3/07/2020, 22:44
(Última modificación: 3/07/2020, 22:52 por Uchiha Datsue. Editado 1 vez en total.)
«Oh, mierda».
Dos palabras que había pronunciado demasiadas veces en su vida. Cuando se produjo el disparo, el petardazo resonó en su cabeza despertando recuerdos lejanos. La traición a Dragón Rojo y a la confianza de su propia banda al mismo tiempo. Su huida a la Tierra. Su posterior encarcelación en la prisión del Yermo. Su intento de asesinar a Ryū. El Kaji Saiban frustrado. Tantas y tantas decisiones. Tantos y tantos fracasos desde que había perdido a sus verdaderos camaradas. A Kuma. A Aiza. Al hijo de puta de Katame, incluso. Lo había comprendido demasiado tarde.
Uchiha Zaide no era nadie solo.
La tela del chaleco se humedeció de carmesí en la zona del pecho. Un polvo extraño subió por el cuello de su camisa. Echó la vista abajo. A su herida. A una mariposa amarilla que se escapaba entre sus ropajes. Volvió a levantar la vista. Fue la última vez que lo hizo. Que movió nada en su cuerpo, de hecho.
—Huh…
Su único ojo se quedó clavado en Yui. En la que podía convertirse en su verdugo. Aquella hija de puta seguía viva. Entera. De una jodida pieza. Quiso esbozar una sonrisa sardónica, pero ni siquiera los músculos de las mejillas le respondían. «Un veneno», comprendió.
Qué rápido se podía ir todo a la mierda. Uno creía construir el castillo de naipes perfecto, y luego una ligera brisa lo echaba todo al traste. Se oyó un petardazo tremendo en el cielo. Oyó a Viento Blanco chillando de dolor. Tres plumas negras y grises cayendo frente a su rostro. Aquello le partió más el corazón que la bala en el pecho.
Estaba perdido...
Estaba perdido...
Estaba...
No. No, se estaba equivocado en algo. No, no estaba solo. No en aquella ocasión. Quizá sus actuales compañeros no eran los amigos que uno pudiese desear. Quizá todavía desease matar a alguno de ellos, incluso. Pero habían compartido cámara, la de una jodida cueva perdida en el culo del mundo. Eso tenía que convertirles en camaradas suyos.
Tenía a Kaido. Tenía a Akame. La tenía a ella. Y también a él. Al jodido Heraldo del Dragón. Al bastardo más grande de Ōnindo, que seguramente se hubiese esnifado aquel polvo dorado y se hubiese quedado más a gusto que él con un gramo de omoide en las encías.
Oh, Dioses. Qué gracioso. La consigna que les había dado a los muchachos era clara: hacer historia o morir.
Pero, ¿y por qué no ambas cosas?
Dos palabras que había pronunciado demasiadas veces en su vida. Cuando se produjo el disparo, el petardazo resonó en su cabeza despertando recuerdos lejanos. La traición a Dragón Rojo y a la confianza de su propia banda al mismo tiempo. Su huida a la Tierra. Su posterior encarcelación en la prisión del Yermo. Su intento de asesinar a Ryū. El Kaji Saiban frustrado. Tantas y tantas decisiones. Tantos y tantos fracasos desde que había perdido a sus verdaderos camaradas. A Kuma. A Aiza. Al hijo de puta de Katame, incluso. Lo había comprendido demasiado tarde.
Uchiha Zaide no era nadie solo.
La tela del chaleco se humedeció de carmesí en la zona del pecho. Un polvo extraño subió por el cuello de su camisa. Echó la vista abajo. A su herida. A una mariposa amarilla que se escapaba entre sus ropajes. Volvió a levantar la vista. Fue la última vez que lo hizo. Que movió nada en su cuerpo, de hecho.
—Huh…
Su único ojo se quedó clavado en Yui. En la que podía convertirse en su verdugo. Aquella hija de puta seguía viva. Entera. De una jodida pieza. Quiso esbozar una sonrisa sardónica, pero ni siquiera los músculos de las mejillas le respondían. «Un veneno», comprendió.
Qué rápido se podía ir todo a la mierda. Uno creía construir el castillo de naipes perfecto, y luego una ligera brisa lo echaba todo al traste. Se oyó un petardazo tremendo en el cielo. Oyó a Viento Blanco chillando de dolor. Tres plumas negras y grises cayendo frente a su rostro. Aquello le partió más el corazón que la bala en el pecho.
Estaba perdido...
Estaba perdido...
Estaba...
No. No, se estaba equivocado en algo. No, no estaba solo. No en aquella ocasión. Quizá sus actuales compañeros no eran los amigos que uno pudiese desear. Quizá todavía desease matar a alguno de ellos, incluso. Pero habían compartido cámara, la de una jodida cueva perdida en el culo del mundo. Eso tenía que convertirles en camaradas suyos.
Tenía a Kaido. Tenía a Akame. La tenía a ella. Y también a él. Al jodido Heraldo del Dragón. Al bastardo más grande de Ōnindo, que seguramente se hubiese esnifado aquel polvo dorado y se hubiese quedado más a gusto que él con un gramo de omoide en las encías.
Oh, Dioses. Qué gracioso. La consigna que les había dado a los muchachos era clara: hacer historia o morir.
Pero, ¿y por qué no ambas cosas?