18/07/2020, 00:48
Era extraño, muy extraño. Se podía decir que habían logrado su objetivo, y aún así, Zaide se sentía derrotado. Habían conseguido las bajas que habían venido a buscar, y aún así, nada había salido como lo planeado. Los chillidos de dolor y pérdida de cientos de niños, mujeres y hombres todavía penetraban sus oídos como dagas envenenadas. La revolución se había convertido en una matanza. Y allí, desde las alturas, no alcanzaba a ver a Akame. Se había ido, pero sin Kaido. ¿Por qué le había abandonado a su suerte? ¿Y por qué el Tiburón… ¡atacaba a Ryū!?
El Heraldo del Dragón desapareció en una nube de humo sin conseguir sacar su ninjutsu más poderoso, el golpe en la mesa que demostraría la fuerza de Sekiryū. Aquello tampoco había salido según lo planeado, aunque en parte era culpa suya. Después de todo, había destruido al clon que sorprendería a los Kages por la espalda con un muro de fuego tan colosal como el del Kaji Saiban.
No le importó. En aquellos momentos ya era lo de menos.
—Échame un ojo desde las alturas, ¿huh? —dijo, con voz abatida y los hombros hundidos, a Viento Blanco—. Todavía me queda una última cosa por hacer.
No esperó respuesta, porque ya la sabía. Se puso en pie y se dejó caer hacia atrás, de espaldas, al vacío. A medida que iba cogiendo velocidad, el viento sacudía sus ropas y un cosquilleo le subía desde el estómago. Siempre le había gustado la sensación de saltar desde las nubes. La emoción, el peligro, la pérdida absoluta de control. Solo en ese momento se sentía libre. Libre de verdad. Libre del mundo, de las cagadas que le perseguían. De sus pensamientos. De sí mismo.
Lástima que durase tan poco.
Mientras se precipitaba hacia el muro de tierra erigido en el ring, Uchiha Zaide blandió sus características hachas y las espetó contra el muro en mitad de la caída. Su espalda se deslizó sobre el muro como si no fuese más que un tobogán mientras el acero de sus nage ono rasgaban tierra y frenaban su descenso. Finalmente, aterrizó sobre la madera del ring flexionando ambas rodillas para amortiguar la caída, y volvió a erguirse. Sus hombros seguían caídos.
Su ojo sano, con el Mangekyō todavía reluciente, examinó los individuos que quedaban en escena. El Uzukage. El chico de las bombas. Kaido. Más a lo lejos, quizá a más de quince metros de distancia, la Morikage.
Se dio cuenta que todavía no se había presentado. Qué modales los suyos.
—Uzukage. Chico-bomba. ¡Morikage! ¡Rey de los cambiachaquetas! ¡Os saludo! ¡Uchiha Zaide, a vuestro servicio! —dijo, con una leve inclinación de cabeza. Muy leve—. Antes de que vuestra cólera me reduzca a cenizas, me gustaría deciros algo. Si sus excelencias lo estiman oportuno, por supuesto. —Dejó las nage ono sujetas por el cinturón del pantalón y alzó ambos brazos en perpendicular a su cuerpo, mostrando las palmas en señal de tregua momentánea.
El Heraldo del Dragón desapareció en una nube de humo sin conseguir sacar su ninjutsu más poderoso, el golpe en la mesa que demostraría la fuerza de Sekiryū. Aquello tampoco había salido según lo planeado, aunque en parte era culpa suya. Después de todo, había destruido al clon que sorprendería a los Kages por la espalda con un muro de fuego tan colosal como el del Kaji Saiban.
No le importó. En aquellos momentos ya era lo de menos.
—Échame un ojo desde las alturas, ¿huh? —dijo, con voz abatida y los hombros hundidos, a Viento Blanco—. Todavía me queda una última cosa por hacer.
No esperó respuesta, porque ya la sabía. Se puso en pie y se dejó caer hacia atrás, de espaldas, al vacío. A medida que iba cogiendo velocidad, el viento sacudía sus ropas y un cosquilleo le subía desde el estómago. Siempre le había gustado la sensación de saltar desde las nubes. La emoción, el peligro, la pérdida absoluta de control. Solo en ese momento se sentía libre. Libre de verdad. Libre del mundo, de las cagadas que le perseguían. De sus pensamientos. De sí mismo.
Lástima que durase tan poco.
Mientras se precipitaba hacia el muro de tierra erigido en el ring, Uchiha Zaide blandió sus características hachas y las espetó contra el muro en mitad de la caída. Su espalda se deslizó sobre el muro como si no fuese más que un tobogán mientras el acero de sus nage ono rasgaban tierra y frenaban su descenso. Finalmente, aterrizó sobre la madera del ring flexionando ambas rodillas para amortiguar la caída, y volvió a erguirse. Sus hombros seguían caídos.
Su ojo sano, con el Mangekyō todavía reluciente, examinó los individuos que quedaban en escena. El Uzukage. El chico de las bombas. Kaido. Más a lo lejos, quizá a más de quince metros de distancia, la Morikage.
Se dio cuenta que todavía no se había presentado. Qué modales los suyos.
—Uzukage. Chico-bomba. ¡Morikage! ¡Rey de los cambiachaquetas! ¡Os saludo! ¡Uchiha Zaide, a vuestro servicio! —dijo, con una leve inclinación de cabeza. Muy leve—. Antes de que vuestra cólera me reduzca a cenizas, me gustaría deciros algo. Si sus excelencias lo estiman oportuno, por supuesto. —Dejó las nage ono sujetas por el cinturón del pantalón y alzó ambos brazos en perpendicular a su cuerpo, mostrando las palmas en señal de tregua momentánea.