23/07/2020, 23:41
Los gritos del Uzukage le obligaron a fijar la mirada en él. La ola de calor que emanaba de aquel hombre le golpeó el pecho y le robó el aliento por unos instantes. El aire se volvió asfixiante y ardiente, como si se encontrasen en la cima del Volcán de la Lengua Ígnea. Zaide había estado en ella, de hecho, y juraría que hasta se respiraba mejor allí. El chakra de aquel hombre brillaba con tal intensidad que incluso igualaba a Ryū. No, hasta le hacía sombra. Ryū era un sol gigantesco, sí, y llegaba a ser más grande que el propio sol que era Hanabi, pero la luz que irradiaba este último era más potente. Más cegadora.
Akame no había exagerado.
Imbécil. Necio. Desgraciado. Egoísta. Aquellos no eran insultos, sino verdades que Zaide tenía asumido desde hacía mucho tiempo. Algunas las sobrellevaba mejor que otras. Ahora, ¿que él había matado a la única persona que podía ayudar al Uzukage a traer el progreso? Habían matado a muchos aquel día, a demasiados. Pero el Uzukage solo podía tener la certeza de identificar la muerte de unos pocos muy concretos. Al menos, en aquel instante.
«Tiene que ser una maldita broma», pensó, incrédulo. ¿Acaso se refería a un Daimyō? ¿A un puto Daimyō? Si no fuese porque la culpa y el remordimiento por los inocentes muertos le atenazaban todavía la garganta, se hubiese carcajeado en aquel preciso momento. Que un Kage hablase de progreso ya era inaudito, pero tener el valor de añadir en la ecuación a un Daimyō ya lo volvía un mal chiste. Una provocación, incluso. Un jodido insulto.
Segundos después, Zaide descubrió que lo que Kaido había susurrado al Uzukage antes era la revelación de su verdadero ser. O, al menos, una aproximación bastante buena.
Kintsugi hizo una breve intervención, llamándoles dragones cobardes.
—Si cuatro tipos que ponen en jaque a los tres grandes Kages —dijo con retintín— y a sus mejores ninjas son cobardes, no me quiero imaginar qué será del resto. —Pero enseguida centró su atención en Hanabi—. Así que tú y tu querida persona misteriosa habríais traído el cambio a Ōnindo, ¿huh? Pacíficamente, supongo. Oh, ya visualizo a los Daimyōs cediendo amablemente sus sombreros porque vosotros dos se lo pidáis gentilmente. A Umigarasu el primero —Rodó los ojos. Quizá él y Hanabi se pareciesen en una cosa, después de todo—. ¿Podíamos habernos entendido, Kage? Del mismo modo en que te entendiste con Akame, ¿imagino? —torció la boca en una especie de mueca parecida a una sonrisa—. No, gracias.
Al chico-bomba poco le podía decir. Había escuchado su discurso con atención, pues sabía que aunque no tenía el don de la palabra, podía tener algo valioso que decir. Fue un error.
—Hablarme de derecho a matar cuando vosotros los ninjas sois los primeros en ejecutar a quien sea cuando un superior al que ni conocéis os lo ordena —soltó con desprecio—, es un chiste. Uno muy malo.
Luego torció el ojo hacia la Morikage, cada vez menos capaz de disimular la rabia que le estaba corroyendo por dentro.
—No, lo que no funcionó fue la democracia de los ninjas. La del pueblo está por ver —replicó, muy serio. Había oído hablar de la historia de Kusagakure por algún renegado, pero a su parecer eso no demostraba nada. Solo que lo habían aplicado mal—. Forrad a Ōnindo entero con nuestras caras si queréis, me importa una mierda. Podéis tener el poder, podéis tener los números, ¿pero dónde lanzaréis el golpe? Sabéis donde estamos hoy, ¿pero y mañana? ¿Y dentro de una semana? ¿Y en un mes? Estáis tan ciegos como Uchiha Datsue en la niebla. Yo en cambio soy más como Hyūga Daruu —dijo, señalándose el ojo blanco. El ojo ciego—. Quizá no tan robusto, quizá no tan potente, pero, ah, sé exactamente dónde estaréis. Mañana. Pasado. Dentro de una semana. De dos. La mayor parte del año, incluso. Y no importa qué tan altas sean vuestras murallas, ni qué tan fuertes vuestras defensas, porque podré aparecerme directamente dentro. —Vaya, ¡en eso también era igual al Hyūga! Centró la mirada en Hanabi y le guiñó un ojo—. Ya sabes gracias a quién. Proteged a los Daimyōs y los responsables de la siguiente masacre seréis vosotros.
Estaban advertidos, y Kaido sabía que sus avisos no eran en vano. Silbó, y una nube de humo blanca surgió en el cielo por unos instantes. Viento Blanco había desaparecido. Hora de irse. Dudaba que ninguno de ellos —Zaide el que menos— siguiese resistiendo la tentación de lanzarse al ataque, y seguir discutiendo no llevaría a ningún lugar.
Hanabi tenía razón en eso: el tiempo para hablar ya había pasado.
—Uzukage, Morikage, chico-bomba, un placer conocerles. Kaido… Oh, espera, Kaido —se llevó una mano a la sien, como si le doliese—. Creo que… Creo que veo la luz. Sí, sí, ahora lo entiendo. Todo fue culpa del sello. ¡Lo juro! ¡El sello me obligó! —dijo, con voz fingidamente dolida. Le dedicó una sonrisa socarrona—. A Yui se la podrás colar, pero tú y yo sabemos la verdad. Nos vemos esta noche, Tiburón. O mañana, según salgan las cosas. Hasta entonces, pórtate bien, ¿huh?
Y el cuerpo de Uchiha Zaide se fue volviendo más y más transparente hasta desaparecer como si no hubiese sido más que un mero espejismo. Una ilusión.
El ataque de Dragón Rojo había terminado. Con el objetivo conseguido, pero perdiendo al pueblo y a uno de sus más fuertes Ryūtōs en el proceso. A la mente de Zaide acudió la leyenda de un antiguo líder de clan, que por quince años había ganado todas y cada una de sus batallas…
… y aún así había perdido la guerra. Se preguntó si no compartirían destino. Se preguntó si aquella pírrica victoria no camuflaba en realidad el mayor fracaso de su vida. Se preguntó si Hanabi, Kintsugi y el chico-bomba habían estado acertados en una cosa.
¿Era él un monstruo?
¿Merecía morir?
Se dio cuenta que todas aquellas preguntas podían ser respondidas con la misma palabra, y no supo cómo afrontar ese golpe de realidad.
No lo supo.
Akame no había exagerado.
Imbécil. Necio. Desgraciado. Egoísta. Aquellos no eran insultos, sino verdades que Zaide tenía asumido desde hacía mucho tiempo. Algunas las sobrellevaba mejor que otras. Ahora, ¿que él había matado a la única persona que podía ayudar al Uzukage a traer el progreso? Habían matado a muchos aquel día, a demasiados. Pero el Uzukage solo podía tener la certeza de identificar la muerte de unos pocos muy concretos. Al menos, en aquel instante.
«Tiene que ser una maldita broma», pensó, incrédulo. ¿Acaso se refería a un Daimyō? ¿A un puto Daimyō? Si no fuese porque la culpa y el remordimiento por los inocentes muertos le atenazaban todavía la garganta, se hubiese carcajeado en aquel preciso momento. Que un Kage hablase de progreso ya era inaudito, pero tener el valor de añadir en la ecuación a un Daimyō ya lo volvía un mal chiste. Una provocación, incluso. Un jodido insulto.
Segundos después, Zaide descubrió que lo que Kaido había susurrado al Uzukage antes era la revelación de su verdadero ser. O, al menos, una aproximación bastante buena.
Kintsugi hizo una breve intervención, llamándoles dragones cobardes.
—Si cuatro tipos que ponen en jaque a los tres grandes Kages —dijo con retintín— y a sus mejores ninjas son cobardes, no me quiero imaginar qué será del resto. —Pero enseguida centró su atención en Hanabi—. Así que tú y tu querida persona misteriosa habríais traído el cambio a Ōnindo, ¿huh? Pacíficamente, supongo. Oh, ya visualizo a los Daimyōs cediendo amablemente sus sombreros porque vosotros dos se lo pidáis gentilmente. A Umigarasu el primero —Rodó los ojos. Quizá él y Hanabi se pareciesen en una cosa, después de todo—. ¿Podíamos habernos entendido, Kage? Del mismo modo en que te entendiste con Akame, ¿imagino? —torció la boca en una especie de mueca parecida a una sonrisa—. No, gracias.
Al chico-bomba poco le podía decir. Había escuchado su discurso con atención, pues sabía que aunque no tenía el don de la palabra, podía tener algo valioso que decir. Fue un error.
—Hablarme de derecho a matar cuando vosotros los ninjas sois los primeros en ejecutar a quien sea cuando un superior al que ni conocéis os lo ordena —soltó con desprecio—, es un chiste. Uno muy malo.
Luego torció el ojo hacia la Morikage, cada vez menos capaz de disimular la rabia que le estaba corroyendo por dentro.
—No, lo que no funcionó fue la democracia de los ninjas. La del pueblo está por ver —replicó, muy serio. Había oído hablar de la historia de Kusagakure por algún renegado, pero a su parecer eso no demostraba nada. Solo que lo habían aplicado mal—. Forrad a Ōnindo entero con nuestras caras si queréis, me importa una mierda. Podéis tener el poder, podéis tener los números, ¿pero dónde lanzaréis el golpe? Sabéis donde estamos hoy, ¿pero y mañana? ¿Y dentro de una semana? ¿Y en un mes? Estáis tan ciegos como Uchiha Datsue en la niebla. Yo en cambio soy más como Hyūga Daruu —dijo, señalándose el ojo blanco. El ojo ciego—. Quizá no tan robusto, quizá no tan potente, pero, ah, sé exactamente dónde estaréis. Mañana. Pasado. Dentro de una semana. De dos. La mayor parte del año, incluso. Y no importa qué tan altas sean vuestras murallas, ni qué tan fuertes vuestras defensas, porque podré aparecerme directamente dentro. —Vaya, ¡en eso también era igual al Hyūga! Centró la mirada en Hanabi y le guiñó un ojo—. Ya sabes gracias a quién. Proteged a los Daimyōs y los responsables de la siguiente masacre seréis vosotros.
Estaban advertidos, y Kaido sabía que sus avisos no eran en vano. Silbó, y una nube de humo blanca surgió en el cielo por unos instantes. Viento Blanco había desaparecido. Hora de irse. Dudaba que ninguno de ellos —Zaide el que menos— siguiese resistiendo la tentación de lanzarse al ataque, y seguir discutiendo no llevaría a ningún lugar.
Hanabi tenía razón en eso: el tiempo para hablar ya había pasado.
—Uzukage, Morikage, chico-bomba, un placer conocerles. Kaido… Oh, espera, Kaido —se llevó una mano a la sien, como si le doliese—. Creo que… Creo que veo la luz. Sí, sí, ahora lo entiendo. Todo fue culpa del sello. ¡Lo juro! ¡El sello me obligó! —dijo, con voz fingidamente dolida. Le dedicó una sonrisa socarrona—. A Yui se la podrás colar, pero tú y yo sabemos la verdad. Nos vemos esta noche, Tiburón. O mañana, según salgan las cosas. Hasta entonces, pórtate bien, ¿huh?
Y el cuerpo de Uchiha Zaide se fue volviendo más y más transparente hasta desaparecer como si no hubiese sido más que un mero espejismo. Una ilusión.
El ataque de Dragón Rojo había terminado. Con el objetivo conseguido, pero perdiendo al pueblo y a uno de sus más fuertes Ryūtōs en el proceso. A la mente de Zaide acudió la leyenda de un antiguo líder de clan, que por quince años había ganado todas y cada una de sus batallas…
… y aún así había perdido la guerra. Se preguntó si no compartirían destino. Se preguntó si aquella pírrica victoria no camuflaba en realidad el mayor fracaso de su vida. Se preguntó si Hanabi, Kintsugi y el chico-bomba habían estado acertados en una cosa.
¿Era él un monstruo?
¿Merecía morir?
Se dio cuenta que todas aquellas preguntas podían ser respondidas con la misma palabra, y no supo cómo afrontar ese golpe de realidad.
No lo supo.