28/06/2016, 15:17
Le había golpeado con todas sus fuerzas. Unas fuerzas incluso revitalizadas con la borboteante energía que la llenaba. Pero aunque el impacto retumbó en cada fibra de su ser, el cuerpo del titánico monstruo apenas flaqueó un instante...
Y entonces una estridente carcajada, que parecía salida de sus más terroríficas pesadillas, resonó en sus oídos y le puso la carne de gallina.
«¡Oh, no!» No pudo hacer nada por evitar lo que ocurrió a continuación. La zarpa libre del tanuki se cerró en torno a su cuerpo y sus dedos comenzaron a constreñirla en un abrazo mortal.
Iba a asfixiarla, como ya lo intentaron hacer los matones de las apuestas.
—No... puedes... retener... al... ag...
Pero ni siquiera fue capaz de terminar la frase. Y cuando intentó utilizar su técnica estrella para transformar su cuerpo en agua y escurrirse de entre los dedos de la bestia, comprobó horrorizada que algo no marchaba bien. Algo extraño se colaba dentro de ella, la arañaba, se mezclaba con su agua y la hacía sentirse terriblemente pesada. Sólo al cabo de varios segundos, cuando miró a su alrededor, se dio cuenta de que la garra del monstruo que la apresaba parecía estar formada por... ¿arena?
—Ma... ¡Ah! —quiso maldecir, pero su maldición se convirtió en un gañido de dolor cuando la presión aumentó aún más. No tenía manera de escapar, el bijū seguía riéndose de aquella manera tan escalofriante, y cuando Ayame miró a su alrededor pudo comprobar que Eri se encontraba en una situación similar a la suya, atrapada entre brazos de arena que habían surgido de su mismo brazo.
Ya no sólo tenía a aquel chico de Uzushiogakure. Las tenía a ellas dos.
Todo parecía perdido para todos. Sólo era cuestión de tiempo que el bijū decidiera dar por terminado aquel juego y destruyera todo el estadio con su arrasador poder. Y en el momento en el que la abandonó toda esperanza, un destello carmesí la cegó momentáneamente.
—¡¡Fuujin: Bunkatsuken!!
Aquella voz precedió a un frenético revuelo. El tanuki aulló en un alarido de sufrimiento que por poco le rompió los tímpanos a Ayame. La presión en torno a su cuerpo desapareció de repente, y la gravedad tiró de ella para salvarla de su prisión hasta estamparla contra el suelo. Su cuerpo, licuado a medias y contaminado por aquella endemoniada arena, produjo una débil salpicadura en el momento del impacto. Con un gemido ahogado, Ayame recuperó su forma corpórea y entreabrió los ojos. A pocos metros de su posición, Eri, el chico rubio de Uzushiogakure y otro de cabellos rojos que no tardó en reconocer yacían de cualquier manera en el suelo como ella. La única que se encontraba de pie era una mujer de largos cabellos y uno de sus ojos ocultos tras una maraña de vendas que sostenía una espada que refulgía como una estrella roja.
¿Había sido ella su salvadora? Le sonaba haberla visto en alguna parte pero no lograba recordar dónde ni cuándo...
Frente a ellos, el bijū se revolvía descontrolado y malherido. De alguna manera, la mujer parecía haber sido capaz de seccionar su cuerpo en dos con aquella extraña espada, pero la arena luchaba por volverse a unir de nuevo en una.
—¡Ahora, ahora!
La Uzukage apareció repentinamente frente a ellos y, tras entrelazar las manos en una secuencia de sellos, de su misma espalda surgieron varias decenas de cadenas que se anclaron entre los restos del cuerpo del tanuki.
—No... por favor... —suplicó una debilitada Ayame, que había apoyado la mano sobre la arena y luchaba por ponerse de nuevo en pie.
Bajo los pies de la líder del Remolino había aparecido un círculo de luz surcado por caracteres que no supo descifrar, pero de él surgió una fina línea que se extendió hasta tocar los pies del bijū y un aura pálida envolvió a la bestia. Ayame jadeó, angustiada, con una angustiosa sensación de familiaridad recorriendo su cuerpo en forma de escalofrío.
—Yubiwa... Tu chico —ordenó, y el Kawakage se volvió hacia su subordinado.
—No lo hagáis...
—Por las buenas... ¿O por las malas?
El terror y la rabia la inundaron. Las lagrimas rodaban desesperadas por sus mejillas, pero no duraban más que unos pocos segundos antes de evaporarse y perderse. La capa de chakra borboteaba a su alrededor como una olla a presión a punto de estallar y su corazón latía alocado en sus sienes. Tenía que hacer algo. Tenía que impedir como fuera que convirtieran a Datsue en alguien como ella misma.
No podían existir más monstruos.
Y se olvidó de que era una simple hormiga al designio de otros señores mucho más poderosos que ella. Sentía ganas de defender, de proteger e iba a morderles por conseguirlo.
Clavó las manos sobre la tierra y chilló. Chilló con toda su desesperanza y su desesperación. Nunca había chillado de aquella manera, y su voz se amplificó y potenció con su propio chakra y la energía salvaje que la recorría...
Y entonces una estridente carcajada, que parecía salida de sus más terroríficas pesadillas, resonó en sus oídos y le puso la carne de gallina.
«¡Oh, no!» No pudo hacer nada por evitar lo que ocurrió a continuación. La zarpa libre del tanuki se cerró en torno a su cuerpo y sus dedos comenzaron a constreñirla en un abrazo mortal.
Iba a asfixiarla, como ya lo intentaron hacer los matones de las apuestas.
—No... puedes... retener... al... ag...
Pero ni siquiera fue capaz de terminar la frase. Y cuando intentó utilizar su técnica estrella para transformar su cuerpo en agua y escurrirse de entre los dedos de la bestia, comprobó horrorizada que algo no marchaba bien. Algo extraño se colaba dentro de ella, la arañaba, se mezclaba con su agua y la hacía sentirse terriblemente pesada. Sólo al cabo de varios segundos, cuando miró a su alrededor, se dio cuenta de que la garra del monstruo que la apresaba parecía estar formada por... ¿arena?
—Ma... ¡Ah! —quiso maldecir, pero su maldición se convirtió en un gañido de dolor cuando la presión aumentó aún más. No tenía manera de escapar, el bijū seguía riéndose de aquella manera tan escalofriante, y cuando Ayame miró a su alrededor pudo comprobar que Eri se encontraba en una situación similar a la suya, atrapada entre brazos de arena que habían surgido de su mismo brazo.
Ya no sólo tenía a aquel chico de Uzushiogakure. Las tenía a ellas dos.
Todo parecía perdido para todos. Sólo era cuestión de tiempo que el bijū decidiera dar por terminado aquel juego y destruyera todo el estadio con su arrasador poder. Y en el momento en el que la abandonó toda esperanza, un destello carmesí la cegó momentáneamente.
—¡¡Fuujin: Bunkatsuken!!
Aquella voz precedió a un frenético revuelo. El tanuki aulló en un alarido de sufrimiento que por poco le rompió los tímpanos a Ayame. La presión en torno a su cuerpo desapareció de repente, y la gravedad tiró de ella para salvarla de su prisión hasta estamparla contra el suelo. Su cuerpo, licuado a medias y contaminado por aquella endemoniada arena, produjo una débil salpicadura en el momento del impacto. Con un gemido ahogado, Ayame recuperó su forma corpórea y entreabrió los ojos. A pocos metros de su posición, Eri, el chico rubio de Uzushiogakure y otro de cabellos rojos que no tardó en reconocer yacían de cualquier manera en el suelo como ella. La única que se encontraba de pie era una mujer de largos cabellos y uno de sus ojos ocultos tras una maraña de vendas que sostenía una espada que refulgía como una estrella roja.
¿Había sido ella su salvadora? Le sonaba haberla visto en alguna parte pero no lograba recordar dónde ni cuándo...
Frente a ellos, el bijū se revolvía descontrolado y malherido. De alguna manera, la mujer parecía haber sido capaz de seccionar su cuerpo en dos con aquella extraña espada, pero la arena luchaba por volverse a unir de nuevo en una.
—¡Ahora, ahora!
La Uzukage apareció repentinamente frente a ellos y, tras entrelazar las manos en una secuencia de sellos, de su misma espalda surgieron varias decenas de cadenas que se anclaron entre los restos del cuerpo del tanuki.
—No... por favor... —suplicó una debilitada Ayame, que había apoyado la mano sobre la arena y luchaba por ponerse de nuevo en pie.
Bajo los pies de la líder del Remolino había aparecido un círculo de luz surcado por caracteres que no supo descifrar, pero de él surgió una fina línea que se extendió hasta tocar los pies del bijū y un aura pálida envolvió a la bestia. Ayame jadeó, angustiada, con una angustiosa sensación de familiaridad recorriendo su cuerpo en forma de escalofrío.
—Yubiwa... Tu chico —ordenó, y el Kawakage se volvió hacia su subordinado.
—No lo hagáis...
—Por las buenas... ¿O por las malas?
El terror y la rabia la inundaron. Las lagrimas rodaban desesperadas por sus mejillas, pero no duraban más que unos pocos segundos antes de evaporarse y perderse. La capa de chakra borboteaba a su alrededor como una olla a presión a punto de estallar y su corazón latía alocado en sus sienes. Tenía que hacer algo. Tenía que impedir como fuera que convirtieran a Datsue en alguien como ella misma.
No podían existir más monstruos.
Y se olvidó de que era una simple hormiga al designio de otros señores mucho más poderosos que ella. Sentía ganas de defender, de proteger e iba a morderles por conseguirlo.
Clavó las manos sobre la tierra y chilló. Chilló con toda su desesperanza y su desesperación. Nunca había chillado de aquella manera, y su voz se amplificó y potenció con su propio chakra y la energía salvaje que la recorría...