27/06/2020, 19:48
Ese algo era...
Era una figura delgada e insignificante al lado de los titanes en quienes —probablemente— todos pondrían sus miradas en los próximos instantes. Cayó del cielo con la agilidad de un gato, tan inconspicuo como una gota de lluvia en el País de la Tormenta y tan fugaz como una estrella atravesando el cielo nocturno. Él lo sabía: mientras que gente como Zaide estaba hecha para brillar, incluso sin quererlo, con el fulgor de un Sol, otros preferían vivir en la sombra. Sobretodo en Verano, y a ser posible con un mojito en la mano, por aquello del calor.
Estaba cambiado. Quienes todavía le reconocieran —al fin y al cabo su rostro empapelaba buena parte de las calles de Ōnindo, cortesía de las Grandes Villas— se toparían con aquella inconfundible quemadura que le deformaba la mitad izquierda del rostro; la marca indeleble de su pasado. Solo que ahora no la cubría con vendas ni otros menesteres sino que se mostraba clara. No orgullosa, pero sí carente de impostura. Su indumentaria había perdido también sobriedad, aunque seguía sin lucir extravagante: una camisa blanca desabrochada a la altura del pecho, y sobre esta una chaqueta de color azul pálido. Ceñían a su cintura unos pantalones color índigo varios correajes de cuero curtido, de los que colgaban sus dos portaobjetos. Su fiel chokutō, enfunadada en su vaina colgándole a la espalda —al modo shinobi—.
Akame se incorporó con el sonido del cuerno de guerra de Zaide todavía retumbando en sus oídos. Sus ojos carmesíes se permitieron el lujo de pasearse por los alrededores en lo que le pareció una eternidad; qué ironía, hacía poco menos de dos años era él mismo quien se encontraba, victorioso, en aquel ring. Recibiendo un premio que poco o nada le beneficaría a él y sí a aquellos que se habían estado lucrando de su trabajo. La ironía le arrancó una sonrisa, inevitablemente. Luego se subió ligeramente el kasa de paja que cubría su cabeza repleta de pelo negro y ralo para mirar a los dos contendientes, que se mantenían de pie, visiblemente exhaustos, sobre el tatami.
Se detuvo en las placas doradas que adornaban sus chalecos. Primero, en la de Datsue; un escalofrío le recorrió la espalda, aunque no hubiera podido saber por qué.
—Hola, Hermano.
La consigna era clara.
Hacer historia o morir.
Era una figura delgada e insignificante al lado de los titanes en quienes —probablemente— todos pondrían sus miradas en los próximos instantes. Cayó del cielo con la agilidad de un gato, tan inconspicuo como una gota de lluvia en el País de la Tormenta y tan fugaz como una estrella atravesando el cielo nocturno. Él lo sabía: mientras que gente como Zaide estaba hecha para brillar, incluso sin quererlo, con el fulgor de un Sol, otros preferían vivir en la sombra. Sobretodo en Verano, y a ser posible con un mojito en la mano, por aquello del calor.
Estaba cambiado. Quienes todavía le reconocieran —al fin y al cabo su rostro empapelaba buena parte de las calles de Ōnindo, cortesía de las Grandes Villas— se toparían con aquella inconfundible quemadura que le deformaba la mitad izquierda del rostro; la marca indeleble de su pasado. Solo que ahora no la cubría con vendas ni otros menesteres sino que se mostraba clara. No orgullosa, pero sí carente de impostura. Su indumentaria había perdido también sobriedad, aunque seguía sin lucir extravagante: una camisa blanca desabrochada a la altura del pecho, y sobre esta una chaqueta de color azul pálido. Ceñían a su cintura unos pantalones color índigo varios correajes de cuero curtido, de los que colgaban sus dos portaobjetos. Su fiel chokutō, enfunadada en su vaina colgándole a la espalda —al modo shinobi—.
Akame se incorporó con el sonido del cuerno de guerra de Zaide todavía retumbando en sus oídos. Sus ojos carmesíes se permitieron el lujo de pasearse por los alrededores en lo que le pareció una eternidad; qué ironía, hacía poco menos de dos años era él mismo quien se encontraba, victorioso, en aquel ring. Recibiendo un premio que poco o nada le beneficaría a él y sí a aquellos que se habían estado lucrando de su trabajo. La ironía le arrancó una sonrisa, inevitablemente. Luego se subió ligeramente el kasa de paja que cubría su cabeza repleta de pelo negro y ralo para mirar a los dos contendientes, que se mantenían de pie, visiblemente exhaustos, sobre el tatami.
Se detuvo en las placas doradas que adornaban sus chalecos. Primero, en la de Datsue; un escalofrío le recorrió la espalda, aunque no hubiera podido saber por qué.
—Hola, Hermano.
La consigna era clara.
Hacer historia o morir.