—
Muchas gracias, chicos, de verdad —asintió Hanabi—.
Pero en cualquier caso sería algo temporal. Así que no alquiles ese local, Reiji —rio—.
No, chicos...
»...os necesito cerca. A los mejores amigos... hay que tenerlos cerca.
El guardia sabía que no tenía que hacer. No por Takumi, ni por su compañero ausente, ni por el otro que estaba derribado. No. No por eso, sino porque había perdido la voluntad. Por eso, y por los ANBU de Uzushiogakure que hicieron acto de presencia sin que siquiera el marionetista se diese cuenta.
Le preguntaron si estaba bien y le felicitaron por enfrentarse a los guardias siendo tan solo un genin. Se ocuparon de él y de sus compañeros heridos y conmocionados. Y juntos fueron al encuentro de Hanabi, que había instaurado la República.
Takumi tuvo que quedarse en Yamiria al menos un par de semanas, para asegurarse de mantener el orden. Y luego, por supuesto, regresó a casa junto con sus compañeros...
¿Fin de la trama...?
Unas semanas después...
Senju Garadea caminaba con la nariz arrugada, como si todo le diese un profundo asco. Le daban asco los árboles, le daba asco la hierba, le daban asco los putos pájaros que tan felices canturreaban en sus ramas, hasta que ya no lo hicieron, porque fueron ceniza. A Senju Garadea le daban asco muchas cosas, pero lo que más asco le daba era que por tercera vez consecutiva lo había perdido todo, y las tres gracias al mismo hombre.
«Sarutobi Hanabi...»
Hubo un tiempo en el que a Garadea le importaban algo el resto de cosas. Una Uzushiogakure gloriosa, un puesto en el alto mando de la villa que le permitiese cambiar las cosas. Junto a Zoku o sin él, bajo el mando de Zoku o bajo el de Shiden, qué más daba. Lo importante eran sus ideas.
Sus ideas.
Pero se había dado cuenta. Ya le daba igual. Ya le daba igual todo.
«Sarutobi Hanabi...»
Porque ahora tenía que volver a subsistir arreglando los desastres de otros, hundiéndose cada vez más profundo en el pozo del hampa. Había entendido hace tiempo que su vida estaba rota. Ni siquiera en aquella tierra de oportunidades para la gente libre había podido reconvertirse, encontrar un hogar. ¡Morirse plantando putas patatas cerca de Taikarune! No mientras tuviese algo que hacer. Un asunto pendiente.
Aquél hombre se le acercó. Uno de esos mafiosos de mierda.
—
Eh, muñeca. ¿Acaso sabes donde has ido a meter la patita? —era un hombre calvo que al menos le sacaba una cabeza. Uno de esos dichosos
Mensajeros del Yomi—.
Ahora no tengo más remedio que matarte.
Matar.
Era una palabra que se pronunciaba muy a menudo, se ponía en práctica menos, y a la que muy pocos miraban a los ojos. Es una palabra grave. Se te llena la boca. Los shinobi la conocen, como a una buena amiga, pero aún así sólo cuando se es disciplinado se logra sintonizar una con ella. Hacerse una profesional. Más tarde una comprende que una vez que ha hecho de ella su forma de vida, no podrá dedicarse a plantar patatas cerca de Taikarune por el resto de su vida, ni a ninguna otra tarea.
Ya sólo sabía hacer una cosa...
—
¡Que me mires cuando te hablo!
—
He venido a hablar con tu jefe.
—
Mira, estás tocándome los cojones —El hombre sacó una navaja del bolsillo. Enorme y oxidada—.
¿Cómo sabes que está aquí? ¿Quién te lo ha contado? ¿Te envía el puto samurai, verdad?
...porque esa cosa es la única que le empujaba a vivir...
—
He venido a hablar con tu jefe —repitió Garadea, gruñendo.
—
¡Que me contestes! ¡Que me...!
«Sarutobi Hanabi...»
Garadea se levantó y tomó de la muñeca al matón. Se la torció y le hizo soltar la navaja. La articulación crujió. El hombre gritó. Sus manos comenzaron a echar humo, y el hombre gritó más. Garadea soltó la muñecta y puso sus dos manos en la cara de aquél hombre, que gritó mucho, mucho más. La piel echó humo, se prendió fuego, se convirtió en ceniza. Los músculos de la cara se deformaron como lo hizo la voz de aquél pobre diablo mientras trataba de zafarse de la mujer tomándola por los codos, empujándola. Pero firmemente Garadea apretó, y el hombre gritó, y se puso de rodillas, y ella apretó más y lo empujó contra la roca, golpeándole la cabeza varias veces, con violencia, sin apenas consideración. Con rabia.
«Sarutobi Hanabi...»
—
¡¡QUE ME DEJES PASAR, COJONES!! ¿¡NO ME HAS OÍDO!? ¡¡QUE... ME... DEJES... PASAAAAAR!! —Con cada sílaba, un nuevo golpe, una llamarada de fuego. Y cada vez que veía ese rostro transformado en ceniza, en huesos y en carne quemada...
«Sarutobi Hanabi...»
...cada vez que golpeaba ese cráneo ya roto e irreconocible contra la pared...
«Sarutobi Hanabi...»
...cada vez que le oía gemir, pidiendo que parase, cada vez...
«Sarutobi Hanabi...»
...se imaginaba que ese hombre era Sarutobi Hanabi. Porque a aquellas alturas de la vida, ella vivía para que otra persona muriese.
Matar. Es una palabra grave. Se te llena la boca.
Te llena la mente.
Te llena el alma.