joder, estaba buena.
Le devolvió una sonrisa cómplice.
La ira de Fūjin le sacó a bote pronto de su ensimismaiento y le obligó a prestar atención a la entrega de armas. Cada artilugio que le fue entregado, fue colocándose donde realmente debía ir, y lo último que colgó fue aquél silbato tan importante y con el que podría controlar a la peña si llegaban a intentar darles un poco por culo.
Kincho se pegó la vuelta, sin mucho ánimo de hablar.
Muñeca decidió imitar a su compañero y colocar el portavirotes exactamente en el mismo sitio: en la pierna.
Luego, los tres salieron al exterior.
—Ey. —Era el hombre cincuentón que les había pasado lista al entrar. Se acercó a ellos a pasos rápidos—. Oh, ¿al final te quedas, Mushaki? Genial. ¿Puedes ayudar a Tokore y Kincho con el primer piso? Abajo los presos han intentado una fuga y mandamos todos los efectivos para allí, y aquí estamos bajo mínimos.
—Ehm… Claro —dijo Muñeca.
—Bien, bien. Pues yo voy a bajar a ver qué tal va todo y… Oh —El hombre se había quedado mirando el brazo de Kincho—. ¿Y tú con la ballesta en la diestra? —preguntó, extrañado—. ¿Qué te pasó en la mano izquierda?
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El destino actuaba como una perra en celo que aún estaba herida al enterarse de que alguien le había puesto los cuernos. Ese alguien era Kaido. O Kincho. O ambos.
Una tras otra, las dificultades se le seguían apilando. Una tras otra, los hilos del destino trataban de hacerlo fallar a toda costa. Y con cada obstáculo que evitaba, con cada barrera que superaba, se le alzaba otra en el camino. Pero a la mierda. Las iba a romper todas. Una tras otra. Hasta alcanzar a su objetivo. Hasta cumplir su propósito. Hasta convertirse en toda legalidad en un Cabeza de Dragón.
Kincho alzó su brazo izquierdo, y puso cara de confusión. ¿Qué era lo que estaba viendo el hombre, realmente?
La ballesta estaba en su muñeca izquierda.
«Por fin sirve para algo haber nacido zurdo» —meditó, mientras se pegaba la vuelta y tomaba la decisión de empezar a patrullar, como lo haría todo guardia hasta dar con los portones que daban entrada a la enorme sala común.
19/04/2019, 21:18 (Última modificación: 19/04/2019, 21:19 por Uchiha Datsue. Editado 1 vez en total.)
—Hostia… ¡Cómo se nota que llevo más horas trabajando de las que debería! —se excusó, cuando Kincho alzó una mano y le mostró que, efectivamente, la llevaba donde siempre.
—Anda, anda. Si a mí me pareció vérsela en la diestra también. Ya estaba a punto de decir que se había hecho un esguince en la muñeca de tanto meneársela —bromeó Tokore, sin bromear realmente. Sin bromear porque, efectivamente, su mente trabajaba a mil por hora para hacer de muralla ante cualquier amenaza que se echase sobre aquellos dos. Como, por ejemplo, el eterno silencio en el que se sumergía Kaido cada vez que le hablaban.
El cincuentón rio. Tokore rio. Incluso Muñeca rio. El hombre se despidió con un gesto de mano y bajó por las escaleras de piedra que había a la izquierda.
El trío pudo continuar su aventura, primero adentrándose a través de una puerta de acero, pesada y gruesa. Estaban en la zona común. Había un montón de mesas y bancos, todos de piedra y pegados con cemento al suelo. Kaido vio seis bocinas más en el techo, en las esquinas y laterales de la estancia, todas apuntando hacia el interior. Tal y como Comadreja le había dibujado. Justo en la entrada, además, había un botón rojo en la pared, a media altura, con una palabra inscrita encima de lo más reveladora:
Correctivo
Además, al fondo, había unas puertas con los característicos cartelitos de baños. También, al lado, una mesa alargada, al estilo restaurante de tipo bufet, donde, se imaginó Kaido, servirían comida a los presos. Detrás de esta había otra puerta. Posiblemente la cocina o el almacén de comida. Comadreja no había dibujado aquella parte.
Lo que sí había puesto en su croquis era que las habitaciones de los presos masculinos se encontraban a la izquierda. Tokore abrió otra puerta metálica haciendo uso de una llave, y los tres se sumergieron en un larguísimo pasillo que daba a seis celdas, tres a cada lado.
Pero dichas celdas no eran corrientes y normales. No daban espacio para uno o dos reclusos, no. Eran enormes. Con capacidad para, al menos, veinte personas en cada una de ellas. Eso respetando espacios y normativa, claro. Cosa que, allí, no se hacía. Y es que, a golpe de ojo, Kaido pudo contar perfectamente a unos cincuenta o sesenta presos por celda. Todos pegados unos a otros, en futones estrechos y sin apenas espacio para moverse. Cada celda tenía un váter, al fondo, para ser usado. Un váter para cincuenta personas. Abierto, sin ningún tipo de pared para cubrir tus vergüenzas.
Sobra decir que aquello, aparte de incómodo, era insalubre.
Se oían lloros, murmullos, quejidos de fondo. Y apestaba. Vaya si apestaba. A sudor. A mierda. A todo.
Al principio del pasillo, sentado en una silla, un guardia con barba y cabeza rapada dormía a pierna suelta. Sobre él, en la pared, otro botón que ya había visto: de color rojo y con la palabra correctivo inscrita sobre ella. También más bocinas, todas ellas apuntando hacia las celdas pero fuera de ellas, en el pasillo y protegidas por las rejas.
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El silencio al que se había sumado Kaido era sin duda alguna muy extraño para él. Le gustaba hablar. Le iba bien usando la jodida lengua para sus objetivos, pero esa vez, no podía. No podía. Y eso de alguna forma le convertía en un lastre para ciertas situaciones. Por suerte, reanudado el paso, no volvieron a encontrarse con nadie más. Aquél grupo de infiltrados continuó rumbo hasta la Sala Común.
Era amplia, atenuada con mesas de cemento y bancos que funcionaban como el área en el que los presos podían probablemente recrearse durante márgenes de tiempo cortos. Lo que le saltó a los ojos no obstante fue el área tras la barra donde repartían la comida y que servía de bufet, pues Comadreja no había atinado con aquella zona al dibujar el croquis. Imaginó que se trataba de la cocina, y que quizás, sólo quizás, podría haber alguna salida alternativa por ahí. Lo que también le llamó la atención fue el botón rojo con la palabra correctivo. ¿Acaso ese botón estaba conectado a las bocinas, y de alguna forma estaban dispuestas en toda la cárcel no para alertar fugas, sino para controlar a los presos de forma masiva como un silbato gigante?
Esperaba no tener que averiguarlo.
Kincho mantuvo las distancias de Tokore y le pidió a Muñeca lo mismo. No podían lucir tan juntos y, desde luego, resultaría bastante sospechoso que anduviesen por las zonas comunes cogidos de la mano como tres putos críos de colegio.
Tokore fue la primera en introducirse a los dormitorios masculinos. Kaido le siguió poco después, adentrándose de lleno al amplio pasillo que le mostró por primera vez la realidad de una cárcel subterránea.
Eran séis celdas, tres de cada lado. Pero más que celdas, eran habitáculos multitudinarios donde vivían cientos de presos al unísono. Compartiendo el aire pútrido que expedía el aroma concentrado de sudor y heces. Kincho arrugó la nariz, impactado por el poder del olor, tratando de no sufrir ninguna arcada.
Le hizo un gesto a Tokore con la mano: manos a la obra.
Por ser el que no podía hablar, Kaido decidió peinar el ala derecha del pasillo con su linterna de bolsillo. Celda por celda, fue iluminando de forma tenue a los presos para ver si vislumbraba a alguno que coincidiera con la descripción que Gabbra Takuya les había dado de Razaro y que él, al mismo tiempo, había compartido con Tokore y Masumi.
La luz que despedía su linterna de bolsillo le mostró muchas cosas.
Le mostró a un jovencillo que apenas había alcanzado la edad adulta siendo empotrado por un hombre plagado de tatuajes contra una pared. Le mostró a dos hombres más, de pie, esperando su turno.
Le mostró a un anciano cagando. Le mostró cabezas y más cabezas cuyos cuerpos estaban tapados por una precaria manta. Le mostró ojos acechando en la oscuridad. Le mostró miradas despiertas, pacientes y hambrientas al mismo tiempo.
¿Razaro? Era muy difícil saber dónde estaba. Muy difícil.
Tokore se acercó a él.
—Vais a tener que entrar. Entrar, llamar al jodido preso que quieres, y sacarlo de ahí —le susurró, nerviosa y apremiante al mismo tiempo. Cuanto antes acabasen con aquella pesadilla, mejor.
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Lo que sus ojos vieron, sin embargo, fue la decadencia enclaustrada en una sola habitación. A un hombre siendo vulnerado por otros tres. A otros nocturnos acechando, tratando de renunciar al hambre. A uno haciendo sus necesidades, frente a todos. Y a los más catatónicos, cubiertos con mantas, tratando de descansar en un lugar imposible.
Kaido arrugó los ojos, y suspiró. Lo hizo por lo que le había dicho Tokore.
El gyojin introdujo la llave —o probaría hasta dar con la correcta—. y llevó su silbato a las cercanías de la boca por si acaso. Dio dos golpes a uno de los barrotes con la linterna y bramó, con voz demandante:
Cuando el eco de su voz se apagó, quedó un gran silencio que llenó el vacío. Fue un silencio tenso. Un silencio artificial. Un silencio fingido. Tenso, sí. Porque casi nadie dormía ya en la Prisión del Yermo, y si callaban, era porque les convenía, y no por sueño. Artificial, sí. Porque al igual que en esas películas de bajo presupuesto, donde se nota demasiado que no tienen dinero para contratar a un ninja de verdad en las escenas de acción y tienen que rellenarlo con jutsus falsos, en realidad no estaban callados. No se les oía, pero se lanzaban miradas unos a otros. Cuchicheos. Señales. Y fingido, sí. Porque Razaro no necesitaba de eternos segundos para darse cuenta que ese era su nombre. Tampoco muchos de sus compañeros, que le lanzaban miradas intrigadas.
Pero, lo que más sorprendió a todo el mundo, era que Kincho llamase a un preso por su nombre. Allí, todos los presos no eran más que números. Al menos para los carceleros. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué significaba que le buscasen por su nombre?
—¡¡Hijo de la gran puta!! ¡¿Vas a largarlo todo, chivato de mierda?!
Kaido escuchó ese grito en una celda a su espalda. Una que estaba justo en medio entre otras dos. En un visto y no visto, el caos creció como la ola de un tsunami. Alguien pegó un puñetazo a otro. Otro le aplastó la cabeza de un pisotón. Muchos se levantaron y juntaron hombro con hombro, haciendo una pelota alrededor de la pelea, impidiendo a Kaido y al resto ver nada.
—¡Uh, uh, uh, uh, uh! —gritaron todos al unísono. Animando. Divirtiéndose ante el sangriento espectáculo.
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Cuando su réplica no encontró respuesta, supo... supo que la había cagado. Otra vez.
Los ojos cristalinos del tiburón, dentro del cuerpo de Kincho; buscaron a Tokore. ¿Acaso le había tendido una maldita trampa? ¿le había enviado allí dentro a soltar un nombre para que se fuese todo a la mismísima mierda? ¡¿acaso le iba a tener que matar a la hija, por Amenokami!?
«¡Y una mierda!»
Silbato en boca, pulmones repletos de aire. ¡Fiusssssssssssssssssssssss!
Esa iba a ser su primera vez probando el método corrector.
Su intención era percibir cuáles eran los efectos del sonido en los presos y esperar que resultara lo suficientemente práctico como para que la rueda humana que rodeó la batalla acabase en el puto suelo. Si estaban matando a Razaro, perdería el encargo, uno que quizás no tuvo que haber aceptado, dada la peligrosidad de la infiltración. Pero Kaido estaba comiéndose un duro y necesitaba pasta. Mal momento para buscarla.
27/04/2019, 01:03 (Última modificación: 27/04/2019, 01:04 por Uchiha Datsue. Editado 1 vez en total.)
¤ Silbato corrector - Tipo: Equipo - Requisitos: - - Precio: - - Uso: Permite ocultar, extraer y retraer un kunai bajo la manga
Este objeto permite al usuario infligir gran dolor en los presos de la Prisión del Yermo, siempre y cuando tengan el Sello Maldito Corrector y se encuentren a una distancia de 7 metros o menos.
Los presos de la celda se convirtieron en bolos derribados por una gigantesca bola en una bolera. Como una ola, fueron cayendo entre terribles chillidos de dolor, espasmos y sacudidas violentas. Los que tuvieron la suerte de estar en la parte más alejada, en cambio, corrieron entre empujones y puñetazos a conseguirse un sitio pegado a la pared, allí donde el sonido del silbato tenía más difícil llegar. Kaido vio como los primeros trataban de arrastrarse por el suelo hasta traspasar esa mágica línea donde el silbato perdía su efecto.
—¿Qué coño está pasando? —el carcelero había despertado.
Tokore bufó. Aquello se estaba yendo a la mierda muy rápido.
—¡Activa el puto corrector, Saihi!
No hacía falta que se lo dijesen dos veces. Saihi lo presionó con la misma naturalidad y sencillez con que tiraría de la cadena del váter. De pronto, un sonido agudo y potente salió de todas y cada unas de las bocinas, tirando al unísono a los presos de todas las celdas.
—Entra y coge a tu puto hombre —dijo, en voz baja, a Kaido—. Yo me ocupo de darle una explicación a Saihi.
Y arrancó a andar en la dirección del carcelero, que se había levantado y les miraba con expresión confusa desde el otro lado del pasillo.
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