21/06/2016, 00:02
Ayame apretó los puños junto a los costados, con la sangre hirviéndole en las entrañas. Con mucho gusto se habría lanzado contra Datsuke por ridiculizarla de aquella manera después de su avergonzante victoria, y aún tuvo que recordarse a sí misma que se encontraba frente a una auténtica multitud de todos los países de Ōnindo y que decepcionaría a su familia y a sus amigos si se comportaba de una manera deshonrosa.
«Además, es sólo un niño.» Reparó, con la rabia aún carcomiendo su piel como una incesante urticaria.
Con un pequeño empujón a la hora de salir del estadio sería suficiente. Lo había decidido cuando una figura alta e imponente hizo acto de aparición a las espaldas del chico. Ayame palideció al reconocer las antinaturales cejas del hombre y su largo cabello azulado cayendo como una cascada tras su espalda. Pero antes de que pudiera decidir cómo debía comportarse ante la aparición de tan poderosa persona, el Kawakage se dirigió entre largas y retumbantes zancadas hacia su shinobi.
—¿¿NO HAS HECHO YA SUFICIENTE PARA DESHONRAR A LA VILLA, IDIOTA?? —bramó, y ante la colleja que le asestó al chico, Ayame no pudo evitar encogerse sobre sí misma en un súbito arranque de empatía—. Disculpa, cielo. Joder, siempre me olvido que este cabrón es duro como una piedra.
—No... pasa... nada... —balbuceó ella, aunque las ascuas de la rabia seguían candentes dentro de ella.
Pero la sorpresiva llegada del Kawakage la había pillado totalmente desprevenida, y ese asombro de alguna manera había enfriado sus ánimos.
De hecho, aquella no iba a ser la única sorpresa del día.
Porque la Uzukage y sus inconfundibles cabellos del color de la sangre también hicieron acto de presencia.
Durante un brevísimo instante, y juzgando el alarmado gesto de la mujer, Ayame creyó que iba a regañar a Eri tal y como había hecho el líder de la Cascada con su ninja.
Pero ni siquiera podía imaginar la magnitud del problema que se les cernía, como la ominosa sombra de las alas de una rapaz sobre sus cabezas.
—¡¡Mira, estaba pensando en tener una charla contigo desde el otro día, pero se me ocurre que te la voy a dar ahora con la suela de mi zapatilla!! —Siguió hablando el Kawakage—. Primero, pactas un amaño con otro participante, y ahora, ¿qué se supone que es este numerito? ¿¡Es que no ves que no es momento de juegueci...!?
Aquel extraño sonido, que parecía sacado de lo más profundo de los infiernos, reverberó en cada célula de su cuerpo. Todo lo demás, a su alrededor, enmudeció de repente. Como si se hubiese sumergido de repente en una densa masa de agua. Ayame se aferró el pecho con ambas manos, como si tratara de retener a su propio corazón dentro de él, cuando se vio sacudida por una fuerza antinatural y desconocida. No pudo evitar caer de rodillas al suelo, temblando como una niña pequeña, y con los ojos fijos en un único punto del estadio. El punto donde las gradas habían saltado por los aires y un colosal monstruo con forma de tanuki del color de la arena y piel atigrada con marcas azuladas había aparecido repentinamente.
—N... no... —suplicó la aterrada Ayame, con los ojos anegados de lágrimas—. O... otra vez... no...
El monstruo había levantado una densa humareda de polvo con su aparición pero a Ayame no le costó distinguir que, aquí y allá, las gradas estaban salpicadas de escombros y cuerpos ensangrentados y desmembrados. La gente moría a su alrededor. Los supervivientes trataban de escapar de aquel infierno con todas sus fuerzas. Incluso le pareció ver a varias personas saltar al vacío de forma voluntaria antes de resultar aplastados por nuevos escombros arrancados de cuajo. Otros pasaban, simplemente, por encima de otros más débiles o que no se veían capaces de moverse por sí mismos. Estaba reviviendo sus propias pesadillas en primera persona y con otros protagonistas. ¿Aquello era lo último que habían visto los habitantes de Kusagakure antes de morir? ¿Habían sentido aquel terror casi primitivo?
Y sin embargo, a aquel sentimiento de terror se le sumaban muchos otros de manera frenética y alocada. Tenía miedo. Pero entonces sintió una súbita felicidad. Y entonces ira. Añoranza. Rabia. Fe. Rabia. Esperanza. Angustia.
—¡Yui, ocúpate de los heridos y la evacuación, por favor! ¡Nosotros nos ocuparemos de él!
«¿Yui-sama?» Aquel nombre la despertó de su extraño letargo. Ayame alzó la mirada hacia su Amekage, y entonces sintió las mejillas húmedas. ¿Estaba llorando?
—¿Estás segura de eso? ¿Podréis?
—Podré... —replicó la Uzukage.
El cuerpecillo de Eri aterrizó súbitamente de nuevo a escasos metros de la posición de Ayame, sobresaltándola.
Le habría gustado acercarse a ella. Preguntarle si estaba bien. Pero su cuerpo se negaba a responderle, y de su garganta apenas salió un débil gañido.
—Yubiwa, ¿has dicho que este niño tuyo, Datsue se llamaba, no? ¿Has dicho que es duro? —la voz de la Uzukage volvió a reverberar en sus oídos, y Ayame sintió una extraña opresión en el pecho.
—Sí, ¿por...? —replicó el Kawakage, y el presentimiento se hizo aún más punzante en su pecho.
—No...
—Espera, ¡preferiría castigarle, no darle un premio por su comportamiento!
—No estoy tan seguro de que soportar este peso sea un premio —replicó la líder del Remolino, cerrando los ojos con pesar.
El bijū alzó su pata delantera sobre ellos. Iba a aplastarlos.
—Eri, Jinchūriki de Amegakure. Haríais bien en buscar a vuestros seres queridos y abandonar este lugar. ¡Rápido!
Pero Ayame no se movió del sitio. El calificativo que había utilizado la Uzukage para referirse a ella había le había sentado como si le hubiesen echado un cubo de agua congelada por encima de la cabeza. No sólo había delatado su identidad como jinchūriki de Amegakure, sino que lo había hecho como si no fuera más que un objeto. Un arma.
—¡Esperad!
Ni siquiera supo por qué lo hizo. Para cuando se dio cuenta de sus acciones se había posicionado entre Datsue y el resto de los Kages. En un vago intento de corregir su comportamiento, Ayame inclinó el torso en una profunda reverencia.
—Po... ¡Por favor, no lo hagáis! ¡Tiene que haber otra manera! —suplicó, hincándose de rodillas de nuevo en el suelo—. ¡No le condenéis de esta manera! ¡No le hagáis lo mismo que me hicieron a mí! ¡Convertir a más personas en jinchūrikis no es la solución!
Estaba terriblemente aterrorizada, pero el impulso de intentar detener aquella locura había sido aún más grande.
—Además... además... Ellos... —añadió, con voz temblorosa—. Ellos también sufren las consecuencias de ser sellados dentro de las personas... ¡Nos tienen miedo! ¡El Ichibi sólo está terriblemente asustado! ¡Quizás más que nosotros mismos! Por favor...
«Además, es sólo un niño.» Reparó, con la rabia aún carcomiendo su piel como una incesante urticaria.
Con un pequeño empujón a la hora de salir del estadio sería suficiente. Lo había decidido cuando una figura alta e imponente hizo acto de aparición a las espaldas del chico. Ayame palideció al reconocer las antinaturales cejas del hombre y su largo cabello azulado cayendo como una cascada tras su espalda. Pero antes de que pudiera decidir cómo debía comportarse ante la aparición de tan poderosa persona, el Kawakage se dirigió entre largas y retumbantes zancadas hacia su shinobi.
—¿¿NO HAS HECHO YA SUFICIENTE PARA DESHONRAR A LA VILLA, IDIOTA?? —bramó, y ante la colleja que le asestó al chico, Ayame no pudo evitar encogerse sobre sí misma en un súbito arranque de empatía—. Disculpa, cielo. Joder, siempre me olvido que este cabrón es duro como una piedra.
—No... pasa... nada... —balbuceó ella, aunque las ascuas de la rabia seguían candentes dentro de ella.
Pero la sorpresiva llegada del Kawakage la había pillado totalmente desprevenida, y ese asombro de alguna manera había enfriado sus ánimos.
De hecho, aquella no iba a ser la única sorpresa del día.
Porque la Uzukage y sus inconfundibles cabellos del color de la sangre también hicieron acto de presencia.
Durante un brevísimo instante, y juzgando el alarmado gesto de la mujer, Ayame creyó que iba a regañar a Eri tal y como había hecho el líder de la Cascada con su ninja.
Pero ni siquiera podía imaginar la magnitud del problema que se les cernía, como la ominosa sombra de las alas de una rapaz sobre sus cabezas.
—¡¡Mira, estaba pensando en tener una charla contigo desde el otro día, pero se me ocurre que te la voy a dar ahora con la suela de mi zapatilla!! —Siguió hablando el Kawakage—. Primero, pactas un amaño con otro participante, y ahora, ¿qué se supone que es este numerito? ¿¡Es que no ves que no es momento de juegueci...!?
BOOM.
¡¡GRROOOOOOAAAAARR!!
¡¡GRROOOOOOAAAAARR!!
Aquel extraño sonido, que parecía sacado de lo más profundo de los infiernos, reverberó en cada célula de su cuerpo. Todo lo demás, a su alrededor, enmudeció de repente. Como si se hubiese sumergido de repente en una densa masa de agua. Ayame se aferró el pecho con ambas manos, como si tratara de retener a su propio corazón dentro de él, cuando se vio sacudida por una fuerza antinatural y desconocida. No pudo evitar caer de rodillas al suelo, temblando como una niña pequeña, y con los ojos fijos en un único punto del estadio. El punto donde las gradas habían saltado por los aires y un colosal monstruo con forma de tanuki del color de la arena y piel atigrada con marcas azuladas había aparecido repentinamente.
—N... no... —suplicó la aterrada Ayame, con los ojos anegados de lágrimas—. O... otra vez... no...
El monstruo había levantado una densa humareda de polvo con su aparición pero a Ayame no le costó distinguir que, aquí y allá, las gradas estaban salpicadas de escombros y cuerpos ensangrentados y desmembrados. La gente moría a su alrededor. Los supervivientes trataban de escapar de aquel infierno con todas sus fuerzas. Incluso le pareció ver a varias personas saltar al vacío de forma voluntaria antes de resultar aplastados por nuevos escombros arrancados de cuajo. Otros pasaban, simplemente, por encima de otros más débiles o que no se veían capaces de moverse por sí mismos. Estaba reviviendo sus propias pesadillas en primera persona y con otros protagonistas. ¿Aquello era lo último que habían visto los habitantes de Kusagakure antes de morir? ¿Habían sentido aquel terror casi primitivo?
Y sin embargo, a aquel sentimiento de terror se le sumaban muchos otros de manera frenética y alocada. Tenía miedo. Pero entonces sintió una súbita felicidad. Y entonces ira. Añoranza. Rabia. Fe. Rabia. Esperanza. Angustia.
—¡Yui, ocúpate de los heridos y la evacuación, por favor! ¡Nosotros nos ocuparemos de él!
«¿Yui-sama?» Aquel nombre la despertó de su extraño letargo. Ayame alzó la mirada hacia su Amekage, y entonces sintió las mejillas húmedas. ¿Estaba llorando?
—¿Estás segura de eso? ¿Podréis?
—Podré... —replicó la Uzukage.
El cuerpecillo de Eri aterrizó súbitamente de nuevo a escasos metros de la posición de Ayame, sobresaltándola.
Le habría gustado acercarse a ella. Preguntarle si estaba bien. Pero su cuerpo se negaba a responderle, y de su garganta apenas salió un débil gañido.
—Yubiwa, ¿has dicho que este niño tuyo, Datsue se llamaba, no? ¿Has dicho que es duro? —la voz de la Uzukage volvió a reverberar en sus oídos, y Ayame sintió una extraña opresión en el pecho.
—Sí, ¿por...? —replicó el Kawakage, y el presentimiento se hizo aún más punzante en su pecho.
—No...
—Espera, ¡preferiría castigarle, no darle un premio por su comportamiento!
—No estoy tan seguro de que soportar este peso sea un premio —replicó la líder del Remolino, cerrando los ojos con pesar.
El bijū alzó su pata delantera sobre ellos. Iba a aplastarlos.
—Eri, Jinchūriki de Amegakure. Haríais bien en buscar a vuestros seres queridos y abandonar este lugar. ¡Rápido!
Pero Ayame no se movió del sitio. El calificativo que había utilizado la Uzukage para referirse a ella había le había sentado como si le hubiesen echado un cubo de agua congelada por encima de la cabeza. No sólo había delatado su identidad como jinchūriki de Amegakure, sino que lo había hecho como si no fuera más que un objeto. Un arma.
—¡Esperad!
Ni siquiera supo por qué lo hizo. Para cuando se dio cuenta de sus acciones se había posicionado entre Datsue y el resto de los Kages. En un vago intento de corregir su comportamiento, Ayame inclinó el torso en una profunda reverencia.
—Po... ¡Por favor, no lo hagáis! ¡Tiene que haber otra manera! —suplicó, hincándose de rodillas de nuevo en el suelo—. ¡No le condenéis de esta manera! ¡No le hagáis lo mismo que me hicieron a mí! ¡Convertir a más personas en jinchūrikis no es la solución!
Estaba terriblemente aterrorizada, pero el impulso de intentar detener aquella locura había sido aún más grande.
—Además... además... Ellos... —añadió, con voz temblorosa—. Ellos también sufren las consecuencias de ser sellados dentro de las personas... ¡Nos tienen miedo! ¡El Ichibi sólo está terriblemente asustado! ¡Quizás más que nosotros mismos! Por favor...