9/11/2022, 14:06
Pero Kurama no pareció mostrarse satisfecho con su respuesta.
—Deberías ser más paciente, Hanabi —replicó, negando con el dedo—. Además, tu respuesta es demasiado... genérica. Bastante bienqueda.
Hanabi no respondió de inmediato. La opinión de Kurama le importaba entre poco y nada en aquellos momentos. Él le había hecho una pregunta, y él la había respondido.
—Te he preguntado qué pieza es más importante. Ya sé que todas lo son. La respuesta es...
Kurama alzó los dedos índices y corazón. El sello del Carnero.
—¡¡¡DISPARAD!!!
—...el peón.
Una flecha silbó en el aire y se clavó en el pecho de Kurama justo en el momento en el que pronunció aquellas últimas dos palabras. Peor fue un gesto inútil que llegó demasiado tarde. Apenas una milésima de segundo demasiado tarde.
Una atronadora explosión rugió a las espaldas de Hanabi, dentro de las murallas de Uzushiogakure. Se dio la vuelta, justo a tiempo de registrar con sus horrorizados ojos la destrucción que se acababa de producir en su hogar. La temperatura se elevó varios grados cuando la bola de fuego y llamas envolvió todo lo que encontró a su paso en un grotesco radio, y el cielo se tiñó momentáneamente del color de la sangre. Los edificios caían derruidos, los torii colapsaban bajo sus propias columnas, y las personas... Las manos de Hanabi temblaron con violencia. Muertos. Decenas de ellos. Quienes no habían muerto en el acto, pulverizados por aquel terrible atentado lo hicieron poco después, aplastados entre ruinas o a causa de las terribles heridas. Y también había heridos. A centenares. Y todos ellos resguardados bajo el silencioso testigo del que una vez fue el mismísimo corazón de la aldea, las ruinas irreconocibles del Edificio del Kage, humeantes. Era una visión grotesca que le provocó una arcada.
—Dile a Uchiha Datsue que Kurama le envía recuerdos...
Aquellas fueron las últimas palabras del clon de Kurama, antes de desaparecer en apenas un estallido de humo. Sarutobi Hanabi, lleno de rabia, impotencia y consumido por la desesperación, cayó al suelo de rodillas mientras las cenizas de la destrucción caían sobre su cuerpo, manchando sus cabellos y su túnica. ¿Pero cómo había ocurrido? Se preguntaba, una y otra vez, incapaz de comprenderlo. Apretó las mandíbulas con fuerza cuando el sonido del crepitar de las llamas y los chillidos de terror de su gente llegaron hasta sus oídos. Y entonces...
—¡¡¡¡¡KURAMAAAAAAAAAAAAAAAAA!!!!!
Se desgañitó. Pero fue inútil. Kurama se había ido. Y él había fracasado como guardián de la Villa Oculta en el Remolino. Todo su ser pareció romperse por dentro al darse cuenta de ello. Lleno de dolor, Hanabi comenzó a golpear el suelo bajo su cuerpo con sus puños. Una vez. Y otra. Y otra. La piel de sus nudillos se agrietó. La sangre comenzó a bañar la tierra. Pero él no parecía sentirlo. Porque el dolor que sentía en su pecho era mucho más grande que aquel. Les había fallado. A decenas. A centenares. A miles de familias. ¿Qué clase de Presidente de la República era que no era capaz de proteger a su propio país?
—Deberías ser más paciente, Hanabi —replicó, negando con el dedo—. Además, tu respuesta es demasiado... genérica. Bastante bienqueda.
Hanabi no respondió de inmediato. La opinión de Kurama le importaba entre poco y nada en aquellos momentos. Él le había hecho una pregunta, y él la había respondido.
—Te he preguntado qué pieza es más importante. Ya sé que todas lo son. La respuesta es...
Kurama alzó los dedos índices y corazón. El sello del Carnero.
—¡¡¡DISPARAD!!!
—...el peón.
Una flecha silbó en el aire y se clavó en el pecho de Kurama justo en el momento en el que pronunció aquellas últimas dos palabras. Peor fue un gesto inútil que llegó demasiado tarde. Apenas una milésima de segundo demasiado tarde.
Una atronadora explosión rugió a las espaldas de Hanabi, dentro de las murallas de Uzushiogakure. Se dio la vuelta, justo a tiempo de registrar con sus horrorizados ojos la destrucción que se acababa de producir en su hogar. La temperatura se elevó varios grados cuando la bola de fuego y llamas envolvió todo lo que encontró a su paso en un grotesco radio, y el cielo se tiñó momentáneamente del color de la sangre. Los edificios caían derruidos, los torii colapsaban bajo sus propias columnas, y las personas... Las manos de Hanabi temblaron con violencia. Muertos. Decenas de ellos. Quienes no habían muerto en el acto, pulverizados por aquel terrible atentado lo hicieron poco después, aplastados entre ruinas o a causa de las terribles heridas. Y también había heridos. A centenares. Y todos ellos resguardados bajo el silencioso testigo del que una vez fue el mismísimo corazón de la aldea, las ruinas irreconocibles del Edificio del Kage, humeantes. Era una visión grotesca que le provocó una arcada.
—Dile a Uchiha Datsue que Kurama le envía recuerdos...
Aquellas fueron las últimas palabras del clon de Kurama, antes de desaparecer en apenas un estallido de humo. Sarutobi Hanabi, lleno de rabia, impotencia y consumido por la desesperación, cayó al suelo de rodillas mientras las cenizas de la destrucción caían sobre su cuerpo, manchando sus cabellos y su túnica. ¿Pero cómo había ocurrido? Se preguntaba, una y otra vez, incapaz de comprenderlo. Apretó las mandíbulas con fuerza cuando el sonido del crepitar de las llamas y los chillidos de terror de su gente llegaron hasta sus oídos. Y entonces...
—¡¡¡¡¡KURAMAAAAAAAAAAAAAAAAA!!!!!
Se desgañitó. Pero fue inútil. Kurama se había ido. Y él había fracasado como guardián de la Villa Oculta en el Remolino. Todo su ser pareció romperse por dentro al darse cuenta de ello. Lleno de dolor, Hanabi comenzó a golpear el suelo bajo su cuerpo con sus puños. Una vez. Y otra. Y otra. La piel de sus nudillos se agrietó. La sangre comenzó a bañar la tierra. Pero él no parecía sentirlo. Porque el dolor que sentía en su pecho era mucho más grande que aquel. Les había fallado. A decenas. A centenares. A miles de familias. ¿Qué clase de Presidente de la República era que no era capaz de proteger a su propio país?