19/01/2021, 13:39
(Última modificación: 19/01/2021, 13:41 por Amedama Daruu. Editado 1 vez en total.)
A su alrededor sucedieron muchas cosas. Alguien intentó matar a Hanabi. Alguien intentó protegerle. Pero Hanabi estaba dormido, con la vista fija no en un lugar, sino en un tiempo que ya pasó. O que, al parecer, no pasó.
Hanabi estaba dormido. Pero cuando despertó, despertó algo más que Hanabi. Despertaron las llamas. Despertó el Remolino.
Despertó un hombre con las convicciones firmes y con una voluntad férrea.
En la sala de estar, hubo una pequeña explosión de humo. Cuando se disipó, Gondu estaba en el suelo, sujetándose el cuello y sufriendo los últimos momentos de su vida. Hanabi sujetaba un dai shuriken que goteaba de su sangre. Su mirada seguía fija en la puerta del despacho de Uzumaki Shiden, pero no era el mismo tipo de mirada que antes.
—Es el momento de que sepáis la verdad. Perdonadme si no podéis entenderla —dijo. En ese momento nuestros shinobi se dieron cuenta de que el sillón donde había estado sentado Hanabi estaba chamuscado, y que allá por donde caminaba iba dejando huellas de hollín y un par de líneas ígneas. La sensación abrumadora que desprendía su líder era casi más afixiante que de costumbre, y aunque podían moverse, todos tenían un nudo extraño en la garganta.
Sucedió en poco más de unos segundos. Los guardias de la puerta se abalanzaron contra el Uzukage y él derrumbó al primero fácilmente, dejándolo exhausto y derrotado en el suelo. El segundo consiguió desarmarlo del dai shuriken al grito de "muere, perro de Rasen", y acabó con un sello explosivo de rango bajo en la cara. Hanabi lo apartó de una patada y la etiqueta explotó.
El Sarutobi les miró un momento. Era una mirada enfurecida, pero casi parecía que les estuviese pidiendo permiso.
—Seguidme o detenedme. Pero no os quedéis ahí mirando.
Se dio la vuelta y abrió la puerta del despacho de una patada. El daimyo, Uzumaki Shiden, era un hombre menudo e insignificante que esperaba tras una mesa con una mueca contrariada. Cuando Hanabi entró como una saeta, Shiden dio un salto y emitió un chillido de rata. Encorvado y con una sonrisa asustada pero cruel, se ajustó las gafas cuadradas de color carmesí y se levantó intentando que su presencia fuese imponente, pero al lado del infierno ni la herencia divina de un Señor podía ignorar las llamas.
—¡Hanabi! ¡Q... qué sorpresa, no te esperaba por aquí t-tan pronto!
—No era eso lo que extraí de tus exigencias por carta —pronunció Hanabi, cortante, y extendió el puño derecho hacia él—. Garadea. ¿Dónde está?
—No sé de qué me estás hablando... ¡Hanabi! ¿¡Esos son mis guardias!? ¿¡Gondu!? ¡¡Alta traición, alta traición!! ¡¡Has traicionado a tu señor!!
—Sí.
Hanabi se subió encima de la larga mesa de reuniones de un salto y disparó una cuchilla conforma de disco desde debajo de la manga. El acero de los Sasaki se abrió paso en el lateral derecho del cuello de Shiden, quien se derrumbó en el asiento tratando de parar el sangrado tal y como lo había hecho la serpiente rastrera de su funcionario.
—Hanabi... qué... haces...
—Traicionar a mi falso Señor. —Hanabi dio un paso hacia adelante—. Servir a mi País. —Dio otro paso hacia adelante y volvió a apuntar a Shiden con el brazo—. Hacer realidad la última voluntad de un hombre al que admiraba. Cumplir las órdenes de tu padre.
Hanabi disparó otro disco, en vertical, que se clavó en la frente de Uzumaki Shiden y arrebató el último hilo de vida del último Señor Feudal de la Nación.
Se dio la vuelta.
»Lo siento, chicos. No hemos venido a hablar. Hemos venido a dar un golpe de estado.
»QUEDA INAUGURADA LA REPÚBLICA DE LA ESPIRAL.
Hanabi estaba dormido. Pero cuando despertó, despertó algo más que Hanabi. Despertaron las llamas. Despertó el Remolino.
Despertó un hombre con las convicciones firmes y con una voluntad férrea.
En la sala de estar, hubo una pequeña explosión de humo. Cuando se disipó, Gondu estaba en el suelo, sujetándose el cuello y sufriendo los últimos momentos de su vida. Hanabi sujetaba un dai shuriken que goteaba de su sangre. Su mirada seguía fija en la puerta del despacho de Uzumaki Shiden, pero no era el mismo tipo de mirada que antes.
—Es el momento de que sepáis la verdad. Perdonadme si no podéis entenderla —dijo. En ese momento nuestros shinobi se dieron cuenta de que el sillón donde había estado sentado Hanabi estaba chamuscado, y que allá por donde caminaba iba dejando huellas de hollín y un par de líneas ígneas. La sensación abrumadora que desprendía su líder era casi más afixiante que de costumbre, y aunque podían moverse, todos tenían un nudo extraño en la garganta.
Sucedió en poco más de unos segundos. Los guardias de la puerta se abalanzaron contra el Uzukage y él derrumbó al primero fácilmente, dejándolo exhausto y derrotado en el suelo. El segundo consiguió desarmarlo del dai shuriken al grito de "muere, perro de Rasen", y acabó con un sello explosivo de rango bajo en la cara. Hanabi lo apartó de una patada y la etiqueta explotó.
El Sarutobi les miró un momento. Era una mirada enfurecida, pero casi parecía que les estuviese pidiendo permiso.
—Seguidme o detenedme. Pero no os quedéis ahí mirando.
Se dio la vuelta y abrió la puerta del despacho de una patada. El daimyo, Uzumaki Shiden, era un hombre menudo e insignificante que esperaba tras una mesa con una mueca contrariada. Cuando Hanabi entró como una saeta, Shiden dio un salto y emitió un chillido de rata. Encorvado y con una sonrisa asustada pero cruel, se ajustó las gafas cuadradas de color carmesí y se levantó intentando que su presencia fuese imponente, pero al lado del infierno ni la herencia divina de un Señor podía ignorar las llamas.
—¡Hanabi! ¡Q... qué sorpresa, no te esperaba por aquí t-tan pronto!
—No era eso lo que extraí de tus exigencias por carta —pronunció Hanabi, cortante, y extendió el puño derecho hacia él—. Garadea. ¿Dónde está?
—No sé de qué me estás hablando... ¡Hanabi! ¿¡Esos son mis guardias!? ¿¡Gondu!? ¡¡Alta traición, alta traición!! ¡¡Has traicionado a tu señor!!
—Sí.
Hanabi se subió encima de la larga mesa de reuniones de un salto y disparó una cuchilla conforma de disco desde debajo de la manga. El acero de los Sasaki se abrió paso en el lateral derecho del cuello de Shiden, quien se derrumbó en el asiento tratando de parar el sangrado tal y como lo había hecho la serpiente rastrera de su funcionario.
—Hanabi... qué... haces...
—Traicionar a mi falso Señor. —Hanabi dio un paso hacia adelante—. Servir a mi País. —Dio otro paso hacia adelante y volvió a apuntar a Shiden con el brazo—. Hacer realidad la última voluntad de un hombre al que admiraba. Cumplir las órdenes de tu padre.
Hanabi disparó otro disco, en vertical, que se clavó en la frente de Uzumaki Shiden y arrebató el último hilo de vida del último Señor Feudal de la Nación.
Se dio la vuelta.
»Lo siento, chicos. No hemos venido a hablar. Hemos venido a dar un golpe de estado.
»QUEDA INAUGURADA LA REPÚBLICA DE LA ESPIRAL.