14/01/2016, 12:00
Fue a unos cincuenta metros de su ubicación donde aquel brillo cogió vida. El mismo parecía pavonearse seductivamente ante sus ojos, momento en el que se sintió obligado a avanzar hasta ese punto en particular, quizás; influenciado por la imperiosa necesidad de saciar la expectativa del momento. Porque además, la idea de que aquel retazo de luz apareciese justo cuando su azulado trasero alcanzase los Templos abandonados del país del Río se antojaba bastante curioso, teniendo en cuenta que él no estaba allí porque le agradase visitar un par de edificios en ruinas.
Todo recaía sobre aquella carta, su contenido y el efecto que la presencia de la gema había provocado. Porque si el objetivo era que el tiburón picara la carnada —con la ironía que amerita tal afirmación—, pues quien fuera la mente maestra del plan podía ya ir dándose un par de palmaditas en la espalda.
Lo había logrado. Pero tales dubitativas ya no eran de importancia. Kaido nunca se retractaría de su decisión de acercarse hacia el brillo titilante a pesar del posible peligro que pudiera encontrar una vez la alcanzara.
No obstante, las señales se volvieron más obvias. Repentinamente, el cielo pareció arrojar su ira concentrada en forma de rayo, iluminando con su centella un radio importante de la zona y destruyendo con su poderío los resquebrajados edificios que ya padecían el intolerable mal del tiempo. La onda expansiva recorrió los pocos metros que le faltaban por recorrer y logró arrebatar la capucha que llevaba sobre su cabeza a modo de protección. La lluvia ahora no sólo se adueñó de su cuerpo sino también de la frondosa cabellera azul, sostenida por la bandana que llevaba amarrada en su frente.
Pero detrás de semejante teatralidad siempre había una estrella que buscaba beneficiarse de ello. La impresión, el impacto; todo para reforzar la idea. Y en ese instante, todo estaba enfocado en aquella gema rojiza que parecía tener vida, contagiosa incluso para la mitad del zafiro que él tenía en su posesión. Porque éste cobró voluntad y se movió a diestra hacia su destino, como ansiosa de acercarse hasta la extraña fuente de poder que flotaba tímidamente frente la presencia de lo que parecían ser un pequeño grupo de visitantes.
Kaido se sintió obligado a pensar que no era el único. Las coincidencias no existían en circunstancias tan extrañas como esa.
«¿Pero ésto que coño es?»
Los siguientes acontecimientos contestarían a medias su vulgar interrogante. Dos jóvenes heridos, una valiente muchacha cuyo cabello le recordaba mucho a alguien que había conocido hace un tiempo y uno que otro espectador; entre ellos las siluetas de un par de hombres que demostraron tener una especie de poder bastante surrealista, desapareciendo segundos después y no sin antes dejar una buena impresión a los presentes.
De todos ellos Kaido era el menos rarito. Ya eso decía bastante de lo que allí estaba pasando.
Pero en fin, que el tiburón no parecía decidirse de cómo reaccionar. Ya incluso se sentía desmotivado, como si le hubiesen engañado para ver una obra de teatro barata. Así que decidió esperar, con algo de paciencia, a ver cómo avanzaba la situación. Y fue su calma lo que le permitió tomar su termo con agua y darle un par de sorbos sonoros mientras su espalda reposaba sobre una de las estructuras cercanas. Se le podía ver, desde luego, y no es que su piel azul no llamase bastante la atención. Pero con todo lo que se suscitaba en ese momento no era del todo errado pensar que la menor de las preocupaciones de todos los presentes era un fenómeno hombre-pez.
Todo recaía sobre aquella carta, su contenido y el efecto que la presencia de la gema había provocado. Porque si el objetivo era que el tiburón picara la carnada —con la ironía que amerita tal afirmación—, pues quien fuera la mente maestra del plan podía ya ir dándose un par de palmaditas en la espalda.
Lo había logrado. Pero tales dubitativas ya no eran de importancia. Kaido nunca se retractaría de su decisión de acercarse hacia el brillo titilante a pesar del posible peligro que pudiera encontrar una vez la alcanzara.
No obstante, las señales se volvieron más obvias. Repentinamente, el cielo pareció arrojar su ira concentrada en forma de rayo, iluminando con su centella un radio importante de la zona y destruyendo con su poderío los resquebrajados edificios que ya padecían el intolerable mal del tiempo. La onda expansiva recorrió los pocos metros que le faltaban por recorrer y logró arrebatar la capucha que llevaba sobre su cabeza a modo de protección. La lluvia ahora no sólo se adueñó de su cuerpo sino también de la frondosa cabellera azul, sostenida por la bandana que llevaba amarrada en su frente.
Pero detrás de semejante teatralidad siempre había una estrella que buscaba beneficiarse de ello. La impresión, el impacto; todo para reforzar la idea. Y en ese instante, todo estaba enfocado en aquella gema rojiza que parecía tener vida, contagiosa incluso para la mitad del zafiro que él tenía en su posesión. Porque éste cobró voluntad y se movió a diestra hacia su destino, como ansiosa de acercarse hasta la extraña fuente de poder que flotaba tímidamente frente la presencia de lo que parecían ser un pequeño grupo de visitantes.
Kaido se sintió obligado a pensar que no era el único. Las coincidencias no existían en circunstancias tan extrañas como esa.
«¿Pero ésto que coño es?»
Los siguientes acontecimientos contestarían a medias su vulgar interrogante. Dos jóvenes heridos, una valiente muchacha cuyo cabello le recordaba mucho a alguien que había conocido hace un tiempo y uno que otro espectador; entre ellos las siluetas de un par de hombres que demostraron tener una especie de poder bastante surrealista, desapareciendo segundos después y no sin antes dejar una buena impresión a los presentes.
De todos ellos Kaido era el menos rarito. Ya eso decía bastante de lo que allí estaba pasando.
Pero en fin, que el tiburón no parecía decidirse de cómo reaccionar. Ya incluso se sentía desmotivado, como si le hubiesen engañado para ver una obra de teatro barata. Así que decidió esperar, con algo de paciencia, a ver cómo avanzaba la situación. Y fue su calma lo que le permitió tomar su termo con agua y darle un par de sorbos sonoros mientras su espalda reposaba sobre una de las estructuras cercanas. Se le podía ver, desde luego, y no es que su piel azul no llamase bastante la atención. Pero con todo lo que se suscitaba en ese momento no era del todo errado pensar que la menor de las preocupaciones de todos los presentes era un fenómeno hombre-pez.