19/07/2020, 17:05
La enorme corpulencia de Ryūnosuke no invitaba a atacarle cuerpo a cuerpo, y eso era algo que Kintsugi había decidido explotar, pues no había músculos ni armaduras lo suficientemente gruesas como para protegerle de una buena ilusión. Nada podía protegerle de un ataque a su mente. Y los constantes tintineos del cascabel taladraron sus tímpanos, confundiendo sus sentidos y su coordinación momentáneamente. El enorme Dragón se tambaleó peligrosamente.
La Morikage había conseguido crear una nueva oportunidad, y en aquella ocasión todos supieron aprovecharlo y actuaron al unísono.
Kaido, el antiguo Dragón Azul, entrelazó las manos en una corta secuencia de sellos y lanzó una riada de agua hacia los pies del grandullón, que los apresó y adhirió al suelo, impidiéndole moverse hacia los de Uzushiogakure.
—¡Reiji, fuerte, directo, letal! —ordenó entonces el Uzukage.
Y Reiji aferró con firmeza su katana y saltó sobre Ryūnosuke. Una brillante capa de chakra recorrió su filo, justo en el momento en el que lo descargó de arriba a abajo contra su cuerpo. Pero no hubo sangre, ni herida alguna. Para estupefacción de los allí presentes, Ryūnosuke se desvaneció en una nube de humo y la katana de Reiji se partió limpiamente por la mitad.
—Un clon... —murmuró Kintsugi, reincorporándose con cierto esfuerzo. Y no supo si debía sentirse aliviada o decepcionada. Por una parte, se habían librado de una buena amenaza, ya no habría más muertes aquel día por las manos de Ryūnosuke. Pero, por otra parte, el saber que un simple Clon de Sombras había acabado con la vida de casi todos los Señores Feudales y les había traído tantos problemas a dos Kage...
«Dragón Rojo es peligroso. Demasiado peligroso.» Admitió en su fuero interno.
Pero estaban lejos de recobrar la calma. Una sombra cayó de golpe contra el muro erigido por ella, enarbolando dos hachas que clavó en la roca para frenar su inevitable descenso contra el suelo, y terminó aterrizando sobre el campo de batalla con las rodillas flexionadas. Se incorporó, y no tardaron en reconocerle: era el Dragón que había atacado a la Arashikage minutos atrás, el mismo que había descargado la ira de Raijin sobre sus cabezas con aquella terrorífica técnica de Raiton.
—Uzukage. Chico-bomba. ¡Morikage! ¡Rey de los cambiachaquetas! ¡Os saludo! ¡Uchiha Zaide, a vuestro servicio! —habló, con una leve inclinación de cabeza. Muy leve—.Antes de que vuestra cólera me reduzca a cenizas, me gustaría deciros algo. Si sus excelencias lo estiman oportuno, por supuesto.
Y enfundó las hachas en el cinturón. Pero su único ojo seguía luciendo el color de la sangre: el color del Sharingan. Y todos en aquel lugar sabían que no había un arma más mortífera que aquella. Kintsugi se apresuró a bajar la mirada hacia su pecho, como si no hubiese nada más interesante en aquellos instantes.
—¡Unas palabras cargadas de miel no cambiarán absolutamente nada! —gritó Hanabi—. ¡Unas palabras falsas no pueden esconder los actos verdaderos! ¡Y lo de hoy ha sido un verdadero acto de barbarie! ¡Mira a tu alrededor, genocida! —Pero ni siquiera hacía falta mirar. Los chillidos y los llantos de tantas y tantas víctimas llegaban hasta ellos como un canto de muerte—. ¿¡Qué es lo que quieres!? ¿¡Declararnos la guerra!? ¡No hace falta, vuestros actos han hablado por vuestras lenguas!
—Abre los ojos, Zaide. Yo ya lo hice —agregó Kaido, adelantándose—. Mira lo que has hecho. Lo que hemos hecho. Lo perdiste todo, por culpa de Dragón Rojo al igual que yo.
Pero Kintsugi lanzó un suspiro hastiado y cargado de cansancio, y dio un paso al frente. Pese al golpe que había recibido segundos atrás, no se tambaleó ni un ápice.
—¿Ahora Dragón Rojo quiere hablar? ¿Después de lo que habéis hecho? —le espetó, llena de un ácido sarcasmo—. Daimyō muertos, centenares de vidas segadas de personas cuyo único pecado fue decidir venir a presenciar la final de un torneo. Shinobi y civiles, adultos y niños, mujeres y hombres por igual, sin distinción de origen o aldea... Oh, pero adelante, estamos deseando escuchar vuestra justificación ante este genocidio, asesinos —clamó, con un peligroso siseo—. Pero más os vale que vuestra respuesta nos convenza lo suficiente.
La Morikage había conseguido crear una nueva oportunidad, y en aquella ocasión todos supieron aprovecharlo y actuaron al unísono.
Kaido, el antiguo Dragón Azul, entrelazó las manos en una corta secuencia de sellos y lanzó una riada de agua hacia los pies del grandullón, que los apresó y adhirió al suelo, impidiéndole moverse hacia los de Uzushiogakure.
—¡Reiji, fuerte, directo, letal! —ordenó entonces el Uzukage.
Y Reiji aferró con firmeza su katana y saltó sobre Ryūnosuke. Una brillante capa de chakra recorrió su filo, justo en el momento en el que lo descargó de arriba a abajo contra su cuerpo. Pero no hubo sangre, ni herida alguna. Para estupefacción de los allí presentes, Ryūnosuke se desvaneció en una nube de humo y la katana de Reiji se partió limpiamente por la mitad.
—Un clon... —murmuró Kintsugi, reincorporándose con cierto esfuerzo. Y no supo si debía sentirse aliviada o decepcionada. Por una parte, se habían librado de una buena amenaza, ya no habría más muertes aquel día por las manos de Ryūnosuke. Pero, por otra parte, el saber que un simple Clon de Sombras había acabado con la vida de casi todos los Señores Feudales y les había traído tantos problemas a dos Kage...
«Dragón Rojo es peligroso. Demasiado peligroso.» Admitió en su fuero interno.
Pero estaban lejos de recobrar la calma. Una sombra cayó de golpe contra el muro erigido por ella, enarbolando dos hachas que clavó en la roca para frenar su inevitable descenso contra el suelo, y terminó aterrizando sobre el campo de batalla con las rodillas flexionadas. Se incorporó, y no tardaron en reconocerle: era el Dragón que había atacado a la Arashikage minutos atrás, el mismo que había descargado la ira de Raijin sobre sus cabezas con aquella terrorífica técnica de Raiton.
—Uzukage. Chico-bomba. ¡Morikage! ¡Rey de los cambiachaquetas! ¡Os saludo! ¡Uchiha Zaide, a vuestro servicio! —habló, con una leve inclinación de cabeza. Muy leve—.Antes de que vuestra cólera me reduzca a cenizas, me gustaría deciros algo. Si sus excelencias lo estiman oportuno, por supuesto.
Y enfundó las hachas en el cinturón. Pero su único ojo seguía luciendo el color de la sangre: el color del Sharingan. Y todos en aquel lugar sabían que no había un arma más mortífera que aquella. Kintsugi se apresuró a bajar la mirada hacia su pecho, como si no hubiese nada más interesante en aquellos instantes.
—¡Unas palabras cargadas de miel no cambiarán absolutamente nada! —gritó Hanabi—. ¡Unas palabras falsas no pueden esconder los actos verdaderos! ¡Y lo de hoy ha sido un verdadero acto de barbarie! ¡Mira a tu alrededor, genocida! —Pero ni siquiera hacía falta mirar. Los chillidos y los llantos de tantas y tantas víctimas llegaban hasta ellos como un canto de muerte—. ¿¡Qué es lo que quieres!? ¿¡Declararnos la guerra!? ¡No hace falta, vuestros actos han hablado por vuestras lenguas!
—Abre los ojos, Zaide. Yo ya lo hice —agregó Kaido, adelantándose—. Mira lo que has hecho. Lo que hemos hecho. Lo perdiste todo, por culpa de Dragón Rojo al igual que yo.
Pero Kintsugi lanzó un suspiro hastiado y cargado de cansancio, y dio un paso al frente. Pese al golpe que había recibido segundos atrás, no se tambaleó ni un ápice.
—¿Ahora Dragón Rojo quiere hablar? ¿Después de lo que habéis hecho? —le espetó, llena de un ácido sarcasmo—. Daimyō muertos, centenares de vidas segadas de personas cuyo único pecado fue decidir venir a presenciar la final de un torneo. Shinobi y civiles, adultos y niños, mujeres y hombres por igual, sin distinción de origen o aldea... Oh, pero adelante, estamos deseando escuchar vuestra justificación ante este genocidio, asesinos —clamó, con un peligroso siseo—. Pero más os vale que vuestra respuesta nos convenza lo suficiente.