3/07/2020, 16:41
Akame observó cómo Daruu se daba la media vuelta y echaba a correr, protegido por Hanabi y su nuevo Kage Bunshin. Luego se pasó la lengua por los labios en un fútil intento de humedecérselos: tenía la boca seca. Puede que el poder bruto del chakra de su antiguo Kage no fuera suficiente para dejarle inmovilizado, pero aquel hombre seguía siendo el shinobi más poderoso de Uzushiogakure. Y su mera presencia, la constatación de lo que podía llegar a hacer, de la furia que era capaz de convocar, a veces podían ser suficientes para encoger el corazón de sus enemigos. O, en el caso que nos ocupa, evitar que le subestimaran. Y eso era algo que el joven Uchiha no pensaba hacer: sabía que era un camino rápido hacia la tumba.
Lo que no se esperaba de ninguna de las maneras era que del dobladillo de su chaqueta saliera una mariposa dorada; ¿cómo demonios había llegado ahí? Akame notó un adormecimiento en el rostro. Intentó moverse: no pudo. A medida que el pánico amenazaba con extenderse como una virulenta plaga por cada rincón de su ser, el exjōnin luchaba por contenerlo. No podía perder de vista a su más inmediato enemigo —Hanabi— quien ya empezaba a mover sus fichas; el clon se alejaba de ellos mientras él les provocaba.
«Mierda. Mierda, joder, ¡no me puedo mover! ¿¡Qué cojones me ha hecho!?»
Akame fallaba en encontrar una explicación a lo sucedido, si bien era verdad que él nunca había conocido a fondo a su Uzukage —y cualquier ninja que se precie siempre se guarda un as bajo la manga—.
«No tengo alternativa», comprendió en aquella fracción de segundo. «Si no lo uso, perderemos. Perderemos y todo habrá sido para nada...»
Habría querido apretar los dientes, o los puños, de haber podido. Incluso quizá dedicarle algún improperio al Uzukage que amenazaba con hundir su plan, con derribarlo como un castillo de naipes mal construído. Pero no podía: así que en lugar de eso, concentró toda aquella determinación y rabia en su ojo derecho, que miraba fijamente al verdadero Hanabi. Los tres tomoe de su Sharingan se fusionaron en una espiral de tres brazos al tiempo que el Kage Bunshin del Uzukage juntaba las manos para realizar tres sellos a gran velocidad. El propio aire alrededor del verdadero Hanabi empezó a vibrar.
El espacio se contorsionó violentamente, como un remolino —qué irónico—, para colapsar sobre sí mismo y converger en un singular punto. Un punto localizado medio palmo por encima del codo del verdadero Uzukage, que ya se disponía a realizar su propio jutsu. Si la técnica de Akame surtía efecto, Hanabi nunca llegaría a completar aquella brevísima cadena de sellos: su brazo derecho sería retorcido, como por una trituradora invisible, hasta desgajarse y ser desmembrado.
Un par de segundos después, Akame recibió el impacto de aquel dragón de fuego que le golpeó directamente en el pecho y le derribó momentáneamente. Aturdido, el Uchiha luchó por recomponerse y se levantó de un salto, colocándose a un lateral del ring de forma que tanto Amekoro Yui, como Hanabi, como el graderío de Kusa —donde se ubicaba Kintsugi— estuvieran dentro de su campo visual, a unos cinco metros del centro de la arena y ocho de Hanabi.
Lo que no se esperaba de ninguna de las maneras era que del dobladillo de su chaqueta saliera una mariposa dorada; ¿cómo demonios había llegado ahí? Akame notó un adormecimiento en el rostro. Intentó moverse: no pudo. A medida que el pánico amenazaba con extenderse como una virulenta plaga por cada rincón de su ser, el exjōnin luchaba por contenerlo. No podía perder de vista a su más inmediato enemigo —Hanabi— quien ya empezaba a mover sus fichas; el clon se alejaba de ellos mientras él les provocaba.
«Mierda. Mierda, joder, ¡no me puedo mover! ¿¡Qué cojones me ha hecho!?»
Akame fallaba en encontrar una explicación a lo sucedido, si bien era verdad que él nunca había conocido a fondo a su Uzukage —y cualquier ninja que se precie siempre se guarda un as bajo la manga—.
«No tengo alternativa», comprendió en aquella fracción de segundo. «Si no lo uso, perderemos. Perderemos y todo habrá sido para nada...»
Habría querido apretar los dientes, o los puños, de haber podido. Incluso quizá dedicarle algún improperio al Uzukage que amenazaba con hundir su plan, con derribarlo como un castillo de naipes mal construído. Pero no podía: así que en lugar de eso, concentró toda aquella determinación y rabia en su ojo derecho, que miraba fijamente al verdadero Hanabi. Los tres tomoe de su Sharingan se fusionaron en una espiral de tres brazos al tiempo que el Kage Bunshin del Uzukage juntaba las manos para realizar tres sellos a gran velocidad. El propio aire alrededor del verdadero Hanabi empezó a vibrar.
«Ōyamatsumi»
El espacio se contorsionó violentamente, como un remolino —qué irónico—, para colapsar sobre sí mismo y converger en un singular punto. Un punto localizado medio palmo por encima del codo del verdadero Uzukage, que ya se disponía a realizar su propio jutsu. Si la técnica de Akame surtía efecto, Hanabi nunca llegaría a completar aquella brevísima cadena de sellos: su brazo derecho sería retorcido, como por una trituradora invisible, hasta desgajarse y ser desmembrado.
Un par de segundos después, Akame recibió el impacto de aquel dragón de fuego que le golpeó directamente en el pecho y le derribó momentáneamente. Aturdido, el Uchiha luchó por recomponerse y se levantó de un salto, colocándose a un lateral del ring de forma que tanto Amekoro Yui, como Hanabi, como el graderío de Kusa —donde se ubicaba Kintsugi— estuvieran dentro de su campo visual, a unos cinco metros del centro de la arena y ocho de Hanabi.